Por Fernando López (Diario "La Nación")
No sabremos si la muerte habrá tenido para él, como la imaginó más de una vez, el empolvado rostro de un payaso: aquel de mirada obscena y risa maliciosa que acosaba a Carl, el pobre tío inventor entre cuyos papeles encontró la inspiración para En presencia de un payaso (1997), o aquel otro, blanco y sin secretos, que conversaba mientras jugaba al ajedrez en El séptimo sello y había sido –como él mismo admitió– “el primer paso en la victoriosa lucha contra el miedo a la muerte”. La obra de Ingmar Bergman, al fin, conformó una única y dilatada película que era como un eco de su propia vida y sus propias angustias, un interminable interrogante sobre el sentido de la existencia, la muerte, el amor y la fe. Y también sobre la fascinación irresistible de la ficción, del arte como la tabla de salvación a la cual aferrarse como al espejismo que distrae y consuela y quizás hace posible elevarse cuando la muerte asedia y la única sensación que se percibe es la del hundimiento.
La ficción del cine o la del teatro –por donde empezó su trayectoria impar– eran su modo de combatir el caos, de organizar el desorden. En ese afán, este gran inquisidor del alma humana puso cada vez más sus propias experiencias bajo el microscopio en una progresiva profundización de los grandes temas existenciales. Así, hizo del cine un espacio para la meditación filosófica y echó luz sobre la tragedia de la condición humana. No extraña que él solo ocupe uno de los capítulos más trascendentales de la historia del arte contemporáneo: su obra impuso al mundo una nueva forma de aproximarse al fenómeno cinematográfico.
Sobre Ingmar Bergman se ha escrito todo, o casi todo. Se ha escudriñado en su biografía en busca de señales que explicaran el secreto de su genio; se lo interrogó –la mayor parte de las veces, en vano– esperando recibir, encerrados en los estrechos límites de las palabras, los sentimientos e intuiciones del mundo y de los hombres que él fue atrapando y traduciendo en imágenes durante casi toda una vida; se le destinaron los elogios más justos y los más ampulosos; sus películas, sus piezas teatrales, sus declaraciones periodísticas, sus puestas en escena, sus libros fueron desmenuzados hasta el descuartizamiento. Poco puede añadirse en estas pocas líneas de despedida.
Habrá que repetir que ninguno de los grandes temas de la existencia le fue ajeno: de la vulnerabilidad del ser humano y su incapacidad para alcanzar los propios objetivos a las inestabilidades de la relación amorosa, del desasosiego y el temor ante el silencio de Dios a la soledad del individuo y la hipocresía que suele contaminar la relación con el prójimo. Y habrá que recordar datos sustanciales de su biografía: su nacimiento en Upsala, en 1918; su condición de hijo de un severo pastor luterano cuyo rígido código moral no admitía contravención alguna; su descubrimiento de las marionetas, origen de su fascinación por el teatro y en general por todo el arte de la representación; el famoso episodio doméstico de la Navidad de 1928, cuando un canje de regalos con su hermano mayor Dag le puso en las manos por primera vez un proyector de cine; sus primeras experiencias de espectador. También las primeras manifestaciones de esos demonios interiores que colmaron su infancia de pesadillas y arranques irracionales y que serían el antecedente de tantos desarreglos físicos y psíquicos padecidos en la vida adulta.
De estos demonios, de aquella fascinación y de la férrea disciplina paterna, que lo llevó a la rebelión pero también marcó su modo de afrontar cada responsabilidad, se alimentó su obra, una única y extensa película que Bergman fue cincelando laboriosamente al tiempo que ganaba reconocimiento prácticamente unánime como gran artista -para muchos, el más grande- del cine contemporáneo.
La ficción del cine o la del teatro –por donde empezó su trayectoria impar– eran su modo de combatir el caos, de organizar el desorden. En ese afán, este gran inquisidor del alma humana puso cada vez más sus propias experiencias bajo el microscopio en una progresiva profundización de los grandes temas existenciales. Así, hizo del cine un espacio para la meditación filosófica y echó luz sobre la tragedia de la condición humana. No extraña que él solo ocupe uno de los capítulos más trascendentales de la historia del arte contemporáneo: su obra impuso al mundo una nueva forma de aproximarse al fenómeno cinematográfico.
Sobre Ingmar Bergman se ha escrito todo, o casi todo. Se ha escudriñado en su biografía en busca de señales que explicaran el secreto de su genio; se lo interrogó –la mayor parte de las veces, en vano– esperando recibir, encerrados en los estrechos límites de las palabras, los sentimientos e intuiciones del mundo y de los hombres que él fue atrapando y traduciendo en imágenes durante casi toda una vida; se le destinaron los elogios más justos y los más ampulosos; sus películas, sus piezas teatrales, sus declaraciones periodísticas, sus puestas en escena, sus libros fueron desmenuzados hasta el descuartizamiento. Poco puede añadirse en estas pocas líneas de despedida.
Habrá que repetir que ninguno de los grandes temas de la existencia le fue ajeno: de la vulnerabilidad del ser humano y su incapacidad para alcanzar los propios objetivos a las inestabilidades de la relación amorosa, del desasosiego y el temor ante el silencio de Dios a la soledad del individuo y la hipocresía que suele contaminar la relación con el prójimo. Y habrá que recordar datos sustanciales de su biografía: su nacimiento en Upsala, en 1918; su condición de hijo de un severo pastor luterano cuyo rígido código moral no admitía contravención alguna; su descubrimiento de las marionetas, origen de su fascinación por el teatro y en general por todo el arte de la representación; el famoso episodio doméstico de la Navidad de 1928, cuando un canje de regalos con su hermano mayor Dag le puso en las manos por primera vez un proyector de cine; sus primeras experiencias de espectador. También las primeras manifestaciones de esos demonios interiores que colmaron su infancia de pesadillas y arranques irracionales y que serían el antecedente de tantos desarreglos físicos y psíquicos padecidos en la vida adulta.
De estos demonios, de aquella fascinación y de la férrea disciplina paterna, que lo llevó a la rebelión pero también marcó su modo de afrontar cada responsabilidad, se alimentó su obra, una única y extensa película que Bergman fue cincelando laboriosamente al tiempo que ganaba reconocimiento prácticamente unánime como gran artista -para muchos, el más grande- del cine contemporáneo.
El alquimista
Curiosa alquimia la que dio como resultado la sólida construcción bergmaniana. Los conflictos vividos en carne propia, la desesperada búsqueda de Dios, el miedo a la muerte, los duelos, los sinsabores afectivos le dieron el material para imaginar otras vidas más intensas que la real. La rigurosa disciplina que lo maltrató en la infancia le sirvió para controlar el tumulto interior y devolverlo transfigurado en emociones artísticas. Y el territorio donde pudo dar rienda suelta a su desolación, su escepticismo o su fe fue el de la fantasía, aquel mundo poético que había conocido llevado por las marionetas y que lo pondría después cara a cara con los films de Victor Sjöstrom y los dramas de August Strindberg.
Entró en el cine como guionista de Alf Sjöberg y Gustav Molander antes de debutar como director con Crisis (1945). A esa primera serie de films en los que desfilan, nada casualmente, padres y profesores autoritarios, castigos, soledades y humillaciones pertenecen Prisión , La sed , Hacia la felicidad , Juventud, divino tesoro . Aquí, Un verano con Mónica fue, en 1953, su primer gran éxito. Su nombre ya empezaba a ser tan familiar como las audacias del cine sueco. (Fue en una muestra realizada en 1952 en Punta del Este donde el cineasta ganó su primer reconocimiento internacional.)
Después, la crisis se tornó metafísica y se tradujo en obras admirables: El séptimo sello , La fuente de la doncella , Cuando huye el día , Detrás de un vidrio oscuro , El silencio .
Otro tema fue el artista, la máscara, la mentira - Noche de circo , El rito , Persona- ; otro más, el universo femenino - Secretos de mujeres , Tres almas desnudas , Gritos y susurros- . Imposible reseñar una obra tan vasta, tan compleja y tan rica como ésta, que va de la travesura escéptica de Sonrisas de una noche de verano a la sabia reconciliación con la vida de Fanny y Alexander y al formidable ciclo sobre la vida en pareja que cerró en su obra final: Saraband .
Esos títulos son la mejor prueba de la grandeza de su autor, un creador genial que hasta tuvo conciencia, autocrítica y valor para decidir el momento de su silencio. Son también testimonio de su triunfo final sobre la muerte y el olvido. Seguirán siéndolo.
De Strindberg a Ibsen
Aunque decía que el cine era su trauma y su pasión, se consideraba un hombre de teatro. De joven dirigió a un grupo de estudiantes universitarios, y a los 23 años escribió la obra La suerte de Gaspar. Estuvo al frente de varias salas oficiales hasta llegar al Real Teatro Dramático de Estocolmo entre 1963 y 1966, y de 1985 a 1995. Allí, montó obras de Stindberg y, en el segundo período, dirigió textos de Shakespeare, O Neill e Ibsen.
"Miro las palabras como si fueran notas e intento comprender su significado -dijo en un reportaje-. Quiero que mis experiencias, mi comprensión y entendimiento para traducir palabras se conviertan en emociones para ofrecérselas a actores y juntos dárselo al público. Ese es un mundo muy apasionante."
Fuente: Diario "La Nación", 31/07/07
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