Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

domingo, 18 de noviembre de 2007

El cuento en el cine: Amores imposibles



Por Adolfo Bioy Casares

Los primeros diez o doce veranos de mi vida los pasamos en el campo; después empezamos a ir a Mar del Plata. Mi madre, que allá no perdía una función, me aseguraba que el cine era malsano para los chicos. Me hizo creer -siempre manejó bien mis esnobismos- que sentado en la oscuridad me convertiría en un niño pálido, tan gordo como débil, lo que era una desventaja, porque en la sociedad de los chicos rige la ley de la selva y los fuertes llevan una vida más tranquila. Yo me cuidaba mucho de ir al cine y, entre las seis y las ocho, extrañaba ansiosamente a mi madre. Solía esperarla a la salida del Palace o del Splendid, los dos cines de la rambla. Me refiero a la rambla vieja, no la más vieja de madera, sino a una Art Nouveau. Era un edificio bastante lindo, quizá muy lindo, y un poco ruinoso. Yo sabía a qué cine había ido mi madre, pero si no la divisaba en seguida en la multitud, me entraba el temor de que hubiera ido al otro cine y de no encontrarla más. Todos los días de mi vida yo temía perderla. Debía de estar un poco loco. Después vinieron las mujeres y me salvaron de angustias y temores.

Progresivamente me aficioné a las películas, me convertí en espectador asiduo y ahora pienso que la sala de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para esperar el fin del mundo.

Por muchas de las cosas que más he querido, al principio sentí rechazo: el cine, París, Londres, Mar del Plata. Mi primer recuerdo de Mar del Plata es de un cuarto grande, sin muebles, donde yo estaba triste, con el cuerpo destemplado y oía soplar el viento.

Me enamoré, simultánea o sucesivamente, de las actrices de cine Louise Brooks, Marie Prévost, Dorothy Mackcay, Marion Davis, Evelyn Brent y Anna May Wong.

De estos amores imposibles, el que tuve por Louise Brooks fue el más vivo, el más desdichado. ¡Me disgustaba tanto creer que nunca la conocería! Pero aún, que nunca volvería a verla. Esto, precisamente, fue lo que sucedió. Después de tres o cuatro películas, en que la vi embelesado, Louise Brooks desapareció de las pantallas de Buenos Aires. Sentí esa desaparición, primero, como un desgarramiento; después, como una derrota personal. Debía admitir que si Louise Brooks hubiera gustado al público, no hubiera desaparecido. La verdad (o lo que yo sentía) es que no sólo pasó inadvertida por el gran público, sino tambien por las personas que yo conocía. Si concedían que era linda - más bien, "bonitilla"-, lamentaban que fuera mala actríz; si encontraban que era una actriz inteligente, lamentaban que no fuera más bella. Como ante la derrota de Firpo, comprobé que la realidad y yo no estábamos de acuerdo.

Muchos años después, en París, vi una película (creo que de Jessua) en que el héroe, como yo (cuando estaba por escribir Corazón de payaso, uno de mis primeros intentos literarios), inconteniblemente echaba todo a la broma y, de ese modo, se hacía odiar por la mujer querida. El personaje tenía otro parecido conmigo: admiraba a Louise Brooks. Desde entonces, en mi país y en otros, encuentro continuas pruebas de esa admiración, y también pruebas de que la actriz las merecía. En el New Yorker y en los Cahiers du cinéma leí artículos sobre ella, admirativos e inteligentes. Leí, asimismo, Lulú en Hollywood, un divertido libro de recuerdos, escrito por Louise Brooks.

En el 73 o en el 75, mi amigo Edgardo Cozarinsky me citó una tarde en un café de la Place de L'Alma, en París, para que conociera a una muchacha que haría el papel de Louise Brooks en un filme en preparación. Yo era el experto que debía decirle si la muchacha era aceptable o no para el papel. Le dije que sí, no solamente para ayudar a la posible actriz. Es claro que si me hubieran hecho la pregunta en tiempos de mi angustiosa pasión, quizá la respuesta hubiera sido distinta. Para mí, entonces, nadie se parecía a Louise Brooks.

De Marion Davis, a quien en la pantalla encontraba muy atractiva y graciosa, me enteré después que, por ser la amante de Hearst y porque él la imponía en los estudios, fue maltratada por los críticos. Quizá tuvieran razón; no sé qué pensaría si viera ahora las películas en que ella actuó; por lo demás no me asombraría que los críticos carecieran de la agilidad mental necesaria para descubrir méritos, aunque los hubiese, en la amante de un personaje poderoso y quizá grosero. De todos modos, en algún momento, sentí que Marion Davis era otra prueba de que el consenso y yo no estábamos de acuerdo.

Evelyn Brent era morena, según creo (la vi solamente en películas en blanco y negro), y de grandes ojos. Trabajaba con George Bancroft en filmes del bajo fondo de Nueva York y de Chicago, como La batida y La ley del hampa. Uno de los muchos motivos que tuvimos con Borges para ser amigos fue la compartida predilección por las películas y por Evelyn Brent.

En cuanto a Anna May Wong, era china y no creo que fuera el exotismo lo que en ella me atraía.


Seleccionado de Cuentos de cine, Selección de Sergio Renán, Alfaguara 1996

domingo, 11 de noviembre de 2007

Rodolfo por Rodolfo


Escribe: Jorge Alberto Saez
Nadie ignora que Rodolfo Valentino era un nombre falso. La pantera negra con ojos de brasa el "amante del mundo"
que la mitología de Hollywood de los años 20 elevó a la cúspide de la gloria, no nació -como Venus- de una burbuja. Valentino fue sólo un personaje más, de los muchos que representó Alonso Raffaele Pietro Filiberto Guglielmi, hijo de una modesta familia del sur de Italia. De esta vida fabulosa y, por lo tanto, refractaria a las presiciones de la biografía, no se ha logrado aún descorrer el último velo. ¿Fue solamente la taumaturgia cinematográfica de aquellos años, la autora del milagro? ¿O acaso un fenómeno fortuito de postguerra, revelador de que la América desangrada, pero triunfante y atlética encarnada por Douglas Fairbanks, suspiraba ahora por contiendas románticas, por países exóticos y cabalgatas al claro de luna?.
Lo cierto es que este lánguido felino engominado, sin otro "curriculum" que el de lavacopas, jardinero y "taxi-boy" de los tés-danzantes neoyorquinos, alcanzó las más altas cumbres de la fortuna y de la fama, lo cual presupone una innegable aptitud trepadora, un real talento dramático o alguna otra virtud secreta que sus exégetas han omitido.
Lo evidente es que la vida del bello Rodolfo estuvo signada por la superchería y el exceso. El misterio de su mirada magnética (recurso de míope para "enfocar" debidamente su pupila), los aires y aficiones de príncipe oriental inconciliables con su linaje campesino, lo muestran aplicado a la composición de un enigmático personaje al cual sería difícil reducir a la dimensión de hombre común (excepto en el momento de la muerte, sobrevenida a causa de una "popular" peritonitis...)
Exceso de celebridad, exceso de dinero, exceso de amor. Una vida transcurrida, en fin, en un plano tal de exageración y desmesura, que no podía ser contada sino con el lenguaje de un cineasta "excesivo": el gran director inglés Ken Russell.
Los cultores de la verdad verdadera se sentirán, seguramente, muy decepcionados. El creador de Women in love, The devile, The boy-friend y tanta detonante filmográfia, no es precisamente un relator lineal, ni se atiende a la menuda información que surge de la realidad. Sus films son espejos deformantes a lo Picasso, donde la verdad se refleja y descompone en metáforas deslumbrantes y cuyo mensaje no se transmite a través de las ideas, sino del delirio. Las de Tchaicovsky, Mahler y Liszt son biografía irrespetuosas y subjetivas, en las cuales se desdeña la aventura de sus protagonistas para recrearla por medio de la paráfrasis y el encantamiento. La vida de Valentino es también, como aquellas, una parábola, destinada esta vez a retratar uno de los períodos más fascinantes de la historia del cine y a denunciar, con infinita piedad y humor, el contexto vulnerable y patético del "seductor" profesional.
Ken Russell ha construido una inmensa catedral barroca en las orillas mismas del mal gusto (aunque sin permitir que se despeñe), en el limite justo de la pornografía, con el tono adecuado de tilinguería retró. Bajo esa decoración aplastante, el héroe da una lección de tango a Vaslav Nijinsky -semidiós de la danza clásica-, provoca un altercado con Fatty Arbuckle -una de las glorias cómicas de la época-, se casa con Natasha Rambova, con quien vive un romance tempestuoso y ambiguo. Gaucho a ultranza, con toques de charro y de gitano, pasea por los Estados Unidos "el auténtico tango argentino", teñido de vals y de fandango. Es invitado por Alla Nazimova, la eminente actriz rusa, para protagonizar el Armando Duval de La dama de las camelias, y catapultado así a los grandes papeles del cine romántico: El hijo del Sheik, Monsieur Beaucaire, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Sangre y arena...
Otro Rodolfo, también una fuerza incontenible de la naturaleza, fue llamado para protagonizar a Valentino. De cómo un tártaro puede encarnar a un calabrés, salvar la distancia entre lo rubio y lo moreno, lo espigado y lo atlético, es una prueba este avasallante "Rudy" compuesto por Rudolf Nureyev. Comediante inesperado, el inmenso bailarín tiene en común con Valentino el magnetismo personal, la fuerza carismática, el destino estelar. Ken Russell le ha marcado, por añadidura, un dejo de humor que el actor maneja con soltura. Una pelea propiciada por Valentino para vengar su honor ultrajado (el rival es un periodista que ha osado dudar de su virilidad), termina con un knock-out recíproco y una danza grotesca, en la que se mezclan los "entrechats" y los esguinces de la técnica boxística. Bajo una suntuosa carpa (la del hijo del Sheik), los cuerpos desnudos del antiguo solista del ballet Kirov y de Michelle Phillips (ex-cantante del grupo rock The mamas and the papas) se abrazan sobre una piel de tigre. Paralelamente, la cámara repite la escena amorosa ajustada a los cánones filmicos de la época (ojos despavoridos, actitudes enfáticas, éxtasis interminables).
Leslie Caron es una Nazimova felliniana, entrando a la cámara mortuoria del ídolo bajo una gigantesca capa bordada de camelias. Mientras los fotógrafos reponen sus cargas de magnesio, ella se prepara para los sucesivos desmayos "espontáneos" que nutrirán su máquina publicitaria.
El tono paródico característico de Russell, está siempre alerta, tanto como para recordarnos que nada de lo que se cuenta es testimonial y que el alma de Rodolfo Valentino puede seguir descansando en paz bajo las flores que periódicamente renuevan sus adoradoras.
Es posible que, desde su sillón de "metteur-en-scéne", Ken Russell haya tramado simultáneamente las secuencias de "La vida de Rudolf Nureyev" que algún día (que deseamos lejanísimo) enriquecerá su colección de grandes retratos. La misa pagana que sus admiradores recitan frente a las ventanas de Valentino, durante una de las escenas más delirantes del film, no es más que una réplica de los autos sacramentales que aún promueve la carrera del gran bailarín. El arte es una dinastía a la que, afortunadamente, nunca faltarán sus reyes y vasallos.
Ficha técnica:
Valentino (idem original)
Dirección: Ken Russell
Producción ejecutiva: Robert Chartoff
Guión: Ken Russell y John Byrum
Dirección de fotografía: Peter Suschitsky
Cameraman: Ronnie Taylor
Dirección artística: Philip Harrison
Montaje: Stuart Baird
Asistente de dirección: Jonathan Benson
Sonido: John Mitchell
Coreografía: Gillian Gregory
Duración: 2 horas 12'
Interpretes:
Rudolf Nureyev - Rodolfo Valentino
Leslie Caron - Alla Nazimova
Michelle Phillips - Natascha Rambova
Carol Kane - La starlette
Felicity Kendal - June Mathis
Seymour Cassel - George Ullman
Huntz Hall - Jesse Lasky
Alfred Marks - Richard Rowland
David de Keyser - Joseph Schenck
Anthony Dowell - Nijinsky
Linda Thorson - Billie Streeter
Leland Palmer - Marjorie Tain
Sellecionado de la revista Foco, diciembre de 1977

martes, 6 de noviembre de 2007

Pequeños grandes films: Jules et Jim


Sinopsis:
Dos artistas, el austriaco Jules y el francés Jim, están enamorados de la misma mujer, Catherine, desde hace 20 años. La amistad entre ambos artistas se inicia en Montparnasse en 1907. Más tarde, durante un viaje a Viena, conocerán a Catherine y será Jules quién primero se enamore de ella, para terminar casándose y teniendo juntos una niña. Finalizada la guerra, Jim vuelve para saludar a sus amigos y Catherine lo recibe radiante, con su hija de cuatro años. Es entonces cuando Jim comprende que las cosas no van bien en el matrimonio. Catherine termina convirtiéndose en la amante de Jim y deseando tener un hijo con él que lleve su nombre.
Truffaut, conmovido desde siempre con la literatura del poco conocido Henri Pierre Roché, lleva a la práctica un deseo que arrastraba desde mucho tiempo: La adaptación cinematográfica de su obra Jules et Jim. Le seducia especialmente su prosa poetica articulada
con muy poco vocabulario, como él mismo decía "donde la emoción nace de la nada, del vacio", donde los misterioso es la clave del relato. Escritor y cineasta llegaron a conocerse y a planear una adaptación, pero un Roché octogenario murió antes de llegar a ver finalizado este proyecto, como tampoco llegó a ver otra obra suya que Truffaut llevó magistralmente a la pantalla "Les deux anglaises et le continent".
Largometraje que aborda la amistad y la ternura, aún sin olvidarse del amor carnal pero siempre sometido al dominio del corazón, lo que da ese gusto ambivalente de felicidad y desgracia enmarcado en una relación a tres. Cada uno la amó, y ella los amó, sin que jamás pusiera en juego su amistad, que sobrevivió también a la guerra mundial. Como el propio Truffaut escribía en 1962 en Le Monde: "En la película hay una canción que se llama el torbellino de la vida, ella indica el tono y revela la clave. Quizá porque fue escrita por un anciano, Henri Pierre Roché, yo considero que Jules et Jim es un himno a la vida. Por esta razón, quise crear una impresión de gran lapso de tiempo marcado por el nacimiento de los niños, pero también cortado por la guerra, por la muerte, que dan una significación más completa a una existencia entera. Quizás era ambisioso hacer una película de viejo, pero esta distancia me ha fascinado, y me permitía llegar a un cierto desapego".
La película gira en torno a Catherine, misteriosa y fascinante, indescifrable criatura encarnada por una esencial Jeanne Moreau, definitivamente consagrada con esta interpretación. Nos es mostrada en escena como estudiante francesa una vez hemos conocido los detalles de la amistad entre Jules y Jim en un París efervescente inmediatamente anterior a la primera guerra mundial y prefigurada como una enigmática escultura de una isla del Adriático, con una sonrisa recibida por los dos amigos con todo un ideal estético y vital, como algo que en el caso de conseguirse nunca debería ser perdído. Inevitablemente la aparición se produce y les resulta igualmente enigmatica e incomprensible bajo la superficie, pero manteniendo intacta la fascinación de ambos. Disfrutando en el comienzo de muy buenos momentos todos juntos (excepcionalmente rodados), hasta que Jules plantea que quiere a Catherine para él. Jim acepta a pesar de desearla igualmente, en favor de la amistad que mantiene con Jules... y a partir de aquí, Truffaut despliega al espectador todo un abanico de situaciones donde la emoción y la comprensión mutua, la ternura y un sincero afecto entre personajes marcan la dinámica de una película de final trágico, donde la alegría de vivir y la confianza tiene su constante contrapunto del dolor y el temor, de la que Jean Renoir confesó haber sentido envidia de no haber realizado él mismo.
Ficha técnica:
Dirección: François Truffaut
Guión: François Truffaut y Jean Gruault
Argumento: Henri Pierre Roché
Producción: Les Films du Carosse
Canción: "Le Tourbillon"
Ayudantes de dirección: Georges Pellegrin, Robert Bobert y Florence Malraux
Script: Suzanne Schiffman
Decorados: Fred Capel
Montaje: Claudine Bouché
Dirección de producción: Marcel Berbert
Distribuidor: CINEDIS
Estreno: 24/1/1962 en París
Música: Georges Delerue
Fotografía: Raoul Coutard
Interpretes:
Jeanne Moreau - Catherine
Oskar Werner - Jules
Henri Serre - Jim
Vanna Urbino - Gilberte
Boris Bassiak - Albert
Anny Nelsen - Lucie
Sabine Haudepin - La petite Sabine
Marie Dubois - Therese
Christiane Wagner - Helga
Michel Subor - narrador
Franscope - 35 milimetros
Duración 105 minutos
Seleccionado de François Truffaut, sus películas, http://www.truffaut.eternius.com/, a:jules et jim.htm