Escribe: Jorge Alberto Saez
Nadie ignora que Rodolfo Valentino era un nombre falso. La pantera negra con ojos de brasa el "amante del mundo"
que la mitología de Hollywood de los años 20 elevó a la cúspide de la gloria, no nació -como Venus- de una burbuja. Valentino fue sólo un personaje más, de los muchos que representó Alonso Raffaele Pietro Filiberto Guglielmi, hijo de una modesta familia del sur de Italia. De esta vida fabulosa y, por lo tanto, refractaria a las presiciones de la biografía, no se ha logrado aún descorrer el último velo. ¿Fue solamente la taumaturgia cinematográfica de aquellos años, la autora del milagro? ¿O acaso un fenómeno fortuito de postguerra, revelador de que la América desangrada, pero triunfante y atlética encarnada por Douglas Fairbanks, suspiraba ahora por contiendas románticas, por países exóticos y cabalgatas al claro de luna?.
Lo cierto es que este lánguido felino engominado, sin otro "curriculum" que el de lavacopas, jardinero y "taxi-boy" de los tés-danzantes neoyorquinos, alcanzó las más altas cumbres de la fortuna y de la fama, lo cual presupone una innegable aptitud trepadora, un real talento dramático o alguna otra virtud secreta que sus exégetas han omitido.
Lo evidente es que la vida del bello Rodolfo estuvo signada por la superchería y el exceso. El misterio de su mirada magnética (recurso de míope para "enfocar" debidamente su pupila), los aires y aficiones de príncipe oriental inconciliables con su linaje campesino, lo muestran aplicado a la composición de un enigmático personaje al cual sería difícil reducir a la dimensión de hombre común (excepto en el momento de la muerte, sobrevenida a causa de una "popular" peritonitis...)
Exceso de celebridad, exceso de dinero, exceso de amor. Una vida transcurrida, en fin, en un plano tal de exageración y desmesura, que no podía ser contada sino con el lenguaje de un cineasta "excesivo": el gran director inglés Ken Russell.
Los cultores de la verdad verdadera se sentirán, seguramente, muy decepcionados. El creador de Women in love, The devile, The boy-friend y tanta detonante filmográfia, no es precisamente un relator lineal, ni se atiende a la menuda información que surge de la realidad. Sus films son espejos deformantes a lo Picasso, donde la verdad se refleja y descompone en metáforas deslumbrantes y cuyo mensaje no se transmite a través de las ideas, sino del delirio. Las de Tchaicovsky, Mahler y Liszt son biografía irrespetuosas y subjetivas, en las cuales se desdeña la aventura de sus protagonistas para recrearla por medio de la paráfrasis y el encantamiento. La vida de Valentino es también, como aquellas, una parábola, destinada esta vez a retratar uno de los períodos más fascinantes de la historia del cine y a denunciar, con infinita piedad y humor, el contexto vulnerable y patético del "seductor" profesional.
Ken Russell ha construido una inmensa catedral barroca en las orillas mismas del mal gusto (aunque sin permitir que se despeñe), en el limite justo de la pornografía, con el tono adecuado de tilinguería retró. Bajo esa decoración aplastante, el héroe da una lección de tango a Vaslav Nijinsky -semidiós de la danza clásica-, provoca un altercado con Fatty Arbuckle -una de las glorias cómicas de la época-, se casa con Natasha Rambova, con quien vive un romance tempestuoso y ambiguo. Gaucho a ultranza, con toques de charro y de gitano, pasea por los Estados Unidos "el auténtico tango argentino", teñido de vals y de fandango. Es invitado por Alla Nazimova, la eminente actriz rusa, para protagonizar el Armando Duval de La dama de las camelias, y catapultado así a los grandes papeles del cine romántico: El hijo del Sheik, Monsieur Beaucaire, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Sangre y arena...
Otro Rodolfo, también una fuerza incontenible de la naturaleza, fue llamado para protagonizar a Valentino. De cómo un tártaro puede encarnar a un calabrés, salvar la distancia entre lo rubio y lo moreno, lo espigado y lo atlético, es una prueba este avasallante "Rudy" compuesto por Rudolf Nureyev. Comediante inesperado, el inmenso bailarín tiene en común con Valentino el magnetismo personal, la fuerza carismática, el destino estelar. Ken Russell le ha marcado, por añadidura, un dejo de humor que el actor maneja con soltura. Una pelea propiciada por Valentino para vengar su honor ultrajado (el rival es un periodista que ha osado dudar de su virilidad), termina con un knock-out recíproco y una danza grotesca, en la que se mezclan los "entrechats" y los esguinces de la técnica boxística. Bajo una suntuosa carpa (la del hijo del Sheik), los cuerpos desnudos del antiguo solista del ballet Kirov y de Michelle Phillips (ex-cantante del grupo rock The mamas and the papas) se abrazan sobre una piel de tigre. Paralelamente, la cámara repite la escena amorosa ajustada a los cánones filmicos de la época (ojos despavoridos, actitudes enfáticas, éxtasis interminables).
Leslie Caron es una Nazimova felliniana, entrando a la cámara mortuoria del ídolo bajo una gigantesca capa bordada de camelias. Mientras los fotógrafos reponen sus cargas de magnesio, ella se prepara para los sucesivos desmayos "espontáneos" que nutrirán su máquina publicitaria.
El tono paródico característico de Russell, está siempre alerta, tanto como para recordarnos que nada de lo que se cuenta es testimonial y que el alma de Rodolfo Valentino puede seguir descansando en paz bajo las flores que periódicamente renuevan sus adoradoras.
Es posible que, desde su sillón de "metteur-en-scéne", Ken Russell haya tramado simultáneamente las secuencias de "La vida de Rudolf Nureyev" que algún día (que deseamos lejanísimo) enriquecerá su colección de grandes retratos. La misa pagana que sus admiradores recitan frente a las ventanas de Valentino, durante una de las escenas más delirantes del film, no es más que una réplica de los autos sacramentales que aún promueve la carrera del gran bailarín. El arte es una dinastía a la que, afortunadamente, nunca faltarán sus reyes y vasallos.
Ficha técnica:
Valentino (idem original)
Dirección: Ken Russell
Producción ejecutiva: Robert Chartoff
Guión: Ken Russell y John Byrum
Dirección de fotografía: Peter Suschitsky
Cameraman: Ronnie Taylor
Dirección artística: Philip Harrison
Montaje: Stuart Baird
Asistente de dirección: Jonathan Benson
Sonido: John Mitchell
Coreografía: Gillian Gregory
Duración: 2 horas 12'
Interpretes:
Rudolf Nureyev - Rodolfo Valentino
Leslie Caron - Alla Nazimova
Michelle Phillips - Natascha Rambova
Carol Kane - La starlette
Felicity Kendal - June Mathis
Seymour Cassel - George Ullman
Huntz Hall - Jesse Lasky
Alfred Marks - Richard Rowland
David de Keyser - Joseph Schenck
Anthony Dowell - Nijinsky
Linda Thorson - Billie Streeter
Leland Palmer - Marjorie Tain
Sellecionado de la revista Foco, diciembre de 1977
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