Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

viernes, 27 de marzo de 2015

Wild: El movimiento se demuestra andando.

CINE. SE ESTRENA WILD, DE JEAN-MARC VALLEE, CON REESE WITHERSPOON Y GUION DE NICK HORNBY

 

Por Mercedes Halfon

Una chica sola en el camino, en el desierto, en la montaña, en los refugios, durmiendo en su pequeña carpa, haciendo autostop. Está atravesando el Sendero de la Cresta del Pacífico, una travesía que va desde el calor abrasador del desierto de Mojave hasta la frontera de EE.UU. con Canadá, un total de 1800 kilómetros que ella va a recorrer a pie. Esto es Wild, la nueva película de Jean-Marc Vallée, el director de Dallas Buyers Club (2013), por la que Reese Witherspoon está nominada al Oscar como mejor actriz por segunda vez en su vida, después de llevarse ese premio por su adorable y sufrida June Carter en Walk The Line (2006). Y acá también está caminando en línea recta, entregada a su papel de Cheryl Strayed, tal vez el más importante y el menos simpático de su carrera. En la película se ve su rostro todavía juvenil cubierto de polvo y su cuerpo diminuto agotado y tenso, portando una mochila descomunal que, tanto real como metafóricamente, viene a ser la razón por la que está ahí. Hay algo muy físico en la entrega de Reese para este rol, igual (aunque menos, claro) a lo que fue el trabajo de Matthew McConaughey en Dallas Buyers Club, como si ese ponerse en el cuerpo de otro que significa la actuación fuera, para este director de origen canadiense, una búsqueda casi literal.
Wild está basada en la novela homónima escrita por la Cheryl Strayed real, una mujer que hace veinte años decidió hacer esa experiencia extrema, por el extremo Oeste de los Estados Unidos.




Hacía poco tiempo había muerto su madre de un cáncer fulminante con sólo 44 años. Cheryl, entonces, se entregó a placeres tanáticos que terminaron destruyendo su matrimonio con un hombre al que todavía quería. Rota por dentro y por fuera, tratando de volver a alguna clase de principio, decide iniciar esa caminata de varios meses por el Sendero de la Cresta del Pacífico (PCT, por sus siglas en inglés), una excursión para la que no está para nada preparada, pero justamente algo de esa dificultad, de esa imposibilidad, es lo que lo que hace la empresa atractiva para ella. Se trata de un camino para el que los aficionados al senderismo (algo similar al trekking) se preparan durante años y ella llega hasta ahí sin más que un equipo de camping que fue comprándose durante los seis meses que se tomó para ahorrar las propinas de su trabajo de mesera. Strayed se había especializado en literatura inglesa y estudios de género en la universidad, pero eso fue antes de la muerte de su madre y su espiral hacia el sexo con desconocidos y la heroína. Todo esto, con eje central en la narración de la travesía, fue escrito algunos años después, con un estilo simple y directo, mezclando autobiografía, diario de viaje y tips de autoayuda por Strayed. Y se convirtió en best seller a la velocidad de la luz. Acá en Argentina acaba de publicarlo Rocaeditorial con el título de Salvaje.


Y hoy todo esto llega a la pantalla de la mano de Witherspoon como productora y protagonista, Nick Hornby como guionista, y dirección de Vallée. La película viene a continuar la saga de recientes historias de supervivencia en la gran pantalla, del estilo Hacia rutas salvajes (2007), de Sean Penn, o 127 horas (2011), de Danny Boyle. Aquí también se trata de una historia real, escrita por su misma protagonista. Pero sin duda la particularidad de Wild es que esta experiencia extrema la vive una mujer, por lo que los sentidos que se abren –ante la soledad en la naturaleza, o el poder de un cuerpo desafiando sus propios límites– son otros. La película se inicia con una toma muy poco heroica, casi desde el pedregullo, donde se pueden ver las cumbres escarpadas y las ramas de los pinos más altos, en un día de sol. De fondo se escucha el jadeo doloroso de la protagonista que está llegando a la cima, donde se saca las botas de escalar que tanto la están lastimando. Tiene los pies ensangrentados y va a arrancarse una uña amoratada ahí mismo. La imagen –y el grito que emite– es perturbador, porque hay algo de la supuesta fragilidad del cuerpo femenino que está en juego en este personaje, aquí y a lo largo de toda la película: un cuerpo sobre el que parecen sentirse más fuertes los golpes, los magullones y uñas caídas, pero que a la vez, en su resistencia, revela un modo mucho más profundo de lucha. Justamente porque pone en duda las concepciones extendidas sobre lo que es duro y lo que es frágil. Y lo que la dureza de ese cuerpo puede significar.




“¿Qué clase de mujer eres?”, le pregunta un camionero que la lleva en un momento del trayecto. “¿Eres como Jane, la novia de Tarzán?” No parece fácil de explicar ser simplemente una mujer sola que decide fortalecerse en la naturaleza. “Eres la chica linda sola en el bosque”, le dice mirándola fijo otro excursionista, que toma cerveza y se aparece como un fantasma en las inmediaciones de su carpa, dándole un susto de muerte. La película –y la autobiografía– se cuidan de emitir un juicio sobre la vida de la protagonista; sin embargo, los hombres con los que eventualmente se cruza, no dejan de remarcarla. “Una chica sale sola de excursión y se lleva doce condones”, dice ella ante la mirada atónita de una especie de refugiero que la ayuda a reordenar su mochila. En esa imagen de mujer facetada, contradictoria y fuerte radica la novedad que aporta Wild a la saga de films de supervivencia. Mucho antes de estar en medio del PCT Cheryl le había dicho a una amiga: “Soy de las que dicen que sí, cuando otras dicen que no” y podría completarse: una mujer cuya positividad consiste en ir hacia su deseo, afirmar su libertad, aunque ésta sea nadar hasta el fondo del agua negra de su angustia y permanecer sumergida hasta casi quedarse sin aire, para luego salir a la superficie, lista para empezar de nuevo.




Wild está filmada con preferencia por la luz natural, volviendo más enceguecedor el mediodía, melancólica la tarde y, fundamentalmente, más rústica la imagen de los paisajes y la actriz. La cámara apenas se pierde por las estampas imponentes de Sierra Nevada, vuelve rápido a su seguimiento personal de la protagonista y sus devaneos mentales. Como si dijera: esto no es un folleto turístico filmado, es un film que adapta una autobiografía, vamos a respetar esa verdad. Va hacia adelante en el camino y hacia atrás en el recuerdo, con los oscuros flashbacks sobre su tour de force por la heroína y la enfermedad seguida de muerte de su madre, que golpean una y otra vez.

Y hay algo más en el planteo Wild que la hace interesante y la diferencia de otras películas de supervivencia: aquí no es alguien que vence las dificultades o triunfa por sobre el rigor de la naturaleza y en eso confirma su fortaleza; es al revés: una mujer que logra integrarse al ritmo que propone el desierto y a ese paso lento que le impone su mochila demencial –la de su vida, y en la que porta su equipo de camping– logra reinventarse, encontrar el poder que se escondía en algún punto de su interior. Y ésa era la razón por la que estaba ahí. El movimiento se demuestra andando, en esta película también y ésa era la búsqueda, ponerse en el camino de la belleza, como le decía su madre a Cheryl Strayed, un movimiento que no concluye sino que empieza recién cuando termina de recorrer el Sendero de la Cresta del Pacífico.

Extraido del diario Pagina 12, suplemento Radar, numero 963, 22/2/15

martes, 17 de marzo de 2015

Entrevista a Julio Chavez.

 "Tengo más dones para la plástica que para la actuación"

Entrevista. Brilla en teatro en el rol de un pintor torturado. Justamente, la pintura es su segunda vocación. Historia de una pasión subterránea.





 Por Miguel Frias


En el taller de pintura de Julio Chávez, un PH antiguo que alquiló a la vuelta del suyo, cerca de la placita Serrano, hay, además de los objetos lógicos de cualquier taller, un sillón y un banquito de plástico: únicos asientos a la vista. “Sentate vos en el sillón.” “No, sentate vos.” “No, sentate vos.” “No, sentate vos.” El diálogo entre el actor y el periodista, así de cortés y absurdo, se repite hasta que Chávez se sienta de prepo sobre el banquito, en gran estado físico, mate en mano, ropa negra, ojotas rojizas. Está muy suelto, sonriente, distendido: más o menos lo contrario de lo que uno intuía. Pero no hay que confiarse. En la charla va a lanzar: “Aun en la fiesta más amable, me gusta tener un rifle al lado”. Epa. Igual, no nos adelantemos ni nos expongamos al generalizado “ustedes los periodistas siempre sacan de contexto”, que suele ser cierto. Volvamos al tema que nos convoca: Chávez en su faceta de artista plástico.

“A los 22 años, cuando ya trabajaba de actor, comenté en una fiesta que quería estudiar pintura. Lo dije por decirlo; no había pensado en dedicarme a eso. Me recomendaron a Nora Dobarro, con la que estudié nueve años, hoy curadora de mi obra. Siete años después conocí a Elena Visñas, que me formó durante 12 o 13 años. Nora y Elena tenían miradas completamente distintas sobre las artes plásticas. Me nutrí de ambas. Me gustaban las dos: les era infiel, como un marido con dos casas. Produje obra y la expuse, por primera vez, en el ‘87. Te diría que la pintura y la actuación son elementos diferentes pero con el mismo erotismo. Si lo relacionamos con lo sexual, en las artes plásticas el polvo se te vuelve autónomo. Se te planta enfrente: podés observarlo, dar un paso atrás. En teatro estás demasiado pegado a lo que hacés, no tenés distancia”.

Por estos días, sus objetos del deseo se fusionan en Red, de John Logan, dirigida por Daniel Barone, en la que interpreta al pintor Mark Rothko. Bueh: no sólo interpreta. Chávez también aportó su mirada y sus ideas en esta suerte de reflexión sobre la condición humana y el sentido del arte. Red le sirvió para retomar la actividad. “Tuve una crisis fuerte en el 2005, 2006. Después de dos o tres exposiciones de pintura figurativa en la Recoleta, me corrí al objeto escultórico. Mostré lo que llamo mueblecitos inútiles en la galería Sonoridad Amarilla. La exposición era bastante importante y creo que buena. Pero sentí que el mundo de la pintura no simpatizaba conmigo. Y que yo no podía correrme del lugar del actor que pinta. Además, me estaba expandiendo mucho como actor. Así que tuve un cierre absoluto del taller y me quedé seis años sin mover un pincel, paralizado. Hace un par de años me di cuenta de que estaba hambriento de producción y apareció la posibilidad de Red. Entendí que en mi interior no había un estudiante de pintura sino un artista plástico.”




 ¿Qué más cambió para que volvieras a las artes plásticas?

Había adquirido mayor autonomía actoral. Sentía una menor necesidad de que la mirada del otro me aprobara. Después de esa exposición, me había quedado enojado. Tenía cierta voracidad de ser aceptado, pero como tuve muchos mimos actorales en la última década, mucha benevolencia, algo se tranquilizó en mí y me permitió que apareciera una nueva necesidad expresiva con lo pictórico, ya no en términos de una guerra con el medio de la pintura; guerra que no tenía y no tiene sentido. Hoy creo que tengo más dones para el mundo de la plástica que para el de la actuación.

¿Los “mueblecitos inútiles” tienen algo que ver con el oficio de tu viejo, que era carpintero?

Mucho. Ahora que tengo mi primer taller de plástica, estoy rodeado de herramientas que eran de él. Me considero muy torpe, muy tosco; empecé el industrial y me tuve que ir porque era un desastre. Todo me salía torcido, como a mi padre, que era un pésimo carpintero. A sus muebles siempre les faltaba algo para estar derechos, siempre algo venía fallado. Mi padre ocultaba las deficiencias y yo pensaba que sus clientes lo iban a matar cuando se dieran cuenta; algunos llamaban insultando. Ahí en lo que mi padre fallaba encontré una expresión. Me gusta trabajar con lo que parece que no se va a sostener. Como dice Cioran: sostenerse en lo inconsistente. Mi padre, que era un hombre inconsistente, está presente en mí, en lo que hago. Cada vez tengo mis manos más parecidas a las de él: me impresiona notarlo al tomar una herramienta.

Te sentís vulnerable ante la mirada ajena, pero elegís actividades de alta exposición. ¿Por qué?

Viste cómo somos de contradictorios, ¿no? Es parte de la batalla. Soy vulnerable. Pero, si bien pueden partirme con bastante facilidad, también tengo mi lado de fortaleza. Me apasiona la astrología. Soy de Cáncer, que es bien metido para adentro. La casa, el hogar, la familia. Un maestro mío de astrología me explicó cosas sobre mi signo. Me habló de una pequeña tribu alrededor de una fogata, en un bosque oscuro e inhóspito, con una abuela que cuenta una historia y todos se sienten protegidos. Tengo ascendente en Leo, y el leonino es el que se sale de la tribu con el escudo de la familia para mostrarle al mundo quién es.

En pintura, la mera palabra “exposición” suena fuerte...

Sí. Es complejo. Como dice Rothko en Red: una obra vive cuando es mostrada y muere también en ese instante. En mis clases hablamos sobre el modo en que relegamos nuestra mirada sobre el mundo para, supuestamente, buscar armonía con ese mundo. Es un problema muy grande y fascinante: esa contradicción de que me importe lo que otros miran y al mismo tiempo tener que cagarme en lo que ven. Hay personas que tienen enorme talento, pero no la fortaleza para bancarse las tempestades del afuera. Van contentos a un taller de pintura, con la tela en blanco, pero a la primera pincelada ya están metidos en el problema. Algunos entran en la batalla; otros, al primer soldado caído dicen no quiero. Yo, en teatro, tuve la suerte de haberlo tenido a Agustín Alezzo antes que a Augusto Fernandes. La mirada tierna de Alezzo me dio confianza. Sin ella no hubiera resistido la mirada de Fernandes. Cuando Fernandes me agarró, yo tenía 26 o 27 años, ya tenía las pelotas para encarar el problema.





¿Qué sentís ante esos artistas a los que no les importa la mirada ajena?

Admiración. Sobre todo si no les resulta indiferente su voz. Les tengo respeto y envidia a los que están en comunión con su sonido y construyen casi sin interferencias. Soy un trabajador y paso que doy, paso en que se me aparece la mirada del otro. Tengo que estar todo el tiempo limpiando mi camino. Es una batalla. Pero me construyo en el interior de esa batalla. Además, ya no sé muy bien qué es “mirada ajena”: si me afecta ya no es ajena. Formo parte de la generación del psicoanálisis: mambo del otro, vos no tenés que sentir culpa, no te hagas cargo, que cada uno se haga cargo. Pero estoy en un punto en que ya no sé muy bien qué es el problema del otro.

Ya que hablás de psicoanálisis, ¿por qué firmabas tus pinturas como Julio Hirsch, tu verdadero nombre, y ahora firmás Julio Hirsch Chávez?

En los ‘70, cuando empecé, era muy común cambiar de nombre. En el conservatorio, cada uno decía cómo iba a llamarse. Además, el Julio Hirsch siempre me dio trabajo. Imaginate en el colegio: Gómez, Fernández, Díaz, Hich, Hitch, Hirsh. Siempre había algo de diferenciación, y se ve que yo estaba con necesidad de escaparme de cierta condena histórica. Le pregunté a mi padre si tenía inconveniente con que me cambiara el apellido. Me dijo que no. Entonces pensé en ponerme Jabes, el apellido de mi madre. Pero mi primera película fue No toquen a la nena y Juan José Jusid me explicó que Julio Jabes tenía muchas jotas. No sé con qué autoridad, si él era JJJ (ríe). Así que quedó Chávez.

Pero en las artes plásticas ahora pasaste de Hirsch a Hirsch Chávez.

Cuando empecé a pintar, me pareció que el Hirsch iba a diferenciarme de mi trabajo como actor. Pero ahora produje un matrimonio y pasé al Julio Hirsch Chávez. Los demás tienen una tendencia a eliminar el Hirsch porque Chávez tiene más popularidad. Ahí ya no me meto, me quedo con el Julio Hirsch Chávez, que une y deja de diferenciar. ¿Quién hace Red? ¿Chávez o Hirsch? Los dos. Si no hubiera estado en el problema de la pintura no podría hacer Red.

Algunos se acercarán a tus exposiciones por la admiración que te tienen como actor. ¿Qué te provoca?

Lo entiendo. En la actuación se establece algo más de tribu, se crean íconos. ¿Qué voy a decirle a quien se me acerca desde ese lugar? ¿Que desearía que se pusiera más en contacto con mi pintura? También pasa al revés. Hay personas que, para no quedar como cholulas, me hablan de pintura sin mencionar nada de mi trabajo como actor. Otras vienen a las exposiciones para ver si me encuentran, para sacarse una foto conmigo. Creo que uno no debe meterse mucho con el espectador; hay que dejarlo hacer su viaje solo.

Mencionaste tu popularidad de los últimos años. Hace poco más de una década hablaban de vos como una revelación y ya llevabas una larga y notable carrera en teatro...

Es verdad. ¿Sabés? Siempre, y en este sentido también me parezco a mi padre, hay alguna fallita que hace que mis estantes no lleguen a estar completos. Eso me gusta. Me gusta no terminar de estar completo. Soy una carenciado. Agradezco esa carencia y la falta de resentimiento. Porque a veces la carencia resiente y eso es un problema. Pero, cuando sentís carencia y fe en tu capacidad de lucha, se forma un buen matrimonio.

Hoy el desajuste podría ser cierta indulgencia hacia vos, la idea de que cualquier cosa que hacés está bien...

Por suerte no es así. Recibo muchos halagos y algunos bifes, que muchas veces me sirven. Soy muy guerrero. Aun en la fiesta más amable me gusta tener el rifle al lado. Estoy tratando de cumplir con algunos temas de la existencia. Uno es cómo se puede vivir dejando de ser tan guerrero: además de guerrero, soy ambicioso. Y mi ambición me dice que ser guerrero no es buen negocio.

Te imagino muy obsesivo, ¿no?

Voy al teatro dos horas y media antes de cada función de Red y paso la obra entera. Veo que las acomodadoras me miran con cara de “este tipo está enfermo, las 5 y media de la tarde de un lindo domingo y él acá, ensayando”. Yo mismo tengo una voz que me dice “podrías evitar esto” y otra que me dice “no señor, la batalla es grande”. Podría ir a cada función como a una fiesta. Llegar una hora antes. Pero me gusta tener al lado la bayoneta, veo todo como una batalla. Aunque, volviendo a la pintura, estoy construyendo desde la no preocupación, me permito signos menos cargados de lo que es mi naturaleza: el exceso de preocupación. Pero, a veces, en busca de la despreocupación uno se termina encamando con la desidia. Y tampoco quiero eso.


Extraído de http://www.clarin.com/viva/revista_Viva-Julio_Chavez_0_1308469354.html

martes, 3 de marzo de 2015

Sobre "Los muertos" de John Huston.

UNA DRAMATURGA ELIGE SU PELICULA FAVORITA. CARLA MALIANDI Y LOS MUERTOS, DE JOHN HUSTON.
 

Por Carla Maliandi*

Hace muchos años mi mamá me regaló una edición de Dublineses, de Joyce, con la especial recomendación de que leyera el último cuento del libro: “Los muertos”. Lo empecé y lo dejé varias veces, algunos problemas me tenían más distraída que de costumbre en esa época. Estaba enamorada, había empezado la facultad y mi familia estaba por mudarse a Mar del Plata. Yo, que ese año iba a cumplir diecinueve, tenía algo claro: no me iba a mudar con mis padres. Hubo discusiones con gritos y algunas lágrimas, pero finalmente mi familia apoyó la decisión de quedarme en Buenos Aires.
 
En un momento más sereno retomé la lectura del cuento y en alguna visita a Mar del Plata lo comenté con mi mamá. A ella le intrigaban sobre todo las tías de Gabriel Conroy, el protagonista de la historia. Le gustaba la forma en que fantaseaban sobre el continente, ese lugar donde sucedían las cosas importantes, no como en la Dublín olvidada y solitaria donde les había tocado hacer su vida. La sola evocación del continente las hacía suspirar con la nostalgia infinita de lo que nunca se tuvo ni se tendrá. Yo recordaba sobre todo a la esposa de Gabriel, Gretta (que en la película es interpretada por Anjelica Huston). Es el final de una fiesta cuando queda estupefacta al escuchar una canción que le trae el recuerdo de su primer amor, un noviecito que ha muerto muy joven por esperarla largas horas bajo la nieve. De pronto su recuerdo la toma por completo y al llegar donde se hospedan le confiesa a su marido, entre extraviada y adormecida, que la remuerde la culpa, que no hubo ni habrá un amor igual a ese de su juventud. A mí no se me había muerto ningún novio, pero ya sabía cómo era llorar por el fin de un amor hasta quedar dormida.

Cuando más tarde vi la película de John Huston, recordé el cuento entero con sus procesos narrativos y el momento en que me tocó leerlo. Y toda aquella mudanza o éxodo colosal de mi familia. En ese recuerdo yo aparezco zambullida en un mar de papeles dentro del escritorio de mi papá, preguntándole a los gritos por qué guarda monografías de alumnos de la década del 60. El escritorio es sólo un ambiente más. Hay cosas por todos los rincones de la casa, chiquitas, grandes, frágiles, antiguas, cachadas, insólitas, casi ninguna de valor en dinero pero todas cargadas de historia y de emociones intransferibles a otros objetos. Yo finjo ante mi papá querer tirar todo y agilizar la tarea, pero cada cosa que aparece me fascina. Y cuando algún amigo se acerca a ayudarnos y sugiere deshacernos de lo que es en apariencia inservible, soy yo quien da la orden en voz baja: acá no se tira nada. Embalar todo eso fue el milagro de una voluntad misteriosa, tal vez nacida de las mismas cosas envueltas. La mayoría de esas cosas hoy sigue conviviendo con mis papás y aparece de pronto como si el tiempo no existiera, como si todas las casas en las que han vivido fueran la misma casa.

En “Los muertos” vemos el transcurso de una celebración familiar. No importa que sea en Dublín, que las mujeres usen vestidos largos, que nieve y que los personajes lleguen en carruaje. En Mar del Plata, cuando festejamos Navidad o Año Nuevo, hace calor y los turistas chancletean sus ojotas por la peatonal. Para llegar tengo que atravesar las terminales de ómnibus atestadas de gente. Pero se siente parecido. Siempre hay un momento de enojo o de malhumor, de algo que sale mal, un fastidio que sólo pueden provocar las familias y que no sabría explicar bien pese a los años de psicoanálisis. Después eso pasa. Se busca el mantel de fiesta, se sacan las copas de la vitrina, se apretujan las sillas alrededor de la mesa y se festeja en serio.

Hay una escena de la película que ahora me impresiona más. En plena fiesta la cámara se detiene sobre algunos objetos repartidos por la casa de las viejas tías de Gabriel Conroy. Esas cosas, que posiblemente sólo tengan valor para las dueñas de casa, seguirán estando cuando ellas mueran y ya nadie sabrá encontrarles sentido. Es devastador, pero la mirada de Huston lo convierte también en algo hermoso.

Sé poco y nada sobre la carrera de John Huston y escribo esto en pleno enero, de vacaciones en medio de las sierras, casi sin conexión a Internet. No dudo de que habrá suficiente información escrita sobre la película y la historia de su filmación, pero como no puedo acceder a ella me la voy a imaginar. Sé que Huston estaba enfermo durante el rodaje y que pasó esos días trabajando junto a su hija. Imagino que a Anjelica le habrá costado un gran esfuerzo concentrarse viendo a su padre mover la silla de ruedas entre sondas que le entraban y salían del cuerpo. Una locura. Un acto de valentía y libertad. En un diálogo imaginario John felicita a Anjelica; su majestuosa presencia escénica permitió otra toma perfecta; ella le pide que no se esfuerce, que se tire a dormir una siesta, que no se olvide de tomar el remedio de la tarde.

Huston, Joyce, los objetos insignificantes que cargamos, más perdurables que nosotros, todo nos recuerda sin maldad que vamos a morir, que los que más queremos se irán también y que los que ya murieron todavía nos acompañan, nos enojan, nos enamoran, nos dejan solos. No existe un mundo de los vivos y un mundo de los muertos, la nieve cae encima de todos por igual.

John Huston murió dos días antes del estreno y dejó, entre otras cosas, una película preciosa.
Había llegado a una edad envidiable, lleno de afecto, de respeto por su trabajo y con ganas de seguir viviendo. En este mundo tan injusto todo eso es un feliz privilegio. Anjelica debe extrañarlo como loca.

 

*Sobre Carla Maliandi

Hija de padres argentinos, nació en Venezuela en 1976. Es dramaturga, directora, investigadora y docente. Es parte del colectivo autoral Rioplatensas, con el que realiza la publicación periódica que lleva ese nombre y los encuentros performáticos en la Biblioteca Nacional y autora, junto a este grupo –que integran también Aldana Cal y Bibiana Ricciardi– del programa televisivo Rioplatensas, interpretado por la actriz Cristina Banegas. Junto a Pablo García escribió y dirige La tercera posición, interpretada por Eduardo Iacono y Anahí Pankonin, que puede verse en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960, los jueves a las 21.
 



Extraído del diario Pagina 12, Suplemento Radar, número 963, 22/2/15