El primer intento tuvo a Omar Sharif de barba y a Jack Palance haciendo de Fidel. Un comienzo malo para una mala relación.
Por Luciano Monteagudo
Pobre el Che. Nunca tuvo mucha suerte con el cine. Pareciera como si su estatura –eminentemente cinematográfica: héroe de acción, idealista, justiciero, revolucionario– hubiera inhibido toda ficción alrededor de su figura. Al no poder construir un personaje más grande que aquel que el propio Guevara hizo de sí mismo, el cine cayó en su propia trampa y no hizo sino empequeñecerlo, una y otra vez. Y muchas veces –sin malicia, por pura torpeza– ridiculizarlo.
Es el caso de ¡Che! (1969), de Richard Fleischer, producida en Hollywood en pleno fervor revolucionario, cuando los barbudos cubanos parecían capaces de atraer la curiosidad de un público masivo que sólo los conocía a través de las fotos de los diarios. Error. La película fue un fracaso, seguramente porque nadie se creyó que el egipcio Omar Sharif, hablando en inglés, podía ser el Che, y mucho menos que Jack Palance, por más que fumara habanos y vistiera uniforme de fajina, podía encarnar a Fidel Castro. Casi tan absurdo, si no más, fue el Che de Antonio Banderas en Evita (1996), de Alan Parker. La ópera-rock de Andrew Lloyd Weber ya daba una visión deformada por el show-business de Broadway de esos dos mitos argentinos y la versión cinematográfica –filmada en parte en la Casa Rosada, durante la fiebre farandulera del menemato– no hizo sino profundizar el disparate.
En un comienzo, la coproducción cubano-argentina Hasta la victoria siempre (1997), dirigida por Juan Carlos Desanzo, debió haber sido una reflexión no sólo sobre la figura de Guevara sino también sobre la violencia como herramienta política, pero el guión original de José Pablo Feinmann contenía demasiados claroscuros para el politburó de La Habana y la película, con un nuevo guionista, terminó siendo una hagiografía del Che, una estampita del Granma.
Sin caer en esos simplismos, algo de eso tenía también Diarios de motocicleta (2004), la superproducción internacional dirigida por el brasileño Walter Salles y protagonizada por el mexicano Gael García Bernal como el joven Ernesto, que en 1952 inició junto a su amigo de toda la vida Alberto Granado su primer viaje por América latina, un recorrido iniciático por un continente que ya nunca dejaría de ser suyo. Por momentos, el film de Salles avanza y respira en concordancia con la juventud de su pareja protagónica, como si tratara de materializar aquel presente que el propio Guevara describe de manera tan cinematográfica: “Todo lo trascendente de nuestra empresa se nos escapaba en ese momento, sólo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte”. En otros, Diarios de motocicleta se vuelve quizás excesivamente paisajista, como si se dejara deslumbrar por la fastuosa fotografía del francés Eric Gautier. Y hacia el final, cuando los personajes llegan al leprosario de San Pablo, la película se hace discursiva, enfática, aun sin necesidad de recurrir a las palabras, cargando demasiado el acento en el episodio del cruce del río, cuando Ernesto pone en riesgo su vida para compartir su felicidad con los enfermos, una metáfora de su primera transformación en el Che.
Desde el campo del documental, este viaje y el siguiente por América latina ya había sido filmado por Miguel Pereira en Che... Ernesto (1998), una road-movie con el Atlas del Che como único guión, haciendo un relevamiento topográfico de los lugares que fue atravesando Guevara en su recorrido americano, desde Buenos Aires hasta Veracruz, en México, con un legendario militante político, Envar “Cacho” El Kadri, como cicerone. Se trataba de hacer una película sobre el Che sin utilizar la imagen del Che, evitando todo el trajinado material de archivo, algo que por otra parte ya había hecho antes el documentalista suizo Richard Dindo en la notable Ernesto Che Guevara, diario de Bolivia (1994). En este sentido, el documental y el film-ensayo siempre lograron estar más a la altura del personaje. Es el caso de El día que me quieras (1997), de Leandro Katz. Argentino largamente radicado en Nueva York, con un pie en el cine experimental y otro en las artes plásticas, Katz consiguió una estupenda reflexión sobre la deificación del Che a partir de la famosa foto del boliviano Freddy Alborta de Guevara ya muerto, en la escuelita de Vallegrande, rodeado de militares que observan orgullosos su cadáver, como en La lección de anatomía, de Rembrandt.
Por su parte, el documental sueco Sacrificio. ¿Quién traicionó al Che Guevara? (2001) supo rescatar de las sombras la figura del mendocino Ciro Bustos, aportó datos concluyentes para levantar el estigma que pesaba sobre él y dirigió el dedo acusador hacia quien hasta entonces aparecía como el héroe mediático de aquellos días de sangre y fuego: el intelectual francés Régis Debray.
Ahora, a 40 años de su muerte, Hollywood, como en el primer comienzo, vuelve a encender la antorcha del Che. El prolífico Steven Soderbergh, director de la saga Ocean 11, prepara no una sino dos películas sobre Guevara, protagonizadas por Benicio del Toro y tituladas respectivamente El argentino y Guerrilla. Por su parte, el reclusivo Terence Malick, que suele invertir varios años en cada uno de sus proyectos (La delgada línea roja le insumió casi una década) sigue escribiendo obsesivamente el guión de Che, aparentemente inspirado en su propia experiencia como periodista, cuando cubrió la campaña de Guevara en Bolivia. Habrá que ver si su talento es suficiente para remontar la sombra de tantos fracasos.
Luciano Monteagudo
Fuente: Diario "Página/12", Buenos Aires, Argentina, 07/10/07
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