Padre del nuevo cine alemán, más que una vida de cineasta, Fassbinder encarnó la intensidad de una estrella del rock. En películas que conservan increíble frescura e insólito vigor, retrató el infierno de una sociedad que asesina a los débiles en cada mundo privado. A poco de cumplirse 25 años de su temprana muerte, auspiciada por la cocaína, un ciclo en el Instituto Goethe recupera algunos de sus filmes capitales y propone relecturas de su poética. Aquí, un análisis de su obra y legado, y una entrevista con Thomas Elsaesser, el mayor especialista en su cinematografía, quien participará el martes de una mesa debate.
Por Quintín
Cuando en 1992 se cumplieron diez años de la muerte de Fassbinder, un crítico tituló su nota de homenaje como si fuera una pancarta: "Extrañamos a Rainer". La razón de que la falta se hiciera sentir tanto entonces era que no había nada semejante a él en el cine de esos días. Fassbinder había sido el más original, el más prolífico y el más radical de los cineastas de una generación que fue también la más importante del cine alemán de posguerra. A partir del manifiesto de Oberhausen de 1962, en el que 26 jóvenes directores se propusieron crear un nuevo cine "liberado de las convenciones de la industria establecida", la cinematografía alemana había renacido hasta alcanzar visibilidad y estatura internacional. Pero en 1992 había vuelto a sumergirse en la chatura y el conformismo, cuando no en la marginalidad. Eran los años más oscuros de Herzog, mientras que Wenders había iniciado una declinación aparentemente irreversible. Si en ese momento se miraba hacia atrás, la dimensión de Fassbinder y el escándalo de su ausencia no podían sino parecer gigantescos.
Es que Fassbinder fue una fuerza de la naturaleza con pocos equivalentes en la historia del cine. Su carrera duró apenas trece años, pero en ese lapso filmó 41 películas que, más allá de los desniveles de estilo y calidad, tienen una unidad notable. Muchos directores dejan una filmografía; Fassbinder, como los más grandes, dejó una obra. Pero su singularidad no se agota allí. Fue productor, guionista, fotógrafo, montajista, compositor, director de arte, actor pero, sobre todo, el jefe de una familia (más que de una empresa) cinematográfica que le permitió también revolucionar el modo de producción y hacer películas por poco dinero y en muy poco tiempo. Basta pensar que los jóvenes cineastas "independientes" de hoy —en Alemania o en la Argentina— pasan varios años juntando el dinero de su próxima película (como ocurría hace tres décadas) para entender la eficacia y la actualidad de su método de trabajo.
La formación de Fassbinder fue todo menos académica. En lo formal, abandonó la escuela secundaria a los 15 años y la Escuela de Cine de Berlín le rechazó su solicitud de ingreso. Su educación fueron las (muchas) películas de Hollywood que vio en la adolescencia y el teatro de vanguardia, en el que empezó a trabajar, a escribir y a dirigir desde muy joven. Así, Fassbinder fue walshiano y brechtiano, aunque lo último fue siempre más evidente que lo primero (solía utilizar el seudónimo "Franz Walsh" para firmar su trabajo como montajista). Sus características más salientes como cineasta fueron la increíble intensidad de sus películas y el hecho de que estas conformen una red, una estructura en la que todas están de algún modo articuladas. Entrar por cualquier parte en la producción de Fassbinder es descubrir un planeta con sus leyes y su geografía pero, a diferencia de otros creadores de universos artísticos, el suyo no es una fantasía sino que se superpone con el que conocemos, salvo que tiene otro peso emocional y otra velocidad.
La velocidad fue lo que mató a Fassbinder el 10 de junio de 1982, a los 37 años, de una sobredosis de cocaína cuando ya no podía parar de consumir pero, sobre todo, de filmar. Su mayor adicción fue el trabajo y esta arrastró a todos los que estuvieron cerca, dejando un tendal de tragedias personales entre sus actores, amantes y colaboradores. Abusivo en el amor y en el rodaje, pero abusado a su vez por su madre, personaje monstruoso que bajo el nombre de Lilo Pempeit trabajó también en sus filmes, el vértigo de su vida sólo es comparable al de las estrellas de rock de la década anterior. Más que una vida de cineasta, Fassbinder parece haber encarnado el destino de Janis Joplin o de Jimmy Hendrix.
Denunciar la infelicidad
Coincidentemente, la desesperación estaba en cada uno de sus fotogramas. No hay una escena de su obra que no esté marcada por la angustia. Aunque el humor negro atraviesa su cine y hasta pueden detectarse en él algunos grandes momentos de comedia, Fassbinder sólo filmó la muerte o, mejor dicho, la muerte en vida, el infierno de una sociedad que asesina a los débiles en cada mundo privado. Lo hizo, además, sin coartadas ideológicas y sin concesiones a la opinión bienpensante. Su crítica al poder del más fuerte incluyó la hipocresía de la izquierda y de los grupos revolucionarios en películas como El viaje a la felicidad de mamá Kusters o La tercera generación. Supo ver que la explotación capitalista y su correlato de desigualdad entre los individuos se trasladaba también a los círculos homosexuales, como en Fox y sus amigos o en Un año con trece lunas. Es que el cine de Fassbinder es una denuncia a escala gigantesca de la infelicidad que la sociedad produce en hombres y mujeres, alemanes o inmigrantes, padres de familia o transexuales, actrices o carniceros. Sus filmes son una interminable colección de situaciones opresivas y tragedias individuales que afectan a los lúmpenes adolescentes de sus primeros filmes como El amor es más frío que la muerte, a las mujeres maduras de los últimos como María Braun, a los pequeñoburgueses atrapados en la familia (Sólo quiero que me amen), a las heroínas de sus dramas históricos como Effie Briest.
Los filmes de Fassbinder parten de materiales absolutamente diversos: el teatro experimental en Katzelmacher, los melodramas inspirados en Douglas Sirk como La angustia corroe el alma, la adaptación de escritores famosos en Desesperación (Nabokov), Nora Helmer (Ibsen) o Querelle (Genet), las historias de la Alemania Federal de posguerra como La ansiedad de Veronika Voss o El matrimonio de María Braun, los hechos policiales reales como La libertad en Bremen o ficticios como El soldado americano, la referencia autocrítica al mundo del cine como Atención a esa santa puta o a las miserias de los propios artistas como en El asado de Satán, la ucronía como en El viaje a Nicklashausen y hasta la ciencia ficción como en El mundo en el alambre. Fassbinder filmó películas baratísimas como La locura del señor R, o millonarias como Lili Marleen. Produjo con sus propios recursos, para la televisión y para grandes empresas; su estilo visual fue más bien sencillo durante la primera parte de su carrera y cada vez más complicado hacia el final, con experimentos en el color, sofisticados planos secuencia, encuadres a través de marcos y reflexiones en el espejo. Trabajó con actores famosos como Dirk Bogarde o Jeanne Moreau, con grandes talentos descubiertos por él mismo como Hanna Schygulla, Barbara Sukova o Kurt Raab, o improvisó a sus amantes, amigos, familiares y técnicos (y muchas veces a sí mismo) frente a la cámara. De todos, amateurs y profesionales, obtuvo una performance notable y una presencia inolvidable en la pantalla. La consistencia de la mirada de Fassbinder se mantuvo a través de los cambios estéticos, temáticos y productivos.
Su originalidad alcanzó con el tiempo una dimensión distinta. Fassbinder partió de las circunstancias y las historias de vida más próximas a las suyas y se fue alejando hacia las más remotas, pero uno de sus mayores rasgos de genio fue comprender que no había distancia entre la intimidad y el espacio público y que el secreto de tantas desgracias, de tanta crueldad social e incluso del aniquilador mercantilismo que dejaba indefensos a los individuos estaba íntimamente ligado a la Historia. Y que sólo el arte podía desentrañarla. En ese camino, Fassbinder partió de la soledad y el dolor de sus contemporáneos para remontarse primero a los años de la Alemania de Adenauer con su reconstrucción económica al precio del silencio y el disimulo, hasta llegar a enfrentarse finalmente con el período del surgimiento del nazismo. Toda su obra se resignifica cuando las calamidades históricas convergen con las privadas y esa decisión se concentra de algún modo en los catorce capítulos de la serie televisiva Berlin Alexanderplatz basada en la novela de Alfred Döblin (que, de paso, prueba que una obra maestra del cine no tiene por qué ser una película en sentido estricto). Si se quiere representar el grado de radicalidad de la decisión de Fassbinder, hay que pensar que su colega Wim Wenders intentó, a partir de Las alas del deseo, mostrar una Alemania reconciliada con los fantasmas de su pasado, mientras que Fassbinder siempre supo que mantener abiertas las heridas era la única esperanza de un futuro.
Un caso irrepetible
El increíble esfuerzo de Berlin Alexanderplatz (1980) marcó también un límite para Fassbinder. Sus películas posteriores mostraron, más que una declinación, a un cineasta que empezaba a ser cooptado, que no podía desprenderse fácilmente de los mecanismos de la fama y la publicidad, que empezaba a hacer lo que se esperaba de él. Su reciente condición de director célebre le restaba libertad. Con su habitual lucidez advertía que, en adelante, se iba a parecer a la protagonista de Lola, la prostituta que hace feliz a todo el mundo. Godard diría de él: "¿Cómo no iba a morir joven si él solo hizo el Nuevo Cine Alemán?" Tal vez la obra de Fassbinder fuera tan colosal que le quedaba solamente comenzar a repetirse como una caricatura o una parodia de su período más creativo. Es que este titán del cine tampoco pudo con el sistema.
Si a diez años de su muerte el panorama cinematográfico mostraba cuán imprescindible había sido su presencia, cuando han pasado veinticinco hemos dejado de extrañarlo porque la evolución del mundo y del cine nos convencen de que un caso como el de Fassbinder es irrepetible. La figura del cineasta maldito, de la estrella incandescente, del artista bohemio consumido por su pasión pertenecen a otra época y no a la de un cine mundial más disciplinado y profesional, de directores integrados y previsibles. La imagen romántica de Fassbinder, con su campera y sus anteojos negros, se ha fijado en cambio como un ícono y una leyenda. Pertenece cada vez más a un espacio habitado por personajes como el Che Guevara o Jim Morrison, la galería de la revolución soñada e imposible.
El legado de Fassbinder es la increíble frescura, el insólito vigor que conservan sus películas, mucho más que su influencia. Esta ha sido relativa, aunque sea de buen tono nombrarlo cuando la intimidad se muestra con un tono sórdido. A veces, cuando un cineasta comparte con él la homosexualidad y el melodrama, se lo señala como un heredero. Almodóvar es un ejemplo de esa confusión, con un cine que no tiene relación alguna con la política ni con la historia y que navega las tranquilas aguas de la nostalgia, la integración de las minorías sexuales y la corrección política. O Fran ois Ozon, que le declara su admiración y ha llevado a la pantalla una de sus obras de teatro, pero como parte de una filmografía completamente light y pasteurizada. Por otra parte, cuando una película aislada roza el universo de Fassbinder, suele ahuyentar al público y a la crítica. Así, por ejemplo, el fracaso de Lejos del paraíso, la remake de Todd Haynes de un clásico de Sirk. Así, también, el estruendoso abucheo a Nightsongs de Romuald Karmakar, el único de los cineastas alemanes recientes que tiene algo genuinamente fassbinderiano. Pero existe hoy, otra vez, un nuevo grupo de directores alemanes que, sin constituir precisamente un movimiento, se proponen como en 1962 hacer un cine "liberado de las convenciones de la industria establecida". Nombres como Karmakar, pero también como Ulrich Köhler, Valeska Grisebach, Henner Winckler, Maren Ade, Angela Shanelec y Christoph Hochhäusler, no tienen una filiación fassbinderiana y acaso, como suele ocurrir en situaciones semejantes, quieren desprenderse de su influencia. Sin embargo, la audacia y la convicción artística de Rainer Fassbinder serán el mejor ejemplo del que pueden disponer en su carrera.
Fuente: Revista "Ñ", 26/05/07
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