Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

domingo, 8 de julio de 2007

El cielo sobre Berlín















En 1930, Josef von Sternberg filmó la primera película sonora alemana, El ángel azul, y allí conoció a su musa, Marlene Dietrich. A ella la convirtió en un icono pansexual, y a su trabajo juntos, siete películas en total, en uno de los tramos más excéntricos, legendarios y barrocos de la historia del cine.


Por Hugo Salas
En 1930, un joven director de origen austríaco, que había tenido tantos éxitos como fracasos en Hollywood, se traslada a Berlín para dirigir la primera película alemana sonora. Josef von Sternberg (Jonas Sternberg, en los papeles) conoce así a una actriz de singular belleza, Marlene Dietrich, que habría de convertirse en la estrella de sus siete películas fundamentales: El ángel azul, Marruecos (1930), Fatalidad (1931), La Venus rubia (1932), El expreso de Shangai (1932), Capricho imperial (1934) y Tu nombre es tentación (1935). Extremas, barrocas, ostentosas, densas, el adjetivo que las define viene inmediatamente a la mente a poco de verlas: son una mariconada, una gloriosa, sublime y fatal mariconada, apreciación que la crítica viene intentando eludir desde los años ‘50, cuando comenzó a rehabilitarlas, ya sea por pudor o por prejuicio (el pudor de aceptar que un señor tan casado y heterosexual pueda mandarse, de vez en cuando o sistemáticamente, mariconadas, o el prejuicio de considerar a toda mariconada algo carente de valor, inferior o débil en sí mismo). Trascendidos estos pruritos, la denominación les viene a estas películas como anillo al dedo, un delicado anillo de oro minuciosamente labrado, en cuyo engarce se asientan siete brillantes.No es casual, de todos modos. La ambigüedad desborda en cada una de ellas, estableciendo de manera definitiva a Marlene Dietrich como el ícono pansexual (más que bisexual) de la historia del cine, frente a galanes cada vez más impotentes, pusilánimes y sometidos, como si todas las miradas –masculinas y femeninas, sin importar su orientación sexual– debieran posarse en un único objeto de interés, control que se extiende a todos los demás terrenos. Sumergirse hoy en cualquiera de estas películas (aunque un poco menos en el caso de El ángel azul, la primera de la serie) es una experiencia fastuosa y extenuante. La composición del plano es minuciosa, recargada, sujeta a un grado de control tal que, como buen ritual obsesivo, parece destinada a conjurar la existencia de un fuera de cuadro, de algo más allá de la pantalla. El dominio se extiende también a la luz, la música e incluso la gestualidad y los movimientos de los actores (a quienes el maestro consideraba “marionetas”), maníaca necesidad que lleva a Von Sternberg, hacia el fin de su carrera, a filmar en Japón (donde transcurre) La saga de Anatahan por afán de autenticidad... ¡en una isla enteramente reconstruida en estudios! Blindadas así del exterior, sus películas buscan erigirse como una unidad cerrada, absoluta, autonomía total de la obra que debe mucho a las nociones postrománticas de l’art pour l’art.
Extravagancias de un plebeyo
Ocurre que, en parte, sus desdeñosos contemporáneos acertaban al tildarlo de decadente. El cine de Von Sternberg es, en realidad, decadentista, en el mismo sentido en que lo es la literatura de Oscar Wilde. Tanto lo alambicadamente recargado de sus imágenes como el crispado control visual remedan, en el ámbito de la imagen, las mismas críticas que, a fines del siglo XIX, se le hicieran al teatro de Wilde en cuanto a su manejo de la lengua (vale decir, que las tiradas de sus personajes eran largas, exageradamente ingeniosas y que, finalmente, todos hablaban un mismo idioma: el suyo). Von Sternberg comparte con su ilustre predecesor, además, la contradicción entre la serena conciencia de la importancia que, tras la revolución burguesa, ha cobrado el público como mercado y el absoluto desprecio que, desde una concepción del artista como aristócrata, manifiestan por el mismo en tanto “multitud” incapaz de apreciar sutilezas sólo evidentes al genio.Varias similitudes más podrían señalarse entre ambos (sobre todo en lo que respecta al uso y abuso de lo histórico y lo exótico), sin dejar de advertir una distancia que quizá constituya el núcleo mismo de la paradoja y el encanto de Von Sternberg. A diferencia de Wilde, un verdadero dandy, su paralelo cinematográfico era el hijo de un obrero inmigrante sumergido en la pobreza, que no sólo careció de una educación de primer nivel (con su por entonces tan “fundamental” –en términos de clase– acceso a la cultura grecolatina), sino que ni siquiera pudo terminar sus estudios, amén de criarse y luego desarrollar su carrera en el menos aristocrático de los países, Estados Unidos, que por aquel entonces (y hasta fines de la II Guerra Mundial) seguía siendo considerado en términos de todo lo que le faltaba para ser Europa (a la manera de la célebre e injuriosa lista que Henry James incluyera en su ensayo sobre Hawthorne).Del mismo modo que hizo de cada uno de sus actores marionetas, llegando en el caso extremo de Marlene a diseñarla hasta el más mínimo detalle (imprimiéndole un estilo que habría de ser “su sello” por el resto de su carrera), Sternberg debió proceder consigo mismo, desde ese “von” agregado para explotar una ascendencia austrohúngara que no traía consigo más patrimonio que la miseria del inmigrante, hasta la decisión final de retirarse para estudiar “antropología”, según le gustaba decir. Quizá su máxima dificultad haya sido intentar una práctica artística basada en postulados tan sublimes, tan sutiles, en un medio todavía tan bestial, tan primario, como el cine de aquel entonces, que mal podía tolerar las frecuentes exageraciones y digresiones (mariconadas, bah) que su “estilo” le infligía a la trama. Como fuera, su tozuda extravagancia nos ha legado algunos de los mejores metros de celuloide jamás filmados, varias de las más osadas escenas y una de las imágenes más potentes del siglo XX: Marlene Dietrich, tal cual Von Sternberg la reinventara.

Fuente: Suplemento Radar, Diario "Pàgina/12", 27/05/07








No hay comentarios:

Publicar un comentario