Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Ciudades vertiginosas.

El cine construye y despliega mundos, a pesar de suceder en un plano de dos dimensiones. "El origen", de Christopher Nolan, es buena excusa para pensar la relación entre el séptimo arte y la arquitectura.

Por: Leonardo M. D´espósito

Es cierto que vivimos en un tiempo donde la pantalla cinematográfica se viste de tres dimensiones, incluso si sabemos que, como todo en el cine, se trata de una ilusión. Sin embargo, sigue siendo un lienzo de dos dimensiones, ni más ni menos que un plano. Un plano donde se despliega un universo habitado por personajes que, en alguna medida, nos reflejan. En ese punto, el plano de la pantalla es lo mismo que el plano de un edificio o de una ciudad: un esbozo del espacio, un ensayo del lugar donde la vida puede moverse. El cine construye, despliega y habita mundos: sus habitaciones son, además, simbólicas.





Verticalidad como sinónimo de corrupción

Respecto de la relación entre la arquitectura y el cine, el primer nombre que surge es el de Fritz Lang.

El realizador alemán no sólo fue el hijo de un arquitecto, sino que también estudió ese arte un tiempo. Aunque no puede decirse que Lang sea un arquitecto en el cine, sino un cineasta que supo integrar la verticalidad de la construcción a la puesta en escena. Metrópolis ­desde su nombre­ es el ejemplo central: la gigantesca ciudad crece hacia arriba, constantemente.

Pero ese crecimiento se basa en la explotación de los de abajo, que terminan causando la caída final una vez que el poder ejercido para ese crecimiento supera todo límite racional. Esa verticalidad tiende siempre, en Lang, no a la trascendencia, sino a la corrupción absoluta del hombre poderoso que cae en la todopoderosa tentación fáustica. Sí, es cierto que la fábula ­escrita en principio por la esposa del realizador, Thea Von Harbou, absolutamente comprometida con el nacionalsocialismo­ es políticamente inconveniente e incluso un poco demagógica. Pero Lang ­tanto aquí como en Los espías o en la genial La mujer en la Luna­ utiliza el diálogo entre lo alto y lo bajo para hablar, no de la ascensión por medio del poder científico o racional (representado por la arquitectura y por la tecnocracia que rige el destino de los personajes), sino justamente de la caída, de la ruptura de esa simetría representada en la disposición de los elementos en el espacio. No por nada, uno de sus mejores filmes, el a veces olvidado Mientras duerme Nueva York, se inicia en un edificio vertical, mediocre, casi concentracionario (escenario de un crimen del asesino serial sobre el que gira la trama de la película), que se refleja en el edificio del diario que dirige sin demasiado talento el personaje de Vincent Price, y donde trabaja el esforzado periodista (Dana Andrews) encargado a su pesar de resolver el caso. La película de 1956, además, en elementos precisos (el apellido "Kyne" del mediocre magnate de la prensa; una mirada irónica de ese personaje a una verja con la "K" encima) alude a otra pieza clave del diálogo altura edilicia-caída, Ciudadano Kane, de Orson Welles, donde Charles Foster Kane no cesa de construir altos edificios que el destino se encarga de demoler simbólica y literalmente. Recuérdese que lo único que asciende, en el humo negro final de esa película, desde una chimenea sobre el palacio de Kane, es el secreto del hombre, sólo visible para el espectador. Lang muestra el sentido real de aquella construcción absurda de Kane. También, simétricamente, el filme de Welles debía mucho a las experiencias de Lang ­especialmente en Alemania­, con lo cual Mientras duerme... cierra de algún modo el ciclo y advierte de otra caída, la de los grandes estudios o el Hollywood clásico: su primera escena muestra un televisor, que achata y comprime, literalmente, las imágenes verticales del cine.





Este punto es importante, porque el cine nace como arte con D.W. Griffith. Y Griffith, después de transformar el espacio con su gramática de planos y movimientos en material poético para el séptimo arte, construye la primera gran estructura vertical, el primer gran edificio que significará "caída" en el cine: la enorme réplica de las puertas babilónicas para la historia de Balthazaar en Intolerancia. Esa construcción inaugura el diálogo del arte bidimensional del cine con los tres ejes del espacio. Permite que el cine comience a mirar hacia arriba y, también, encuentre un límite al mismo tiempo fáctico y filosófico.

Es decir, Griffith permite a Lang, ni más ni menos.

Construir hacia arriba y elevar la cámara en contrapicado es la tarea que estos cineastas se propusieron. Al mismo tiempo, también reflejaron el campo donde crecen los edificios: la ciudad, creación humana, donde la sociedad se organiza y ­esto es clave­ se estratifica. A veces el horror horizontal parece controlado por una luz superior, periódica, a escondidas de la cual se desarrolla el mal, como sucede en la axial Casablanca (Michael Curtiz, 1941), un filme que es muchas más cosas que el melodramita romántico que nos vende el lugar común. Esa Casablanca es casi un no lugar: un puerto donde conviven fugados de la Europa ocupada por los nazis y los representantes del gobierno títere de Vichy, donde deambulan arquetipos y donde todos aparecen y desaparecen al ritmo del faro constante. Como Chesterton diría de cierta casa, la sola arquitectura de esta Casablanca creada en los patios de la Warner es malvada. Pero todas las ciudades de los filmes de los estudios Warner tenían esta característica: fábrica del realismo social, del policial negro y de la violencia urbana transformada en fábula, las ciudades de la Warner eran laberintos donde, a la sombra de los grandes edificios, fungían el crimen y la miseria (física y moral). Otra vez, de lo alto a lo bajo, la historia era siempre la de una caída, pero la ciudad y sus edificios habían sufrido una mutación. Nada permite ver mejor este cambio que Scarface (Howard Hawks, 1932), donde Tony Camonte, avatar especular de Al Capone, se encerraba en su casa-fortaleza para ser finalmente traicionado por sus mismos muros, por la fuerza profiláctica de una ciudad que no toleraba esa presencia vertical. No por nada en la maravillosa remake ­reinterpretación mítica que Brian De Palma hizo del filme en 1983, la casa construida de acuerdo con la estatura moral (también estética) de Tony Montana era refugio y merecido mausoleo. Esta vez no había una ciudad alrededor, sino la desolación de un Miami puro artificio (que rima con "vicio").

Mencionar a De Palma lleva necesariamente a su maestro en el arte de la caída desde lo alto demasiado alto para ser humano, Alfred Hitchcock. La caída desde estatuas monumentales (Saboteadores), ventanas (La ventana indiscreta), grúas (Cortina rasgada), montañas modificadas por la mano del hombre (Intriga internacional) es recurrente. Pero no se trata sólo de una figura de estilo: "suspenso" es "suspendido" (en el espacio, en el tiempo) y el hombre está realmente suspendido de sus propias creaciones, siempre entre dos tentaciones simétricas: la de ascender (en poder, hasta arrebatar lo divino, la mítica tentación de Babel) y la de sucumbir por la atracción inevitable del abismo.





Por eso es que el filme ejemplar ­también el más desaforado y romántico, también el peor comprendido­ de Hitchcock se llama justamente Vértigo, porque Scottie, el hombre marcado por la acrofobia (que, como toda disposición psicológica, es en realidad simbólica), cede ante ambas tentaciones: la de ser como un dios trayendo nuevamente a la vida a Madeleine "de entre los muertos"; la de ascender vertiginoso al campanario de una iglesia para ser finalmente testigo del horror de la caída.

Esa imagen, la del hombre finalmente mirando hacia abajo, derrotado, que comprende de la peor manera en qué consiste su locura de poder a través del símbolo arquitectónico, es simétrica del mayor filme sobre la arquitectura ­entendida como arte tanto como metafísica­ nunca filmado, El manantial (King Vidor, 1949). El filme se basa en la novela del mismo nombre de Ayn Rand, y es una especie de biografía deforme de Frank Lloyd Wright. Pero si la novela de Rand es un canto al individualismo, Vidor utiliza dos elementos que colocan en otro plano (y el uso del término no es casual) a su héroe. Gary Cooper interpreta a Howard Roark, un arquitecto casi autodidacta, con ideas propias que el mundo no acepta.

Se transforma en asistente de otro iconoclasta, un anciano que muere casi en sus brazos olvidado y derrotado. Y luego debe enfrentarse a un poderoso magnate de la prensa y "formador de opinión", a una mujer (la genial Patricia Neal en el papel de su vida) que cree en él, a un socio mediocre. En última instancia, como sólo el sueño del hombre vale, un desocupado Roark cede sus diseños gratuitamente al mediocre, con la salvedad de que sean respetados tal cual. Cuando descubre que se construye con adornos y modificaciones imbéciles para volverlos más vendibles, dinamita los edificios.

El juicio subsiguiente ­no por nada citado luego por Francis Ford Coppola en su brillante Tucker­ es su triunfo. El formador de opinión se suicida; el plano final muestra a la mujer ascendiendo hacia el último piso de un edificio en construcción, donde Roark ­a contraluz y titánico­ la observa llegar hasta él. Vidor (como Lang, como Hitchcock) utiliza como plano recurrente el contrapicado: no sólo permite la dimensión épica sino que, además, plantea la imposibilidad de mirar lo alto sin sentir que aquello que se ubica sobre nosotros es gráficamente inalcanzable. Roark no es un avatar del capitalismo gracias a la puesta en escena de Vidor, que en su romanticismo exacerbado coloca símbolos y pistas de algo sagrado. Así, mientras el viejo maestro agoniza en una ambulancia, la sombra de una ventana marca una cruz en su rostro y los edificios siguen desfilando como muestras de un laberinto caótico al que sólo el genio consciente de sí puede dar un sentido, una finalidad, un último piso que sitúe el efectivo lugar de lo humano.





Mundo sin dimensiones

Hoy la arquitectura cinematográfica de las grandes ciudades se ha trivializado. Ha perdido su costado simbólico para convertirse en un mapa bidimensional donde los objetos pueden desplazarse gracias a la verosimilitud artificial creada por los CGI.

Así los Transformers pueden destrozar cualquier cosa y saltar de una altura a otra sin que esa libertad implique suspenso, porque todo ha sido aplastado y ­a pesar del efecto 3D­ no hay más que una dimensión. Pero de las transformaciones espaciales más nocivas que el uso del cine ha deparado en los últimos años, la peor es la que ha perpetrado Christopher Nolan ­un discípulo de otro "aplastador profesional", Stanley Kubrick­ en la reciente El origen. Nolan utiliza ­se veía en su única buena película, Batman, el caballero de la noche­ la grúa para tomar perspectivas edilicias y "bajarlas" a la altura del ojo humano (Hawks en Scarface, por ejemplo, registra los espacios desde "la altura del hombre", pero para ponernos en su lugar, no para domesticar visualmente al gigante y quitarle su espesor mítico). Ese descenso de la cámara, constante, transforma nuevamente la ciudad y el espacio en un plano, es decir, en su germen antes que en su realización. En El origen, el protagonista es un arquitecto, ni más ni menos: a sus socios en eso de penetrar sueños ajenos para robar ideas, les pide construir escenarios oníricos que el soñador no pueda diferenciar de la realidad (y esto cuando sabemos que, al soñar, hasta lo más absurdo es real a nuestra emoción; pero no le pidan imaginación al engorroso Nolan).

A pesar de contar con toda la tecnología posible para crear sueños y pesadillas, para desatar el espacio, Nolan disuelve el sentido de toda arquitectura, de todo arte, para domesticarlo en la letra escrita. De hecho, aquí la caída es la nada misma, despertar y seguir en la mediocridad de un mundo tan mediocre como los sueños que lo representan. Nolan es como aquel socio de Roark, el que utiliza los medios a su alcance para domesticar, box office mediante, el poder inasible de un arte: no es casualidad que sólo el cine clásico estuviera a la altura de las ciudades vertiginosas.


Fuente: Revista Ñ, numero 361, sabado 28 de agosto de 2010.

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