Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Viviendo el 34.

El cine como faro

El Festival le otorgará el Premio a la Trayectoria a Luciano Monteagudo, formador y referente para espectadores y críticos de distintas generaciones. En esta entrevista cuenta sobre su acercamiento al cine en sus años jóvenes y sus logros al frente de la Sala Lugones.


¿Cómo fueron tus comienzos en la crítica y cómo ves desde hoy aquellos años?

Me inicié en plena dictadura militar, en un cineclub en la Manzana de las Luces que compartíamos con unos amigos y donde escribíamos en hojas mimeografiadas los textos de los programas de mano; por ejemplo, de las películas de Herzog, Wenders y Fassbinder (¡que todavía estaba vivo!), que llegaban como novedad absoluta en flamantes copias en 16mm a través del Goethe-Institut. Era apasionante descubrir el nuevo cine alemán en vivo y en directo, películas que muy bien podían ser consideradas subversivas en su momento (y muchas de las cuales hoy lo siguen siendo) y poder escribir sobre ellas, casi sin información previa. ¿Qué podíamos saber, sin internet, de La muerte de María Malibran de un tal Werner Schroeter, por ejemplo? En medio del horror cotidiano de cada día, esa experiencia fue de una rara libertad, para nosotros como programadores y también para los espectadores.



A lo largo de tu carrera, habrás sido testigo de diferentes revoluciones, tanto estéticas como tecnológicas, que modificaron la experiencia desde tu lugar de crítico. ¿Cuáles te parece que fueron los cambios más significativos y cómo influyeron en tu trabajo?

Siempre intenté actualizarme con respecto a los cambios estéticos y tecnológicos que se produjeron en el cine en los últimos 40 años, y eso me permitió seguir leyendo el cine contemporáneo a partir, eso sí, de la historia del cine. Si de pronto en China surgía el llamado “cine de la quinta generación”, me interesaba averiguar cuáles habían sido las anteriores. La aparición de los nuevos cines asiáticos en general en el circuito de festivales internacionales fue apasionante pero exigía también un trabajo de información para poder hacer una mejor interpretación y despejar la paja del trigo. Fue fascinante también escribir sobre el Nuevo Cine Argentino en el mismo momento de su gestación y apogeo. De lo más reciente, los únicos campos en los que me siento absolutamente ajeno y desactualizado son los del universo Marvel y sus infinitas derivaciones y el cine de animación post Miyazaki.

Como programador de la Sala Lugones a lo largo de tantos años, pasaron muchos ciclos, películas e invitados de relieve. ¿Cuáles considerás o recordás como los logros más personales o que sean especiales para vos?

Creo que una constante de la Lugones ha sido la de poner en diálogo la historia del cine y sus grandes maestros consagrados, con la presentación de cineastas que hasta que se vieron en la sala eran desconocidos en Argentina e incluso en la región. En la Lugones se vieron por primera vez films de Aleksandr Sokurov, Takeshi Kitano, Derek Jarman, Mike Leigh, Im Kwon-taek, entre algunos de los contemporáneos. Y en cuanto al cine asiático abrimos una ventana enorme al cine asiático: en la Lugones se vieron por primera vez films de Tsai Ming-liang, Hou Hsiao-hsien, y también clásicos sobre los que se había leído mucho pero visto poco y nada: Ozu, Naruse, Mizoguchi. O la nueva ola japonesa de los 60: Suzuki Seijun, Imamura, Oshima, etcétera. Fue determinante aquí la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada del Japón en Buenos Aires, que históricamente aceptó y apoyó nuestros proyectos más audaces.

¿Cómo es el trabajo de programar una sala con tanta historia como la Lugones y las diferencias con programar un festival de cine?

Un festival, por pobre que sea, o por las circunstancias económicas que esté atravesando el país, siempre tiene algo de presupuesto para pagar screening fees. En la Lugones siempre se trabajó sin recursos propios para esto, algo que es fundamental. Fue un trabajo de gestión permanente, con interlocutores que siempre supieron comprender la importancia del trabajo de la sala, como el Goethe-Institut, la Embajada de Francia, The Japan Foundation y tantas otras, que siempre fueron aliados decisivos e incondicionales.

Fuiste y sos referente y formador de distintas generaciones de críticos y espectadores. ¿Quiénes fueron los que te influyeron como crítico y quiénes te formaron como espectador?

Muchos, pero en primer lugar Homero Alsina Thevenet, a quien de adolescente leía regularmente y con quien tuve la enorme fortuna de trabajar en La Razón de Jacobo Timerman, en los inicios de la democracia. Era el editor de la sección Espectáculos y fue un verdadero maestro de periodistas, en un sentido no solamente profesional sino también ético. Fuimos amigos incluso, pero eso no impedía nuestras grandes diferencias. Yo siempre me sentí muy cercano a la teoría del cine de autor, de la que él abjuraba rabiosamente. Y ni que hablar de los alemanes que estaban apareciendo en ese momento y que a mí me fascinaban. Me decía, con su ironía habitual: “¿Fassbinder? No uso...”


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