Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

jueves, 25 de agosto de 2016

El apóstata, de Federico Veiroj.



ANTES DE DIOS

Después de La vida útil, el uruguayo Federico Veiroj estrena El apóstata, una coproducción filmada en España. Es la historia de Gonzalo Tamayo, un joven madrileño que decide apostatar, es decir, renunciar a la fe católica mediante la anulación del bautismo, un trámite altamente complejo y burocrático. Pero la película de Veiroj no está anclada en la denuncia sino que termina siendo un viaje a la infancia, una especie de regresión o, como explica el director en esta entrevista, una fábula con detalles anacrónicos que confunden los límites entre presente y pasado.


 Por Diego Brodersen

Gonzalo Tamayo, Gonza para los amigos y familiares cercanos, un muchacho treintañero de Madrid, eterno estudiante de filosofía, termina de comer algunos pistachos en el parque mientras espera que la iglesia, justo allí enfrente, abra las puertas a sus feligreses. Mientras corren los títulos de apertura, la banda de sonido –que se revelará tan ecléctica como infrecuente– deja oír la voz de La Argentinita, una de las más famosas bailaoras de flamenco de comienzos del siglo XX y eventual cantante nacida (de allí su apodo artístico) en Buenos Aires. “¿Quieres confesarte?”, pregunta un poco más tarde el sacerdote, que no casualmente fue quien lo bautizó décadas atrás. Gonza no sólo no desea participar del sacramento, sino que, luego de cumplir satisfactoriamente con la misión del día al dar finalmente con su acta bautismal, afirmará rotundamente que la necesita “para apostatar”. Unos segundos antes, el brevísimo plano de un monje flagelando su espalda, avizorado casualmente por un ventanuco, anticipa que el derrotero hacia la apostasía del protagonista no estará ni por asomo anclado en el terreno firme del naturalismo. De hecho, El apóstata, tercer largometraje del uruguayo Federico Veiroj –que tuvo su debut el año pasado en los festivales de Toronto y San Sebastián–, es un viaje personal a través de varias capas temporales, donde se funden no sólo presente y pasado sino también la vigilia con el cosmos de los sueños y las fantasías. “La inspiración de la historia es el propio Álvaro Ogalla, el actor no profesional que interpreta a Gonza, uno de mis grandes amigos de Madrid, con el cual nos conocimos en la Filmoteca Española”, afirma Veiroj desde un bar de Montevideo, donde vivió casi toda su vida, excepto por un período de seis años de existencia madrileña. “Un día me contó que estaba iniciando los trámites para apostatar y enseguida paré la oreja. No sólo me generó curiosidad, sino que me impulsó a conocer los detalles del concepto, descubrir lo que realmente significaba. Tuvo las entrevistas de rigor, llenó los formularios, pero eso fue producto de un momento de desencanto y finalmente desistió, porque ya estaba enganchado en otras cosas y supongo que terminó aburriéndose del trámite. Hay un costado simbólico en el hecho de querer desbautizarse, de desandar algo del camino, y si bien no lo logró en la vida real, al menos hizo la película”.




A pesar de que la Ley Orgánica española garantiza “el derecho de toda persona a profesar las creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía”, ciertos acuerdos legales entre el estado español y el Vaticano hacen que ese derecho no aplique a la Iglesia Católica Apostólica Romana. Gonza lo sabe, pero enfrenta con terquedad las dificultades del caso con la misma intensidad con la cual repite año a año las materias de la carrera universitaria que eligió cursar. “Están los dogmas, el monoteísmo, que las cosas vengan dadas de una determinada manera. Me parece un modo antinatural de concebir el mundo que no me deja espacio”, le dirá a otro sacerdote de mayor jerarquía, un obispo que intentará convencerlo de lo inapropiado de su decisión. Idola specus, le escupirá el estudiante en perfecto latín a un profesor que acaba de reprobarlo, categoría de prejuicio acuñada por Francis Bacon que podría haberse aplicado como respuesta a las condescendientes palabras del hombre vestido con hábito coral. Pero El apóstata, coproducción entre Uruguay, Francia y España rodada en este último país con un reparto completamente español, no es una película que describa minuciosamente los detalles burocráticos del sendero elegido por su protagonista. Mucho menos se trata de un film de denuncia, al menos en el sentido tradicional del término. La visita de una prima que acaba de separarse de su pareja y con la cual mantiene una relación considerada no del todo apropiada, la ayuda que le brinda casi a diario a un pequeño vecino de su edificio en las tareas escolares, los encuentros cada vez más cercanos con la madre del chico (interpretada por la actriz Bárbara Lennie, la protagonista de la notable e inédita en nuestro país Magical Girl) y un viaje relámpago a la casa de sus abuelos aportan un tono mucho más cercano a la fábula amable de lo que una sinopsis superficial podría indicar y terminan dándole forma final a un tratado sobre la niñez que sobrevive en todo individuo adulto medianamente receptivo.




REGRESIONES Y PECADOS

 

  “Hacia Roma caminan dos pelegrinos a que los case el Papa, mamita, porque son primos”, entona La Argentinita en la canción que abre el relato. La prima también forma parte de un almuerzo familiar del cual Gonzalo finalmente escapará, tal vez porque ciertos recuerdos se han tornado demasiado vívidos. Unos días después despertará del descanso nocturno y descubrirá que se ha hecho pis en la cama, como cuando tenía cinco o seis años. “Una interpretación sobre Gonza que me gusta hacer es la siguiente: se trata de un adulto con muchos condimentos de niño, de esas cosas de las cuales uno no se puede desprender. Es un personaje que debe reencontrarse con su pasado, con su ser-niño, para seguir adelante. Es parte de un proceso, como una especie de evolución hacia atrás, de desandar el propio camino, y eso trae aparejadas algunas regresiones, como hacerse encima luego de encontrarse con la madre y ser reprendido por un acto de rebeldía. También es importante la relación con su vecino y alumno, que podría ser una suerte de alter ego y que indudablemente lo conecta con su propia niñez. Por eso ese final fantasioso, de travesura, que es como tocar el pasado”.

 

La familia y, en particular, su madre, lo ven como a alguien inmaduro. Algo similar podría decirse del protagonista de su largometraje previo, La vida útil, el empleado de una cinemateca que ve cómo su mundo desaparece al enfrentarse a su cierre definitivo. “Creo que ambos personajes tienen algo en común y es que tienen las cosas claras. El protagonista de La vida útil tiene clarísimo que vivió en ese lugar toda su vida, donde se mueve como pez en el agua, y que si fuese por él no cambiaría nada, porque es su pasión y quiere seguir haciéndolo. Por eso queda medio descolocado cuando cierra la cinemateca. En ese sentido, Gonzalo Tamayo es un personaje que, para nuestros códigos de la realidad, vive en un limbo: tiene un par de trabajos, pero un poco inestables; en el amor anda pispeando sin definir nada. Hay una indefinición, pero también es una apariencia. Me parece un tipo bastante seguro, que está en el lugar que quiere estar”.

El mundo de El apóstata es indudablemente actual: se ven un par de computadoras, operadas por monjas de escritorio, y algunos carteles indican precios en euros. Sin embargo, nadie usa teléfonos celulares, la gente continúa escribiendo cartas de puño y letra y los diccionarios de papel y tinta –ese bello ¿anacronismo? reemplazado por la consulta informática– parecen jugar un rol fundamental en las vidas de las criaturas que lo habitan. “Desde el momento en el que decidimos que la historia funcionara como una gran fábula, nos permitimos elegir aquellos elementos que queríamos ubicar en ese mundo, una indeterminación tramposa: circulan automóviles actuales, pero también hay locaciones muy antiguas, de una España de la época inquisitorial. Los celulares no me parecían algo apropiado. Hay cierta literatura que inspiró la película y es indefectiblemente anterior a 1900; la más evidente es la obra de Benito Pérez Galdós, que además escribió sobre estos temas, alguien que estuvo en la tangente y luchó por estar en un lugar particular del sistema. Me parecía ideal contar la historia de una manera cinematográfica, sin una temporalidad concreta; algo de estos tiempos que, sin embargo, sólo ocurre en una pantalla de cine y que además transciende las épocas. Por eso era importante generar esa especie de limbo temporal. Por otro lado, el pibe tiene que estar en un estado muy particular para contarle todo eso a un amigo, y no sería lo mismo si lo hiciera a través de un email. La idea de la misiva manuscrita era importante, más romántica y melancólica, de otros tiempos”. ¿Cuánto de realidad y cuánto de fantasía hay en los encuentros físicos de Gonzalo con su prima? ¿Cuándo abandona la vehemencia del universo físico su visita a la universidad para cederle el lugar a la estructura de los sueños, con ese grupo de nudistas primitivos que parecen invitados recién llegados de una película de Luis Buñuel? “Me gusta pensar en la película como una especie de cuento que no intenta separar presente de pasado o realidad de sueño. Tal vez, en el fondo, no sea otra cosa que una gran fantasía”.

BUÑUEL Y LAS PRIMAS

 

Veiroj, que no casualmente ubicó la historia de La vida útil en una cinemateca (la uruguaya) y a su personaje en la tradición de los héroes cinéfilos, no sólo no les escapa a las preguntas sobre las influencias en su cine, sino que se explaya con un inocultable placer por compartir referentes y títulos: “Hago cine porque existen maestros que me han enseñado. Viendo a Buñuel decidí que quería dedicarme al cine, siendo todavía un adolescente. En El apóstata hay otra influencia muy evidente, que es La prima Angélica, de Carlos Saura, otra película que se debate entre varias dimensiones con un personaje que también atraviesa una regresión. También Opera prima, de Fernando Trueba, con un veinteañero madrileño aferrado a su pasado. Sin olvidar a Marco Ferreri, en particular una de sus películas menos vistas, La audiencia. Siempre tengo presentes ciertas películas que he visto, aunque no precisamente a la hora de filmar; forman parte de un proceso. Las películas que me gustan mucho me dan ganas de hacer películas. Por otro lado, vengo en parte del mundo de los archivos: trabajé durante cuatro años en la Filmoteca Española y allí descubrí muchos materiales poco vistos o incluso inéditos. Films, por cierto, pero también los noticieron y documentales, los nodos, que se hacían en la época de Franco. Hay toda una extensa serie de noticieros turísticos, de divulgación de regiones particulares, de paisajes o dedicados a la caza, por ejemplo. En esa época los nodos eran el lugar de experimentación de los camarógrafos y los músicos. Varias de las melodías que pueden escucharse en la banda de sonido de la película están tomadas de algunos de esos nodos. Esa idea ya estaba presente en los momentos iniciales de la gestación del proyecto, porque la intención era que la música remitiera al pasado, a otros tiempos del mundo y del personaje. Por eso, además, Prokofiev cruzado con Lisabö, una banda de punk rock del país vasco, que hace de contrapunto de la música más dulzona. Y también ‘El pelele está malo’, la canción popular que canta la prima, que debía hablar de flores y del clima soleado y, al mismo tiempo, transmitir algo áspero, cercano a la muerte. Una melodía infantil, casi de recreo escolar, con un costado sombrío”.


Y por esos caminos en busca de libertad –cierta libertad, su libertad– camina Gonza, un poco a los tumbos, pero con la voluntad incólume y la conciencia despejada. La luz proveída por la fotografía del también uruguayo Arauco Hernández Holz es usualmente diáfana, aunque, por momentos, se ve velada por una propiedad difusa que podría suponerse una extensión de las aristas más oníricas de la travesía. El director de fotografía buscó, junto a Federico Veiroj, forzar las características más duras de la imagen digital para encontrar una filiación de tonos y colores cercanos al no tan lejano 35mm, otro ¿anacronismo? que, a diferencia de los más fácilmente sustituibles lexicones físicos, todavía es dueño de cualidades únicas e irremplazables. Y ahí está también ese congelado final, que remite a otros tantos planos congelados de cierre en la historia del cine, varios de ellos recubiertos de esperanza y de una posibilidad –por pequeña que fuere– de alcanzar la ansiada libertad. “Déjame aconsejarte. Serás un buen cristiano. San Agustín fue como tú. Tú también escucharás la voz del Señor y te convertirás”, repite el obispo ante un Gonzalo que, a esa altura, está decidido a desaparecer de los registros para siempre. “Es muy fuerte la idea de apostatar en Madrid, en España, porque más allá de lo que represente política o ideológicamente, es un país donde la presencia de la Iglesia es enorme, entre otras cosas por lo que implica a nivel histórico”, afirma Veiroj al finalizar la entrevista. El protagonista lo sabe, pero, a pesar de ello, va por todo; están en juego tanto su madurez como su infancia.



 Extraído de Suplemento Radar del diario Pagina 12, http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-11718-2016-08-14.html

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