Escribe: Homero Alsina Thevenet
Un día de 1959 yo estaba dedicado a mis tareas habituales en la página de Espectáculos de El País de Montevideo, cuando llegó la insólita noticia de que Marlene Dietrich se presentaría en Buenos Aires, dentro de una gira por diversos países. Su repertorio de canciones en tres idiomas había terminado por ser una etapa final de éxito en su carrera. Un rápido rastreo por fuentes generalmente bien informadas permitió saber que la presentación en Buenos Aires sólo abarcaría una función, quizás dos, pero que no habría nada similar para Montevideo. Esto suele fastidiar a los uruguayos, que han dependido siempre del rebote de contratos argentinos y que a menudo no recibían ni reciben siquiera esa limosna.
Así que di el paso audaz de pedir a El País que me financiara la expedición a Buenos Aires, con el argumento de que "Marlene es nota". Me dijeron que sí, lo cual era bastante excepcional en aquel momento y en las costumbres de la prensa local. Pero la verdad fué y sigue siendo que El País me ha tratado muy bien durante años.
En Buenos Aires, la presencia de Marlene en el Cine Opera era ya un dato público. También lo era el anuncio de su conferencia de prensa, allí mismo, al punto de que el hall estaba lleno una hora antes de lo previsto. Tuve apoyos contra esa adversidad, por cierto. El amigo Rolando Fustiñana (de Cinemateca Argentina) me sacó del hall y me llevó a la pequeña sala de un piso superior, donde se haría la conferencia de prensa, pero restringida a unos pocos periodistas, tras depurar a muchos curiosos entrometidos. Sólo que cuando llegué a esa sala ya no había sitios civilizados que se pudieran ocupar. Opté por la broma de sentarme en el suelo, delante de la primera fila. Y aunque temí que eso provocara protestas a mis espaldas, los treinta o cuarenta colegas no hicieron cuestión.
A Marlene le gustó la broma. Probablemente le pareció un dato pintoresco de las culturas aborígenes en el sur del mundo. No solamente sonrió al verme, por primera vez en su vida y en la mia, sino que después me lanzó las respuestas a preguntas que habían hecho otros. Era una suerte de burla cariñosa, adelantando la cabeza sobre la mesa para humillarme mejor. También era una maniobra de la seducción.
Las circunstancias ni impidieron que yo apuntara todas sus respuestas, construidas y seguramente ensayadas en su ingenio, porque se encontró con mucha pregunta obvia. Pero su inesperado favoritismo permitió que esa tarde yo tuviera el privilegio de ver cómo Marlene preparaba su espectáculo, dando precisas indicaciones sobre colocación de utilería y luces. Era una cumplída directora de escena. Y a la noche, enfundada primero en un blanco ajustado y después en un negro ajustado, la profesional de 58 años se extendía desde un taburete hasta la canción apenas recitada, el susurro, la voz ligeramente ronca, una pierna más desnuda que la otra. Era una de las dos piernas más festejadas del cine, cabe recordarlo. Ayudaba a entender lo que Marlene le había hecho a Emil Jannings, hacia 1930.
Esa tarde se supo que Marlene se presentaría en Montevideo, después de todo. El mismo día en que apareció en El País mi nota sobre Buenos Aires, ella daba una conferencia en el Victoria Plaza Hotel y una única función nocturna en el Teatro 18 de Julio, que todavía no era un cine. A las siete de la tarde fui a la conferencia en Victoria Plaza, en una sala enorme donde podrían haberse sentado cien periodistas si Montevideo los hubiera tenido. No hubo tantos, porque tampoco había lunch.
Entré a esa sala y deliberadamente me senté en el suelo, delante de la primera fila, sin molestar a nadie. Ella entró, se rió al verme allí, dijo "Oh, look who is here!" y me volvió a dedicar las mismas respuestas a las mismas preguntas. Mis colegas me odiaron, con toda razón.
Cuando aquello terminó, el fotógrafo Héctor Devia, del diario, me pidió que me acercara a la estrella para una foto de ambos. El azar quiso que en esa imagen yo esté mirando a la cámara, lo cual es mala técnica para todo periodista, y Marlene me esté mirando a mí, de abajo hacia arriba, lo cual es buena técnica para la seducción. Después tuve esa foto y la he custodiado ya durante 37 años. No la publiqué. Le puse como epígrafe "Marlene enamorada, agosto 1959", pero eso también era una broma interna, para consumo de nadie. La lista de amores de Marlene, publicada después por su hija, fue muy extensa, desde Jean Gabin hasta su querido acompañante Burt Bacharach, que era su pianista en esa gira de 1959. Demasiada competencia. Parecía fácil saber que sólo yo me acordaría del caso y que ella lo olvidaría al minuto siguiente. Eso ocurrió, desde luego. No figuré en sus biografías.
Homero Alsina Thevenet
Extractado de Cuentos de Cine
Selección de Sergio Renán
Alfaguara 1996.
Un día de 1959 yo estaba dedicado a mis tareas habituales en la página de Espectáculos de El País de Montevideo, cuando llegó la insólita noticia de que Marlene Dietrich se presentaría en Buenos Aires, dentro de una gira por diversos países. Su repertorio de canciones en tres idiomas había terminado por ser una etapa final de éxito en su carrera. Un rápido rastreo por fuentes generalmente bien informadas permitió saber que la presentación en Buenos Aires sólo abarcaría una función, quizás dos, pero que no habría nada similar para Montevideo. Esto suele fastidiar a los uruguayos, que han dependido siempre del rebote de contratos argentinos y que a menudo no recibían ni reciben siquiera esa limosna.
Así que di el paso audaz de pedir a El País que me financiara la expedición a Buenos Aires, con el argumento de que "Marlene es nota". Me dijeron que sí, lo cual era bastante excepcional en aquel momento y en las costumbres de la prensa local. Pero la verdad fué y sigue siendo que El País me ha tratado muy bien durante años.
En Buenos Aires, la presencia de Marlene en el Cine Opera era ya un dato público. También lo era el anuncio de su conferencia de prensa, allí mismo, al punto de que el hall estaba lleno una hora antes de lo previsto. Tuve apoyos contra esa adversidad, por cierto. El amigo Rolando Fustiñana (de Cinemateca Argentina) me sacó del hall y me llevó a la pequeña sala de un piso superior, donde se haría la conferencia de prensa, pero restringida a unos pocos periodistas, tras depurar a muchos curiosos entrometidos. Sólo que cuando llegué a esa sala ya no había sitios civilizados que se pudieran ocupar. Opté por la broma de sentarme en el suelo, delante de la primera fila. Y aunque temí que eso provocara protestas a mis espaldas, los treinta o cuarenta colegas no hicieron cuestión.
A Marlene le gustó la broma. Probablemente le pareció un dato pintoresco de las culturas aborígenes en el sur del mundo. No solamente sonrió al verme, por primera vez en su vida y en la mia, sino que después me lanzó las respuestas a preguntas que habían hecho otros. Era una suerte de burla cariñosa, adelantando la cabeza sobre la mesa para humillarme mejor. También era una maniobra de la seducción.
Las circunstancias ni impidieron que yo apuntara todas sus respuestas, construidas y seguramente ensayadas en su ingenio, porque se encontró con mucha pregunta obvia. Pero su inesperado favoritismo permitió que esa tarde yo tuviera el privilegio de ver cómo Marlene preparaba su espectáculo, dando precisas indicaciones sobre colocación de utilería y luces. Era una cumplída directora de escena. Y a la noche, enfundada primero en un blanco ajustado y después en un negro ajustado, la profesional de 58 años se extendía desde un taburete hasta la canción apenas recitada, el susurro, la voz ligeramente ronca, una pierna más desnuda que la otra. Era una de las dos piernas más festejadas del cine, cabe recordarlo. Ayudaba a entender lo que Marlene le había hecho a Emil Jannings, hacia 1930.
Esa tarde se supo que Marlene se presentaría en Montevideo, después de todo. El mismo día en que apareció en El País mi nota sobre Buenos Aires, ella daba una conferencia en el Victoria Plaza Hotel y una única función nocturna en el Teatro 18 de Julio, que todavía no era un cine. A las siete de la tarde fui a la conferencia en Victoria Plaza, en una sala enorme donde podrían haberse sentado cien periodistas si Montevideo los hubiera tenido. No hubo tantos, porque tampoco había lunch.
Entré a esa sala y deliberadamente me senté en el suelo, delante de la primera fila, sin molestar a nadie. Ella entró, se rió al verme allí, dijo "Oh, look who is here!" y me volvió a dedicar las mismas respuestas a las mismas preguntas. Mis colegas me odiaron, con toda razón.
Cuando aquello terminó, el fotógrafo Héctor Devia, del diario, me pidió que me acercara a la estrella para una foto de ambos. El azar quiso que en esa imagen yo esté mirando a la cámara, lo cual es mala técnica para todo periodista, y Marlene me esté mirando a mí, de abajo hacia arriba, lo cual es buena técnica para la seducción. Después tuve esa foto y la he custodiado ya durante 37 años. No la publiqué. Le puse como epígrafe "Marlene enamorada, agosto 1959", pero eso también era una broma interna, para consumo de nadie. La lista de amores de Marlene, publicada después por su hija, fue muy extensa, desde Jean Gabin hasta su querido acompañante Burt Bacharach, que era su pianista en esa gira de 1959. Demasiada competencia. Parecía fácil saber que sólo yo me acordaría del caso y que ella lo olvidaría al minuto siguiente. Eso ocurrió, desde luego. No figuré en sus biografías.
Homero Alsina Thevenet
Extractado de Cuentos de Cine
Selección de Sergio Renán
Alfaguara 1996.
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