Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Al rescate de Hugo Fregonese.

En el reciente ciclo que el madrileño Círculo de Bellas Artes ha dedicado a la obra del productor Val Lewton, a quien se deben películas tan arriesgadas e imaginativas como Yo anduve con un zombi (I Walked with a Zombie, 1943) y La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944), dirigidas respectivamente por Jacques Tourneur y Robert Wise, sorprendió a algunos la inclusión del modesto pero efectivo western Tambores apaches (Apache Drums, 1951); no solo porque la trayectoria de Lewton suele asociarse a películas de género fantástico o de terror, sino también por arrojar alguna luz sobre la figura, hoy olvidada, de su director, el argentino Hugo Fregonese (1908-1987). Pocos aficionados recordarán, en efecto, que este cineasta dirigió notables películas tanto en su país como en los Estados Unidos, antes de acabar su trayectoria en el submundo de las producciones europeas de bajo coste e intentar de nuevo obtener el reconocimiento de crítica y público en su país con películas como La mala vida (1973) o Más allá del sol (1975).
No han faltado, desde luego, intentos de rehabilitar su memoria: en el centenario de su nacimiento, la Filmoteca del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) programó un ciclo de dieciocho largometrajes de este director, entre los que se encontraban algunos que han merecido el aprecio de la crítica internacional, como los policíacos Murallas de silencio (One-Way Street, 1950) y Martes negro (Black Tuesday, 1953), que también habían sido incluidos previamente en la retrospectiva “Á la decouverte d’Hugo Fregonese”, organizada por la Filmoteca Francesa en 2003.

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Y es que Fregonese fue, digámoslo ya, un clásico, en una época en la que parecía existir un claro consenso respecto a qué cabía esperar de una buena película y cómo debían manejarse las convenciones narrativas e interpretativas que aspiraban a ganarse el favor del público. Dotado de una inteligencia viva y un infalible olfato, Fregonese, que desembarcó en Nueva York sin saber hablar apenas inglés en 1935, en 1938 ya trabajaba en Hollywood como asistente de dirección y se hacía con un bagaje técnico y artístico que le permitiría, ya de regreso a su patria en 1945, figurar como codirector, junto con Lucas Demare, de Pampa bárbara, un notable western argentino ambientado en las guerras contra los indios de la frontera en los tiempos de la dictadura de Juan Manuel de Rosas. Pero lo verdaderamente curioso de esta película es que está rodada sobre la falsilla de La diligencia de Ford: su argumento transcurre también a lo largo de un itinerario iniciático, el que recorre un grupo de mujeres a las que un arbitrario decreto del gobierno ha enviado a la Pampa, donde la falta de compañía femenina es frecuente motivo de deserción entre las tropas allí destacadas. Fregonese y Demare no solo parecen conscientes del paralelismo entre su argumento y el de Ford, sino que también imitan con acierto algunas tomas y encuadres característicos del americano –entre ellos, los arriesgados contrapicados de los carruajes en marcha, al estilo de los que filmaba el operador fordiano Yakima Canutt– e incluso parecen adelantarse al maestro en rasgos que solo se afianzarían en películas suyas posteriores, tales como las tomas panorámicas de la caballería en marcha en medio de un paisaje grandioso, o la concepción misma de personajes como el comandante Hilario de Castro, secretamente humillado, como tantos oficiales fordianos, por su acatamiento de una orden de la que en el fondo disiente.

Una escena de 'Pampa bárbara'.


Una escena de ‘Pampa bárbara’.
No es extraño que Fregonese dirigiera luego películas en Hollywood: su sintonía con el clasicismo norteamericano parecía innata, como pudo comprobarse de nuevo en Apenas un delincuente (1949), la melodramática historia de un oficinista derrochador que decide cometer un desfalco y cumplir la condena correspondiente, en la seguridad de que luego podrá disfrutar del botín que previamente ha escondido. Pero lo llamativo, de nuevo, es cómo Fregonese acude a los tópicos y rasgos de estilo del mejor cine americano para sacudirse la tentación de entregarse sin más a los cauces del puro melodrama moralista, tan característico del cine argentino de su tiempo. La película, en efecto, se resuelve en un prolongado flashback que tiene lugar después de la frenética persecución que supondrá el fin de la carrera del atípico delincuente. Como en el cine de Raoul Walsh, el despliegue de violencia y falta de escrúpulos de los delincuentes apenas logrará poner en jaque la efectividad un tanto despersonalizada de un eficiente aparato policial dotado de todos los adelantos –coches patrulla, radio, modernas técnicas de investigación–; y, al mismo tiempo, el verdadero conflicto no será tanto el que enfrenta al delincuente protagonista con la policía, como el que se plantea entre éste y los diversos entornos con los que interactúa: sus compañeros de prisión, sobre todo, pero también su propia familia y la trama de pequeños intereses creados a la que todos acaban sucumbiendo.
Tal era el bagaje que llevaba este director argentino cuando inició su brillante carrera hollywoodense. De estos años, además de las películas antes mencionadas, cabe recordar la sorprendente Man in the Attic (1953), protagonizada por Jack Palance, y que es, después de El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927 ) de Alfred Hitchcock, uno de los más logrados intentos de llevar satisfactoriamente al cine el no resuelto caso del asesino conocido como “Jack el Destripador”. La película de Fregonese logra el equilibrio justo entre la atmósfera de pánico colectivo suscitada por el caso y la despreocupada indefensión de la clase media, presentada incluso con cierto humor. Y acierta a resolver la complicada petición de principio inherente a una historia que debe tener un final más o menos feliz y, al mismo tiempo, atenerse a la premisa de que la identidad del verdadero Jack el Destripador sigue siendo un misterio.

Jack Palance protagonizó 'The man in the attic'.


Jack Palance protagonizó ‘The man in the attic’.
Fregonese, decíamos, conoció el proceloso mundo de las producciones europeas de bajo presupuesto antes de rematar su carrera con un par de películas filmadas en su Argentina natal, la mejor de las cuales fue La mala vida (1973), que podría encuadrarse en la revitalización que el género gansteril conoció en todo el mundo después del éxito de El padrino (1972), aunque también admite parangón con películas tan genuinamente argentinas como La Maffia (1972) de Leopoldo Torre Nilsson. La crítica local prefirió obviar esta última referencia y se mostró condescendiente con lo que les pareció una simple trasposición de un género foráneo. Pero lo cierto es que este relato del ascenso y caída de un malevo a la sombra de un jefe de la mafia local era, también, una inteligente disección de una violencia latente en la sociedad argentina cuya verdadera dimensión no tardaría en asombrar al mundo tras el golpe de estado del general Videla en 1976. Curiosamente, en los once años que aún alcanzaría a vivir, el ya veterano director no tuvo ocasión de hacer ninguna otra película. Entre los recuerdos suyos que conservó su sobrina, Clarita Fregonese, y a los que tuvo acceso el cineasta Fernando Spiner, se guardaba un guión de un Quijote que hubiera querido filmar con Anthony Quinn. No hubiera sido un mal colofón para una carrera que abundó en personajes quijotescos; y sobre la que, como le solía ocurrir al ingenioso hidalgo, pesan todavía enormes malentendidos.

Autor
José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.


Apenas un director de cine

Hugo Fregonese es el cineasta argentino al que mejor le fue en Hollywood. "Apenas un delincuente" (1949) en el Festival de Venecia.

por ANDRÉS FEVRIER
Luego del suceso de Relatos salvajes en casi todo el mundo, parece que Damián Szifrón hará un thriller hablado en inglés para la TriStar Pictures. Hace unos años Alejandro Agresti dirigió a Keanu Reeves y Sandra Bullock en La casa del lago (2006). Antes de convertirse en el director más exitoso del cine nacional, Juan José Campanella inició su carrera en Estados Unidos con un par de títulos interesantes. Pero antes, mucho antes, hace más de 60 años, cuando Hollywood era la fábrica de sueños de Occidente y sus fronteras parecían infranqueables, hubo un argentino que llegó. No fue el primero y tampoco el último, pero sí el único que logró quedarse y construir una carrera relevante. No sólo tuvo continuidad, sino que además dirigió a algunas de las más grandes estrellas de la época y dejó un puñado de buenas películas que deberían verse más seguido.
Hugo Gerónimo Fregonese fue un trotamundos del cine, un director itinerante que nació en Mendoza y se crió en Buenos Aires pero nunca se estableció del todo en ningún lugar. Como los protagonistas de varias de sus películas, fue un hombre en fuga permanente, que paseó su oficio y solvencia detrás de las cámaras por una docena de países de cuatro continentes. Hizo de todo, incluso cosas que no debió haber hecho, pero lo mejor circuló en torno a dos géneros, el policial y el western. Y creó al menos una obra maestra en su propio país: Apenas un delincuente (1946), película que funcionó como una llave (que no ganzúa) para abrirle las puertas de la meca del cine.
A tono con la vida errante de su director, Apenas un delincuente fue restaurada y exhibida este fin de semana en el Festival de Cine Venecia junto a clásicos de Federico Fellini, Akira Kurosawa y Serguéi Eisenstein, entre otros. Pero esta historia, que también habla de la importancia de la preservación de la memoria audiovisual, tiene un pasado, un presente y un futuro. Mejor empezar por el principio.

La historia de un estafador que fue un éxito de crítica y taquilla.

Apenas un delincuente
La historia de un estafador que fue un éxito de crítica y taquilla.
La historia de Fregonese, nacido en Mendoza en 1908, es tan singular en el cine nacional, está tan llena de grises, que no es fácil entender qué lo llevó a seguir un camino tan zigzagueante. Incluso Diego Curubeto, que investigó minuciosamente su vida y obra en un artículo de su libro Babilonia Gaucha (1993), no pudo establecer con precisión algunos momentos clave de su trayectoria.
Todo indica que se vinculó con el cine casi de casualidad, luego de estudiar economía un par de años, trabajar en el campo y ejercer el periodismo. En los años '30 viajó a Nueva York con la intención de dedicarse a la publicidad y terminó trabajando como asesor de temas gauchescos para una película que nunca se filmó. Aquella primera aproximación de Fregonese a Hollywood despertó su amor por el cine estadounidense (alguna vez contó que vio 18 veces seguidas La diligencia), le dejó varios contactos y hasta le permitió alguna participación como extra, notablemente en El huracán (1937), de John Ford. Sin empleo fijo, en 1939 decidió regresar a Argentina. Trabajó como asistente, montajista y guionista en algunos largometrajes y dirigió un par de cortos institucionales por encargo, hasta que se vinculó informalmente con la gente de Artistas Argentinos Asociados (Homero Manzi, Enrique Muiño, Ángel Magaña, Lucas Demare, entre otros). Fue asistente en La guerra gaucha (1942), uno de los más grandes clásicos nacionales, superproducción que rompió todos los récords de taquilla. Y un par de años después codirigió junto a Demare la extraordinaria Pampa bárbara (1945), aunque sólo se hizo cargo de algunas escenas de acción.
Su debut en solitario en la dirección le dio una segunda oportunidad en Hollywood. Donde mueren las palabras (1946), con su extraña y notable escena de ballet, fascinó a Spencer Tracy y Katharine Hepburn, entre otros, y llegó a los ojos del poderoso Louis B. Mayer. En 1947 la Metro-Goldwyn-Mayer le ofreció un contrato, una oficina y una secretaria, y Fregonese se pasó un año en Los Ángeles leyendo guiones que no le interesaban. Quizá aburrido por la inactividad, decidió retroceder para tomar impulso y otra vez volvió a Buenos Aires. La prensa lo recibió como un héroe. No sólo por haberse codeado con algunas de las principales estrellas de la época sino –acaso sobre todo– por haber conquistado el corazón de la actriz Faith Domergue, una de las protegidas de Howard Hughes.
Entonces apareció el periodista Israel Chas de Cruz, director del influyente Heraldo del Cinematografista, con la idea de hacer un policial, que llevaba el título provisorio de “Mientras Buenos Aires duerme” y sería producido por Juan José Guthmann, que había multiplicado su fortuna distribuyendo en Argentina las películas de Cantinflas. Recién llegado, Fregonese se puso a trabajar en el guión en base a información aportada por el abogado José Dominiani sobre dos hechos reales que habían aparecido en los diarios: por un lado, la historia de un estafador que  se bancó varios años de cárcel para quedarse con una tonelada de dinero, como ocurriría con el tesorero Mario Fendrich varias décadas más tarde; por otro lado, el caso de un grupo de anarquistas que construyó un túnel para fugarse de prisión. Otros dos periodistas (José Ramón Luna y Raimundo “Calki” Calcagno) metieron mano en el guión, y sobre el final Fregonese convocó a Tulio Demicheli para que pasara en limpio y le diera forma a los desordenados apuntes. Así nació Apenas un delincuente, filmada entre julio y agosto de 1948 y estrenada en el Ambassador en marzo de 1949.
“Esta es la ciudad de los nervios excitados, que todos los días atrae a su centro millares de seres impacientes. Los agita, los devora, se empujan, se atropellan en una prisa sin sentido”. El comienzo, narrado de una forma semidocumental que alguien definió en la época como “nota periodística cinematográfica”, dejaba en claro que Buenos Aires sería un personaje más en la historia. Estamos a fines de los '40, cuando la capital argentina –entonces la sexta urbe más poblada del planeta, por encima incluso de San Pablo o el DF mexicano– se nutría con la inmigración interna, el bochinche del centro se desplazaba hacia los barrios, los tranvías comenzaban a dejarle paso a los más inquietos colectivos y algunos porteños no podían escapar a “esa impaciencia por llegar demasiado rápido”, por “tenerlo todo”. Aunque más no sea “saltando la valla” de la legalidad. Apenas un delincuente aborda un tema (la tentación del delito) que es a la vez universal y profundamente porteño.
José Morán (Jorge Salcedo, mejor que nunca), un opaco oficinista de 250 pesos mensuales, es el más impaciente de todos en la alborotada ciudad. Cansado de su intrascendencia, de moverse a ras del suelo como “una minúscula pieza de un gran engranaje”, de jugarse su futuro en una carrera de caballos, una mano de cartas o un billete de lotería, Morán decide cruzar la raya: estafa a la compañía en la que trabaja (le agrega un número a un cheque que le había hecho firmar al gerente) y se apropia de medio millón de pesos. Fregonese filma la estafa con mano maestra, de modo minucioso, con un suspenso que se apoya más en los silencios que en las palabras, en lo que se ve más que en lo que se oye. Morán esconde el botín y se va al casino de Mar del Plata a esperar que la Policía lo encuentre. “¿Cómo tardaron tanto? Los estaba esperando”, les dice a los uniformados cuando llegan, con la confianza de quien cree haber cometido el engaño perfecto.

Fregonese y Spencer Tracy

Fregonese
Fregonese y Spencer Tracy.
El que las hace las paga. Pero el que las hace también libera las ambiciones ocultas de quienes quisieran hacerla pero no se animan. Escoltado por la Policía, Morán llega en tren a Buenos Aires. En la estación una multitud lo aclama como un héroe. “Me envidian”, dice, mientras mira por la ventanilla. “Quisieran hacer lo que yo hice. Pero les falta valor. ¡Giles!”, agrega, mientras alza los brazos, triunfante, ante la multitud. Junto con La parte del león (1978), de Adolfo Aristarain, Apenas un delincuente pone en cuestión como ningún otro policial nacional la idea de que sólo el dinero podrá darle brillo a la existencia.
Morán va a parar al calabozo con una condena de seis años. La idea es aguantar y después disfrutar del botín. La película pasa de la estafa a una especie de drama carcelario. El protagonista le cuenta su plan a un compañero de celda.
–¿Cómo se te ocurrió? –le pregunta.
–Haciendo cálculos.
–Eso sí que es ser inteligente.
–Te voy a explicar. Ganaba 250 mensuales. Sacá la cuenta. ¿Cuántos años necesitás para juntar medio millón?
–Qué se yo de números.
–Yo sí hice la cuenta: 166 años de esclavitud. ¿Entendés? De los 166, me ahorro 160.

Un grupo de presos que planea fugarse lo invita a sumarse. Morán duda pero lo convencen. En realidad quieren que salga para que les cuente dónde escondió el dinero. Las cosas, como puede preverse, salen condenadamente mal. Morán muere en el hospital. “¿Era un criminal?”, le pregunta un médico a un policía. “No, apenas un delincuente. Sólo un muchacho al que lo tentó el dinero”.
Apenas un delincuente recibió elogios casi unánimes de la crítica y fue la primera película argentina aceptada para competir por el León de Oro en el Festival de Venecia. Además le abrió definitivamente las puertas de Hollywood a Fregonese. La tercera fue la vencida. El mendocino dejó su departamento de Corrientes y Florida y se instaló con su esposa en Los Ángeles. Narrador eficiente y con oficio, el argentino dirigió diez películas entre 1950 y 1954, la mayoría westerns o policiales, siempre dentro de la clase B, un terreno en el que trabajaban cracks de la talla de Fritz Lang, Samuel Fuller, Joseph H. Lewis o Jacques Tourneur.
Contratado por la Universal y producido por el gran Val Lewton dirigió Tambores apaches (1951), en el que los habitantes de un pueblo, acorralados dentro de una iglesia, aguantan el feroz ataque de los indios, que se cuelan por las ventanas como si fueran zombis. Luego rodó Mis seis presidiarios (1952), un éxito de público y crítica, y dirigió a Joseph Cotten y Shelley Winters en Esposa y cómplice (1952). Pero sus mejores películas hollywoodenses fueron las últimas. En Viento salvaje (1953) conjugó con astucia el drama social y el policial negro para narrar la tensión sentimental de un trío integrado nada menos que por Gary Cooper, Barbara Stanwyck y Anthony Quinn. La redada (1954), con Van Heflin y Anne Bancroft, es un western notable, en el que un grupo de soldados confederados escapa de una prisión militar y planea tomar por asalto una ciudad del norte. Esta película tiene un detalle que seguramente pasó inadvertido en Hollywood: los rebeldes planean realizar el ataque un soleado 17 de octubre.
Su despedida de la meca del cine no podría haber sido mejor: Martes trágico (1954), que puede verse como una especie de remake de Apenas un delincuente narrada desde el punto de vista de otro personaje. Este potente y conciso policial retoma (y no sólo por la presencia de Edward G. Robinson) la mejor tradición del cine de gángsters de los años '30 para contar la fuga de un criminal condenado a muerte y de un compañero de celda que, como el porteño José Morán, escondió un cuantioso botín antes de ir a parar tras las rejas.
No está claro por qué Fregonese decidió abandonar Hollywood en ese momento. Quizá la mejor explicación la haya ofrecido René Mugica, que fue su asistente durante varios años: “Fregonese era así. No se hallaba en Buenos Aires y quería irse, pero cuando estuvo allá tampoco se sintió bien y quiso irse. Era, esencialmente, un desarraigado”. Su trayectoria comenzó a hacerse más fluctuante y azarosa. Ya separado de Faith Domergue, con quien tuvo dos hijos, en 1961 empezó a salir con la actriz de origen japonés Yôko Tani, a quien conoció en China mientras filmaba una versión de Marco Polo. También rodó películas en Italia, Inglaterra, India, Yugoslavia, Malta, Croacia y El Cairo, entre otros lugares, e incluso hizo en España una remake en colores de Pampa bárbara, titulada Pampa salvaje (1966), que aunque no resiste comparación con la original merece ser vista.
Algunos sostienen que Fregonese dilapidó su dinero en oscuras mesas de póker europeas, partidas decadentes en las que, pícaro, siempre escondía alguna carta en la manga. Regresó a Argentina a principios de los setenta, donde realizó con escasa repercusión sus dos últimas películas: el policial La mala vida (1973) y Más allá del sol (1975), con Germán Kraus como el pionero aeronáutico Jorge Newbery. Enfermo, cansado y empobrecido, en 1982 consiguió que el Ejecutivo le otorgara una pensión vitalicia y se recluyó en una modesta casa de un familiar en una isla del Delta del Tigre. El único argentino que logró saltar las murallas de Hollywood murió en enero de 1987, a los 78 años, pero casi nadie se enteró.
A fines de los '40 París recibió a Miles Davis con más veneración de la que había recibido en su propio país. Alfred Hitchcock fue elevado a la categoría de autor por los Cahiers du Cinéma mientras en Estados Unidos apenas lo consideraban un hacedor de éxitos. Hugo Fregonese nunca voló tan alto, pero de todos modos también fueron los franceses los primeros en confirmar aquello de que –al menos de entrada– nadie es profeta en su tierra. En 1985, dos años antes de su muerte, la Cinemateca Francesa y los festivales de Nantes y Deauville exhibieron buena parte de su filmografía. Algunos, incluso, se animaron a considerarlo un auteur, con la fuga como su tema recurrente. Varios años después, en 2007, el Bafici exhibió seis de sus películas extranjeras, que probablemente no se veían en el país desde su estreno, y un año más tarde, en el centenario de su nacimiento, Fernando Martín Peña organizó una retrospectiva bastante completa en el Malba.
Más de seis décadas después de su estreno, Apenas un delincuente volvió este fin de semana en Venecia. Se exhibió ayer y se verá hoy al mediodía en la Sala Volpi del Palazzo del Cinema, dentro de la sección de clásicos restaurados del festival que integran, entre otras, películas canónicas como Alexander Nevsky (1938), de Eisenstein; El bello Sergio (1958), de Claude Chabrol; Barbarroja (1965), de Akira Kurosawa; y Amarcord (1973), de Federico Fellini. Todo surgió por iniciativa del porteño Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken.

Diez películas en Hollywood.

Fregonese
Diez películas en Hollywood.
"Violeta Bava programadora del Bafici, también trabaja para el Festival de Venecia como delegada para América Latina. Y hace un tiempo veníamos trabajando con ella para llevar alguna película allá”, cuenta Paula Félix-Didier, directora del museo. El origen italiano de Fregonese, el hecho de que Apenas un delincuente haya competido en Venecia en 1949 y, por supuesto, la calidad de la película convencieron a los programadores del festival de cine más antiguo del mundo. La versión de Apenas un delincuente que está editada en DVD y se suele pasar en televisión tiene 8 minutos menos que la estrenada en cines. La Filmoteca Buenos Aires que dirige Peña atesoraba una copia en nitrato de la película. “Está prohibido proyectar películas en ese soporte, porque tiene el peligro de la combustión espontánea -explica Félix-Didier-. Pero alguna vez, para probar la copia, se proyectó. Y cuando ves nitrato no querés volver a ver ningún otro soporte. Tiene un brillo y un rango de grises como nunca vi. Las posibilidades de contraste son hermosas”. Esa copia se limpió en los laboratorios de Cinecolor, con un método fotoquímico conocido como “ventanilla líquida”: en una máquina de copiado, la película pasa por un líquido que rellena cualquier ralladura e impide que esa imperfección se trasladen a la nueva copia. “No hizo falta hacer una restauración digital, porque se logró mejorar muchísimo el material sólo con el proceso fotoquímico”. Los 8 minutos que faltaban, correspondientes al cuarto acto, se tomaron de una copia en 16 milímetros que guardaba el Museo del Cine.
Esta impecable nueva copia de Apenas un delincuente no sólo se exhibirá en Venecia. La idea de Félix-Didier es que también pueda verse en una próxima edición del Bafici y que se proyecte en la enorme pantalla del Gaumont, lo que de algún modo recrearía la experiencia de verla como en el momento de su estreno. Además, el festival Cinema Ritrovato de Bologna, en Italia, está preparando una retrospectiva de la obra de Fregonese y es probable que esta versión restaurada forme parte del programa. Por lo pronto, viajará a Venecia junto a otras dos realizaciones nacionales: El clan, de Pablo Trapero, primera película argentina que accede a la competencia oficial desde 1998; y el corto 55 pastillas, de Sebastián Muro, que se verá en la sección Horizontes. De algún modo, el pasado, el presente y el futuro del cine argentino estarán representados en el célebre festival italiano.

Autor:
Andrés Fevrier trabaja como periodista desde 1998. Pasó por las redacciones de La Razón y Clarín, entre otras. Pero lo que más le gusta es mirar películas. En Twitter es @cinematofilos.

Fuentes: caocultura.com
laagenda.buenosaires.gob.ar


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