Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

martes, 4 de junio de 2019

Elle, de Paul Verhoeven, Francia, 2016.

Tratamiento de choque, crítica de Elle.
















El éxito de la mujer sigue viéndose todavía, bien entrados en el siglo XXI, como una amenaza a los códigos patriarcales que no sólo daña la egolatría del ciudadano masculino asentado en los puestos dominantes del jerárquico escalafón, sino que también divide a la población femenina entre la sección machista, que todavía no confía en su propio sexo como alternativa competente a las tareas destinadas tradicionalmente al hombre, y aquellas que sí aceptan el cambio lógico e igualitario pero que, debido a la presión popular, se atacan sin piedad a consecuencia de una competitividad voraz por la que nunca antes tuvieron que preocuparse a consecuencia de su falta de oportunidades. “—Tú eres la víctima ahora. —Yo también fui la víctima antes”. Michèle, la protagonista de Elle, la última película del controvertido director Paul Verhoeven, se ha visto obligada a desarrollar una extremada frialdad y distanciamiento emocional con el mundo, debido a la intransigencia e incomprensión que suscita su elevada posición social. Para hacernos comprender esto sin dilación alguna, el director enfrenta a su protagonista a un hecho espantoso desde el primer fotograma de metraje. La respuesta de la mujer a dicho suceso no revelará la conmoción esperada, sino que quedará saldada con una mezcla de resignación abúlica y una fortaleza inconcebible. El realizador no dirige la trama desde una posición de desconocimiento hacia la diégesis de su personaje por medio de un hecho concreto, sino que procede a la inversa, construyendo el argumento a partir y en torno a ese episodio violento que nos aporta muchas pistas sobre una mujer, despojada de su anonimato —y su voluntad— desde el principio, no ya gracias a una conversación esclarecedora de su carácter, sino debido a la ausencia de la misma. Como consecuencia de que Michèle no realiza la presumible llamada a la policía en la escena posterior a ese incidente inicial, somos plenamente conscientes de su aplomo y su imposibilidad de mostrar debilidad en este juego del depredador y la presa, en el que no está permitido tropezar.





Verhoeven se adentra en un terreno muy peligroso al frivolizar acerca de un acto tan deleznable como es una violación. Su planteamiento es controvertido, arriesgado, pero, sobre todo, muy cuidadoso y dotado de un constante respeto por los principios feministas, pues otorga al protagonista masculino todo el peso de la brutalidad procedimental y la hedionda enajenación que nos lleva a pensar en el hombre como un ser no evolucionado que sigue respondiendo a impulsos animales desproporcionados. El realizador se pasea por la cuerda floja de la futilidad mientras trivializa sin censura las agresiones sexuales fruto del abuso de la fuerza bruta, superando, no obstante, con gran acierto el trascendente dibujo de la mujer que, pese a haber sido sometida al ultraje de su cuerpo y su libertad, evita adoptar una posición victimista frente a la inevitabilidad del intervalo pasado. 

Lejos de parapetarse en un hermetismo de vergüenza y soledad con la única compañía de un paquete de clínex, Michèle decide seguir con su vida sin recurrir al amparo de una figura varonil y protectora que la ayude a superar un hipotético estado de debilidad, desamparo o vulnerabilidad; ¿Dónde diablos estaba esa figura viril cuando realmente se la necesitaba? Las únicas representaciones que el realizador nos ofrece del modelo de masculinidad aparecen dibujadas mediante los estereotipos del hombre violento y cobarde que abusa del más débil haciendo uso de un abyecto anonimato, y el intelectualmente deficiente que se muestra incapaz de comprender la complejidad de las acciones que escapan de su rutina lúdico-deportiva habitual. Para mantener una constante aura de misterio y de intimidad en torno a sus personajes, el director ofrece una perspectiva muy estudiada con la que logra aportar una alta dosis de intriga sin romper con la ambigua verosimilitud de su relato.



«Aceptamos a la heroína y, lo más importante, aceptamos todas sus decisiones en cuanto tomamos conciencia de que su mundo está rodeado de monstruos».



Isabelle Huppert, en otro de sus ya habituales paroxismos interpretativos, logra que la mujer se desprenda, por fin, de la ignominia que la ha perseguido en todas las representaciones de la violación en la gran pantalla: el sentimiento de culpa. Porque Michèle no alberga culpa o responsabilidad alguna por lo ocurrido, puede que sí algo de odio transformado en un prematuro deseo homicida y derivado en un postrero síndrome de Estocolmo, fruto de la inevitable curiosidad del ser humano y la necesidad de no dejar cabos sueltos, inherente al carácter de todos aquellos que disfrutan de una elevada posición laboral al mando de un número determinado de personas. Entonces llegan las primeras amenazas telefónicas; el director introduce uno de los trucos más astutos de concesión que hemos visto en el cine moderno al obligarnos a conferir inconscientemente a la protagonista una mirada de censura, a consecuencia de esa llamada anónima difamatoria que Michèle asume con naturalidad. Pronto entenderemos que ese desprecio no se fundamenta en la propia actuación del personaje, sino que le viene impuesto por una herencia criminal; su padre fue un notorio asesino en serie de niños y, por lo tanto, la hija es la que tendrá que cargar con el peso del odio irracional y la responsabilidad de enfrentarse a diario a la mediocridad de la opinión pública. El sutil rumor de que la protagonista pudo estar involucrada en los asesinatos cometidos por su padre, siendo una niña, sirve para acercarnos al entendimiento de sus acciones y, al mismo tiempo, para aborrecer un poco más la actitud miserable del ciudadano prejuicioso y tan hastiado de su propia vida que busca el medio de perjudicar la de los demás. Comienza entonces el proceso de empatía que, en un principio, parecía tan remoto. Aceptamos a la heroína y, lo más importante, aceptamos todas sus decisiones en cuanto tomamos conciencia de que su mundo está rodeado de monstruos: una figura paterna perversa y desalmada, un exmarido con doble fachada que, pese a mostrar una actitud encantadora y comprensiva, la agredió estando casados, un hijo pusilánime hacia quien no siente ningún vínculo afectivo, que además está relacionado con una cazafortunas sin escrúpulos a la que desprecia y, por si todo esto fuera poco, el asaltante entra en escena para completar su angustiosa existencia.



«Mediante un astuto y atractivo ejercicio estético de percepciones y dobles intenciones, la película nos ofrece una visión muy personal de la polisemia léxica de la depredación y la violación, dos conceptos que se yuxtaponen y aplican a numerosas facetas del ciudadano acomodado de clase alta y con acceso a recursos de intrusión y exploración sin consentimiento en la vida de otras personas».


Pese a este espeluznante escenario, Michèle, hacia quien nos sentimos más atraídos con cada fotograma, ha conseguido levantarse de todos y cada uno de sus infortunios para seguir escalando posiciones y llegar a la directiva de una empresa de videojuegos donde, por supuesto, encontrará a más de un enemigo dispuesto a dificultarle la tarea en un mundo tan machista y desdeñoso con la mujer como es el encargado del entretenimiento virtual. Pese a esta potente carga ideológica, es de destacar la equidad procedimental de la que hace uso el cineasta neerlandés al aplicar constantemente la ambigüedad funcional en sus directrices. Por momentos apreciamos en la película un aire queer muy oportuno con el que Verhoeven logra que el espectador deje de plantearse un discurso machista o feminista, y comience a prestar atención directamente a la androginia argumental del ser humano enfrentado a sus deseos más primarios. Con todo, parece como si el director se hubiera atrevido a adaptar un filme de Haneke y añadirle un registro cómico tan insólito como nigérrimo, cuya inmediatez y perseverancia proporcionan la principal baza para lograr el inquietante efecto deseado. Mediante un astuto y atractivo ejercicio estético de percepciones y dobles intenciones, la película nos ofrece una visión muy personal de la polisemia léxica de la depredación y la violación, dos conceptos que se yuxtaponen y aplican a numerosas facetas del ciudadano acomodado de clase alta y con acceso a recursos de intrusión y exploración sin consentimiento en la vida —política, laboral, sentimental o física— de otras personas. Elle devuelve a Verhoeven su merecido reconocimiento y lo saca del ostracismo artístico al que se le recluyó por su irónica visión del capitalismo, y lo hace gracias a un montaje impetuoso y muy efectivo capaz de mantener al espectador aguardando en vilo el siguiente giro de guion, incapaz de borrar en ningún instante la imperturbable sonrisa nerviosa que se dibujó en su cara al comienzo del filme. 






Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / 69º Festival de Cannes

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