Se estrenó Al cine con amor, el documental sobre Roger Ebert, el crítico que hizo su carrera en Chicago, desde la periferia, lejos de los circuitos de prestigio de Nueva York o Los Angeles. Y más tarde, gracias a la televisión, se convirtió en un personaje popular que intentó democratizar la crítica con verdadero espíritu divulgador.
Por Paula Vázquez Prieto
Una voz metálica, casi irreal, sale de la computadora de Roger Ebert en sus últimos meses de internación, hacia fines del 2012. Ha perdido sus cuerdas vocales debido al cáncer, pero aún lucha con ahínco y voluntad desde la cama de un hospital donde lo visita su familia y Steve James, amigo y documentalista, que registra con su cámara esas imágenes casi evanescentes. Entre sábanas, anotadores y tubos de succión, Roger Ebert recuerda y reconstruye su vida de película, no sólo la de las aventuras vividas sino la de las imaginadas. “Nací dentro de la película de mi vida. No recuerdo cómo fue que entré en ella pero aún continúa entreteniéndome”, es la frase que aparece en el inicio de Life Itself –estrenada el jueves pasado como Al cine con amor– como declaración de pertenencia a ese mundo donde el cine no sólo es parte fundamental de la vida, sino que es la forma de conectarse con ella, de hacerla más real, más concreta. La historia de Ebert (quien finalmente falleció en abril del 2013) que Life Itself erige a partir de retazos de su pasado, de fotos viejas y recortes de diarios, del testimonio de directores consagrados como Martin Scorsese o Werner Herzog, de las anécdotas de sus compañeros de trabajo y de las lágrimas de su familia, es atractiva en sí misma más allá de los pergaminos del crítico y ganador del Pulitzer; es lúdica y atrevida por momentos, cálida y emotiva en otros, escapando a cualquier solemnidad o intento de hacer de su personaje un monumento.
Pero, ¿quién fue Roger Ebert? Lo vemos en su ciudad natal de Urbana, en el estado de Illinois, como un chico gordito de anteojos gruesos encerrado en esas fotos en blanco y negro que se conservan en los arcones familiares, tenaz y persistente en la vocación de la escritura que quiso ir a Harvard en los ’60 siguiendo a Kennedy, pero que terminó de redactor en The Daily Illini mientras estudiaba en la universidad local. En la película de Steve James (director de documentales como Hoop Dreams y The Interrupters) esta insistencia rayana en la obsesión define la supervivencia de Ebert en un mundo donde los patrones culturales se edifican en el centro, en ciudades como Nueva York para cierta elite intelectual liberal, y en Los Angeles para un sector más frívolo pero que, en definitiva, es quien maneja los negocios. Ebert coqueteó con el cine desde la periferia, desde una ciudad como Chicago, donde hizo pie después de su partida de Urbana, donde cayó en la columna de crítica del Chicago Sun-Times casi como un paracaidista. Su escritura sencilla y casi a borbotones lo hizo omnipresente y su atención a lo que surgía lo convirtió lentamente en un personaje a tener en cuenta. Bares, alcohol, frío polar, escenas de Bonnie & Clyde, todo ello formó parte del cóctel de la juventud de Ebert, tiempo fértil para ver y hablar de cine, días de gloria de la crítica como estímulo de un cine que rompía estándares y celebraba el riesgo como fueron los años de emergencia del Nuevo Hollywood y los vientos huracanados de los ’70.
Sin embargo, si hay algo que la película de Steve James tiene en claro es quién no fue Roger Ebert. Sí fue el guionista de Más allá del valle de las muñecas (1969), del mítico Russ Meyer, seducido por esos posters de mujeres voluptuosas de armas tomar que serían el emblema de un erotismo insurgente que anticipaba el explotation de la década siguiente; sí fue un conferencista serial gracias a sus histriónicas performances sobre el escenario y su espíritu divulgador y, por supuesto, sí fue el crítico del mainstream estadounidense más allá de sus defensas de algunos cineastas independientes o contraculturales. Pero Ebert se convirtió en una figura popular en Estados Unidos gracias a la televisión, no debido a la acidez de su pluma crítica. Por ello nunca tuvo el prestigio de críticos como Andrew Sarris, quien hizo de la teoría de autor de la revista francesa Cahiers du cinema todo un estandarte en su lectura del cine clásico, ni de Pauline Kael, aquella lúcida guerrera del discurso que hizo de la crítica una forma de arte como lo había anticipado un siglo antes Oscar Wilde. El camino de Ebert fue otro, y así lo atestigua cada minuto de Life Itself: ni su premio Pulitzer de 1975 ni su reconocimiento póstumo son tan esenciales como su intento de acercarse al espectador, como su constante devoción por instalar –con mayor o menor éxito– la discusión como parte integrante de la experiencia fílmica. Lo afirma Stephanie Zacharek desde The Village Voice, cuando celebra su integración casi temeraria al mundo de Internet como una forma de reinventarse a sí mismo, tal vez por necesidad, pero también hallando un profundo placer en esa adaptación.
La película de James va y viene entre presente y pasado, entre los tiempos de la vieja escuela del periodismo impreso y la era del blog y su perfil de Twitter, entre su matrimonio con Chaz, a quien conoció en las reuniones de Alcohólicos Anónimos y quien le dio una nueva familia y un sostén en los tiempos difíciles, y su dupla profesional con Gene Siskel, su némesis del Chicago Tribune, con quien realizó durante décadas el show Siskel & Ebert & the Movies que los hizo tan famosos. El personaje creado por Life Itself nos revela sus costados más extravagantes, sus históricas borracheras, su soberbia casi infantil, su percepción aceitada, su tibio cinismo, sus desopilantes riñas en cámara con Siskel, y también se filtran los claroscuros de la madurez, su luminoso amor por sus hijastros, su frustración ante las limitaciones impuestas por la enfermedad, sus arrebatos de impotencia y su silente rendición después de años de batalla. Todo aparece allí con la fuerza de su descarnada autenticidad, como uno intuye en las páginas de sus memorias, que llevan el mismo título de la película. El Ebert real trasciende, en las diversas aristas que asume James en su recorrido, ese lugar que parecía estarle reservado, el del comentarista estándar, democratizador de la crítica y celebridad de la televisión local. Su figura pública adquiere la contracara de este aventurero fortuito de la escena cinematográfica, simpático y cascarrabias, cultor de su propio ego, que nunca se tomó demasiado en serio, gran observador de los tiempos en los que navegaba, y consciente de que en esta película de su vida lo mejor que podía hacer era divertirse.
Extraído de Pagina 12, suplemento Radar, número 964, 1/3/15.
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