Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

miércoles, 17 de abril de 2019

El rodaje y lo real.

POR JUAN VILLEGAS





Hace un par de semanas compartí una mesa de examen con Mariano Llinás. De pronto, terminamos hablando con el alumno acerca de los protocolos de rodaje. Llinás observaba lo siguiente: “¿Por qué primero se hace andar el sonido, luego se enciende la cámara, después se hace el clack de la pizarra y solo al final se indica la acción a los actores? ¿No podría ser de otra forma?” La respuesta parece simple, pero no lo es. El sonido y la cámara deben arrancar primero para asegurarnos que se grabe el ruido de la pizarra y permitir la posterior sincronización en postproducción. La razón por la que primero se enciende el grabador de sonido y luego la cámara es una herencia de la época del fílmico: la cinta magnética para el Nagra era mucho más barata que el negativo de imagen. Hoy esa diferencia sigue existiendo, aunque en menor medida, ya que el espacio en disco que ocupan los archivos de audio es notoriamente menor que el que ocupa la imagen. Pero podemos decir que se trata más de un hábito establecido que de una necesidad económica. De hecho, una costumbre relativamente nueva en los rodajes es la de no cortar la cámara entre toma y toma, sobre todo cuando se corta antes de que termine la acción. Al contrario de lo que se puede creer, en esta época del digital no se filman muchas más tomas por plano que antes, aunque sí se deja correr más la cámara antes y después de la acción. Al fin y al cabo, lo que sigue siendo caro en el cine es el tiempo. La repetición de tomas no implica un gasto relevante en cuanto al material virgen (es decir, los discos rígidos), pero retarda los rodajes y eso sí tiene implicancias económicas.
¿Pero por qué la acción es el último paso del protocolo habitual de rodaje? No podría ser de otra manera, ya que si la acción fuera lo primero se correría el riesgo de perder el registro (tanto sonoro como visual) de una parte de la misma. Sin embargo, hay algo arbitrario -y que podría tener consecuencias estéticas- en el procedimiento. Este orden habitual presupone que la acción es algo subordinado a la presencia de la cámara y la grabación del sonido. Solo encendemos la cámara y el grabador cuando hemos manipulado lo suficiente los elementos que están en el set, solo cuando sabemos que tenemos el control sobre lo imprevisto inherente a lo real. Podríamos pensar, entonces, que este protocolo sería el procedimiento mediante el cual aceptamos la presencia de la ficción. Sin embargo, sabemos desde hace décadas que lo propio del cine, lo que lo ha hecho distinto a todas las otras manifestaciones artísticas, es el peso de lo real sobre lo narrado. Aún en la ficción más artificial los elementos puestos delante del cuadro llevan la huella de lo real. Volviendo a esa mesa de examen, recuerdo que ante la pregunta de Llinás mi respuesta fue que en el documental, precisamente, el orden es el inverso, ya que la cámara se suele encender cuando la acción ya está iniciada. Ahí lo miré a Rafael Filippelli, que también estaba en la mesa, y recordé que él sostiene que no hay diferencia alguna entre el documental y la ficción, que son nociones viejas que deberían desaparecer, que solo se trata de hacer películas. Entonces le dije: “Aunque es cierto, Rafa, que vos no crees que existan los documentales”. Filippelli asintió: “Efectivamente, yo siempre prendí la cámara una vez que la acción ya estaba iniciada, aún cuando estuviera trabajando con personajes reales”. Llinás intervino: “Es que vos, Rafa, nunca filmaste documentales.” No nos pusimos de acuerdo. Además, nos acordamos que teníamos que seguir con el examen.
Ahora que vuelvo a pensar en el tema, recuerdo La fabrica de Cuento de verano, el extraordinario documental de Jean-André Fieschi acerca del rodaje de la película de Rohmer. La primera escena del documental, tras un breve prólogo, es el registro del equipo de rodaje preparando la primera escena de la película, adentro de un barco que se acerca al puerto. Vemos a la camarógrafa, al actor principal, al propio Rohmer, a otra gente que viaja en el barco. Todos parecen concentrados, pero más relajados que tensos. De pronto, nos damos cuenta de que la toma ya fue realizada. Lo notable es que no se percibe ninguna diferencia en la actitud de todos los presentes entre el momento de rodaje y los momentos de espera o los posteriores al corte. Uno sospecha, entonces, que uno de los secretos de la impresión de realidad en las películas de Rohmer tenía que ver con sus estrategias de rodaje: un equipo reducido, ambiente relajado, la mínima imposición posible del artificio inherente a todo rodaje en la realidad que se está registrando. Kiarostami, otro director preocupado por el realismo, contaba que uno de sus secretos para que sus actores no profesionales mantengan la naturalidad era evitar el clack de la pizarra una vez que la cámara se encendía. Había descubierto que la presencia de ese artefacto extraño los cohibía, los desconcentraba. Era preferible, razonaba, la dificultad para sincronizar el sonido con la imagen en postproducción que perder la verdad que buscaba en sus actores.
Los protocolos de producción son necesarios, pero la gran historia del cine es también la historia de los que rompieron las reglas.
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© Juan Villegas, 2019 | @JuanVillegas19

Lucía Puenzo y las ideas de Los Invisibles.

Su nuevo libro, con ecos de ardiente actualidad

“Esta novela es pura intuición y disgresión”

La realizadora comenzó con la idea de los niños que encaran sus robos casi como un juego, pero la trama la fue llevando a lugares inesperados, incluso hacia un juego de microrrelatos con diferentes climas: “Me gusta pensar la novela como una isla de la que nadie sale”.

“Yo trabajo mucho con el encierro en lugares enormes, pero la sensación de que no pueden salir es imaginaria.”


Lucia Puenzo, foto de Jorge Larrosa


El lado más salvaje de la civilización es el estado de anestesia que permite “naturalizar” que millones de niños vivan en condiciones infrahumanas. El rumor de que andan reclutando a chicos para trabajar en Uruguay todo el verano llega a oídos de Ajo, su hermana la Enana e Ismael, tres chicos de la calle que roban para un guardia de seguridad porque saben entrar a las casas “sin dejar rastros”. La principal habilidad de Ajo –el más pequeño del grupo, de 6 años– es que se parece a un hombre araña que trepa por las paredes y se mete por alguna ventana. Robar en mansiones de la costa uruguaya es tan irresistible como la posibilidad de conocer el mar. Aunque pudieran intuir el peligro, los tres caminan directo hacia el desastre en Los invisibles (Tusquets), la nueva novela de Lucía Puenzo.

“Esta novela primero fue un corto. Cuando estudiaba en el ENERC, filmé un corto codirigido por uno de mis hermanos, Los invisibles, basado en algo que nos contaron dos chicos de la calle, de las ranchadas de Once y Constitución, que estudiaban teatro y actuaban en un corto que dirigimos. Se acercaron a decirnos que no estaba tan buena la historia, que tenían una mucho mejor ocurrida hace muchos años. Trabajaban para un guardia de la zona Norte porque eran invisibles, eran fantasmas. Nunca supimos exactamente los límites de la ficción y de la realidad. Filmamos ese corto un año después y de ahí se arrastró esa idea: que ellos se nombraban  como invisibles. Cuando les preguntábamos por qué, nos decían que eran fantasmas que deambulaban por mansiones sin ser vistos y que sus robos eran ‘chiquitaje’; que no iba a saltar como un robo externo, sino como alguien que había robado dentro de la casa. Esta idea de chicos de la calle que no eran vistos es muy macabra. Ellos decían ‘A veces nos ponemos delante de una ventanilla y no nos ven’. Me parecía la cima de la crueldad y lo primero que reclamaban era algo tan simple como que los vieran”, plantea Puenzo a Página 12.

–¿Cómo explicar que aun estando en las calles no sean vistos?

–La anestesia en las grandes urbes puede empezar a naturalizar que haya niños de cinco años en patas, con frío y lluvia, pidiendo comida. Uno debe preguntarse a qué grados de naturalización fuimos llegando en relación a la niñez, a la vejez, a los que están en la calle y a lo que pasa hoy en este país, que se empieza a caer de nuevo del sistema gente que tiene hambre. Los protagonistas son una heroína y dos pequeños héroes en un punto, porque tienen muchas ganas de pasarlo bien y quieren conocer el mar. Cuando les llega esta propuesta, que de entrada se percibe como siniestra y peligrosa y uno grita como en las películas de terror “¡huyan en otra dirección!”, a los chicos lo que los tienta no es la propuesta de cruzar por el Tigre a robar casas en Uruguay, sino conocer el mar.

–No dejan de ser niños.

–No pueden dejar de ser niños y a lo largo de la historia les gana el ser niños. Cuando están en una situación híper siniestra, les gana que a lo lejos ven el mar, que entran a una habitación llena de juguetes importados o se ponen unos patines.

–¿El robo en las casas se parece a un juego?

–De alguna manera sí. En cada una de esas mansiones, en esas misiones que les dan –y que después entenderemos que era una gran mentira, que tenían que hacer todo mal, que era parte de lo que los guardias de seguridad querían–, se empezó a articular como microcuentos dentro de la estructura de la novela. En esos microrrelatos hay reglas propias, casi de género. Algunos son más descarnados, otros tienen mucho más humor, otros lindan con la ciencia ficción. Me divertía entrar a una casa y detener el tiempo y que les pasara algo inesperado. El tiempo se detiene y lo que menos importa es el robo. Son personajes encerrados, pero también esa jugadora de ping pong llevada para ser la payasa de un ruso multimillonario, que está sola en esa mansión, haciendo tiempo. Y la chiquita con mutismo selectivo, que elige no hablar y está guardada en una de las casas. Son personajes encerrados en estancias de cientos de hectáreas, con todos esos grandes nombres. No era lo mismo que la novela nombrara nombres reales o ficticios. Defendimos mucho con la editora la importancia de los nombres.

–Beccar Varela o Mitre.

–Sí, esa parte de la costa uruguaya está atravesada por las grandes familias terratenientes de la historia. Esos chicos se meten en esas casas, no en cualquier casa. Hay un cruce muy radical de los que están más abajo y los que están más arriba. No daba lo mismo que fuera cualquier familia. Esas mansiones son de los dueños del país y con estos chiquitos fantasmales, circulando por sus casas y viendo sus intimidades y sus peores secretos. Ni siquiera están armados y cuando tienen un arma la esconden en la arena por si en algún momento la necesitan. Al mismo tiempo, son tres personajes muy punks porque no son inocentes; son chicos que crecieron en la calle, robaron de todo, han hecho de todo para sobrevivir, son sobrevivientes. Pero ellos no son los que van a matar.

–Los invisibles empieza con cierto realismo para derivar a zonas más vinculadas con el terror y la ciencia ficción. ¿Cómo fue trabajando los cambios de clima?

–A diferencia de los guiones cinematográficos, donde sí trabajo en la segunda versión con una estructura dramática, sabiendo el final porque lo necesito, con la novela todo es pura intuición y digresión. Esta novela fue muy digresiva. Tenía la intención de que empezara de una manera muy realista y cruda y después los iría llevando a medida que se iban perdiendo en esas estancias, que para mí era como una isla de El señor de las moscas, por fuera del tiempo, fuera de su universo; ellos desconocían las reglas de ese universo y se iban sumergiendo en oscuridades cada vez más espesas de las que no sabían bien para dónde ir. Todo esto fue apareciendo muy arbitrariamente, porque además lo bueno de este universo fue que era como un no-tiempo: tienen una semana, hay nueve casas, róbenlas como quieran, hagan lo que quieran. Y ahí adentro estábamos los chicos y yo. No había reglas de género. Más allá de que toca cuestiones del policial, no sigue las reglas de un policial en el que mandan las peripecias.

–¿Por qué los personajes están tan encerrados?

–Me gustaba pensar a esta novela como una isla de la que nadie sale. Tenía la intuición del lado salvaje de la estancia, de la aparición de los perros salvajes. La sensación es que en esa estancia que uno creía domesticada, la mitad estaba atravesada por una zona que no tenía dueños, y ahí reinaba un aura mucho más salvaje. Y los chicos podían ser como los reyes del lado salvaje. Podría poner como referencia La isla de los suicidas, el cine de terror asiático que se mete con adolescentes y los lleva a costados muy salvajes. O El señor de las moscas, tanta filmografía y literatura que lleva a los adolescentes y a los niños a hacer contacto con su lado más amoral, más oscuro.

–¿Qué pasa con Luisa, la chica muda? ¿Por qué el mutismo genera tanta extrañeza?

–Tuve la intuición que iba a ser  más protagónico, pero al escribir novelas en las que no tengo un trazado claro, hay intuiciones que no se comprueban. Empecé creyendo que ella iba a ser protagónica, pero algo me decía que no era así y fui dejando que saliera de la trama. Mucho de lo que saqué de la novela y que tal vez se transforme en otra novela es la historia de esta chica; tenía como doscientas páginas más. Esa historia se cruzaba con el relato de los chicos. Todo eso lo saqué; pero había algo de la imantación que siente Ismael por ella que es muy poderosa, muy sexual, y al tiempo muy inocente.

–No es la primera vez que trabaja con personajes encerrados. ¿Qué le interesa del encierro?

–Es como el género de la pieza, los vínculos encerrados. Yo trabajo mucho con el encierro en lugares enormes; pero la sensación de que no pueden salir es imaginaria. El género de la pieza te hace chocar de frente con ciertos vínculos; en este tipo de género no manda tanto la peripecia, que es lo que menos me interesa, sino los vínculos y los universos imaginarios; es como ir para adentro y para abajo y no para adelante y los costados. XXY, basada en un cuento de Sergio Bizzio, tiene también el tema del encierro. En El niño pez las chicas están encerradas en una gran mansión; en Wakolda, en una gran casa al lado del Nahuel Huapi; en La furia de la langosta, en una casa en el exilio uruguayo.

–La naturaleza aparece como lo no domesticado, como un elemento disruptivo.

–Es cierto. Esa estancia que está cortada en diagonal y de un costado es salvaje y del otro no, esa idea de la convivencia de lo salvaje hasta tiene que ver con nuestras ciudades latinoamericanas, donde estás en una cancha de tenis en una mansión y al lado hay una villa miseria. Puede ocurrir que de un lado haya tres chiquitos invisibles durmiendo en la calle y del otro una fiesta de los Mitre. Esta convivencia es obscena.

–¿Cómo se vincula Los invisibles con el presente de la Argentina?

–Escribí esta novela el año pasado, en pleno puerperio. Tenía una beba de dos meses, Nina, y cuando se dormía escribía Los invisibles, que tiene algo muy maternal. La Argentina de hace un año ya era la Argentina del macrismo, en la que los niños de la calle la pasaban muy mal. Con lo que está pasando en estas semanas cobra más vigencia. ¿A quién le sorprendería que haya chicos de la calle explotados por guardias y policías? ¿O que sean más invisibles de lo que son hoy, cuando ya no alcanza para comprar leche y no está decretado como emergencia nacional?


La ficha

Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976) tenía 23 años cuando escribió su primera novela, El niño pez, que después adaptaría al cine y se convertiría en su segundo largometraje. Su primera película XXY ganó el Goya a la Mejor Película Extranjera y el Gran Premio de la Semana de la Crítica en el Festival de Cannes. Publicó además las novelas 9 minutos, La maldición de Jacinta Pichimahuida, La furia de la langosta y Wakolda, que también filmó y fue parte de la Selección Oficial del Festival de Cannes y del Festival de San Sebastián y ganó más de veinte premios internacionales. Es autora de la colección de cuentos En el hotel cápsula. Sus libros han sido traducidos a quince idiomas.


Extraído de www.pagina12.com.ar