Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

viernes, 10 de julio de 2020

David Kohon, intimista y subjetivo.





Breve Cielo


Clase magistral del realizador argentino


En una nueva entrega de las clases magistrales de cineastas, tenemos el gusto de traer a Marienbad una masterclass a cargo de uno de los más importantes realizadores argentinos de todos los tiempos: David José Kohon (1929-2004). Formulada como una extensa entrevista, la misma fue realizada a finales de 1961, cuando el realizador de Prisioneros de una noche (1960) acababa de estrenar Tres veces Ana (1961). Cineasta singular y crítico incisivo, las reflexiones del director de Breve Cielo (1969) siempre buscaron la indagación  crítica evadiendo los lugares de comodidad.

El rescate de esta nota tiene no solo el objetivo de poner en foco la obra de un cineasta fundamental de la historia del cine argentino, sino también rescatar y homenajear el espíritu indagativo de las publicaciones de cine que se gestaron en la Argentina de comienzos de los sesentas, cuando la llegada a las salas de las propuestas cinematográficas modernas traía aparejada una renovación en la forma de reflexionar sobre el séptimo arte. Agradecemos especialmente a los responsables de la entrevista, publicada originalmente en la revista Contracampo,  destacable publicación de estudiantes de cinematografía de la Universidad Nacional de La Plata.

por David José Kohon

Declaraciones registradas a partir del diálogo con Armando Blanco, Mario Bohoslavsky, Eduardo Comesaña, Oscar Garaycochea.

Elaboración del libro cinematográfico

El material cinematográfico ¿lo piensa directamente en términos de puesta en escena ¿o la construcción original es literaria y luego traspuesta?

Son casos un tanto distintos. En Prisioneros de una noche (1960) me dieron un libro y tuve que verlo en función de cine, de puesta en escena. Tres veces Ana (1961) lo veo simultáneamente, incluso hay cosas en que se me ocurre antes lo visual. Lo de la montaña rusa es algo que me apasionaba mucho antes de tener escrito este tema; es decir, no el hecho de la montaña rusa en sí, sino el problema de cómo evocar una situación cuyos elementos materiales o físicos no están presentes, sin hacerlos presentes. Sin ningún truco ni sobreimpresión, ni siquiera de sonido. Sin caer tampoco en la cosa teatral o literaria. Es decir, utilizando solamente elementos cinematográficos, ayudándome con el contrapunto del sonido o del diálogo con la imagen en cuanto el cine no sólo es imagen, sino un conjunto de elementos plásticos y rítmicos de los cuales la imagen es el de valor más constante. Pero de pronto el diálogo, una frase, puede dar un valor inusitado a la imagen. Como esa frase inicial de Walter Vidarte en el primer encuentro en la pieza, cuando le dice a María Vaner: “Perdone”, “Es por ese auto”. “Si me permite”, ‘‘Para cruzar la calle”. Ahí se destruye todo lo que estábamos viendo, al espectador se le derrumba. Eso es lo que estaba buscando. Por eso, en ese momento, el diálogo tiene para mí un valor cinematográfico tan importante como la imagen. Porque forma lo que Béla Balázs llamaba “asincronismo”, aunque él lo decía con respecto a los ruidos. Una imagen que no tiene nada que ver con el sonido que se escucha, crea una tercera idea totalmente nueva. El caso del diálogo se puede adaptar a ese concepto.

Con respecto a lo literario y lo cinematográfico, simplemente no me lo planteo. Lo veo. Creo que el trabajo del realizador es un poco alucinatorio. Primeramente hay que tener una especie de alucinación voluntaria (como quería Rimbaud) y de acuerdo a lo que se ve tratar de evocarlo en el set y recrearlo. De ninguna manera trasplantarlo mecánicamente, porque es imposible. Pero eso está en relación con una serie de preocupaciones que no son solamente cinematográficas, sino humanas. En ningún momento pienso solamente en cine, sino en todo: cosas que me preocupan, los demás yo, el mundo, la vida. Trato de buscar los medios que puedan expresarlo cinematográficamente, porque mi forma de expresarlo es el cine.






La pregunta fue efectuada, en parte, por desconocer su obra literaria; ¿qué nos puede decir acerca de ella?

Mi trabajo literario es una especie de pseudo-cine. Nunca fui un escritor, sino que mientras no podía filmar, trataba de hacerlo con una lapicera. Siempre que se hablaba de mis cuentos, se hablaba de un estilo cinematográfico. Pero no me propuse nunca ser un escritor, ni siquiera pienso ser siempre autor de los libros de mis películas. Aunque este último me representa una comodidad en algunos casos, como por ejemplo, con los actores: me resulta más difícil dirigir un actor con un diálogo ajeno que con un diálogo y en un personaje míos. Porque el personaje mío es un personaje que yo conozco y sé cómo actúa. Tiene algo de mí, o de gente que yo conozco. Su forma de hablar me es bien conocida y sé cómo marcarle un tono o una pausa. En cambio el personaje ajeno me resulta más difícil. Por ejemplo: días pasados me ofrecieron un libreto sobre el caudillo entrerriano Ramírez. Ahí me pierdo, no sé qué hacer. No sé cómo habla esa gente, no ya en los aspectos más superficiales o inmediatos como el modismo; sino en el ritmo, la respiración, los tonos que yo ignoro, etcétera; si bien ese es un caso extremo, creo que lo mismo ocurriría si me traen un personaje actual de Salta. Todo lo ajeno me resulta más difícil, por lo que trato de filmar libros míos. Aunque ello me plantee problemas mucho más graves, estoy en mejores condiciones para resolverlos.

En Prisioneros de una noche hay momentos muy débiles debidos en parte a mi inexperiencia, en parte a que mi situación anímica era más insegura, más falta de base en cuanto al ámbito que me rodeaba, todo lo cual hacía que me moviera con inhibiciones que nacían de mí, no del ámbito. Había cosas sencillas que no veía cómo sacarlas bien: la secuencia de la habitación de María Vaner, con Terranova, me parece horrible, es un espanto; en cambio cuando Vaner queda sola y se mira en el espejo ya ahí entro yo, es un agregado mío al libreto. Pero de alguna manera tenía que entrar yo para dar el clima. Para mí lo más importante era la soledad. Pero el tema era el individuo que quiere seducir a la mujer por métodos violentos. Esa es la situación que no concibo. Es un individuo que no existe para mí. No he visto jamás a nadie hacerlo ni yo tampoco lo haría; lo cual no quiere decir que sea falso. Puede ser cierto, lo que pasa es que yo no lo veo, por eso digo que el trabajo con los actores en Prisioneros de una noche, fue mucho más simple, pero con más fallas graves. Por ejemplo: Hay momentos en que Terranova no convence. Ello no ocurre porque él esté mal, sino porque yo no siento el personaje y me resultaba muy difícil dirigirlo. Terranova estaba magníficamente dispuesto y compenetrado del trabajo, pero yo era quien vacilaba, yo era el desorientado. En cambio, en Tres veces Ana tenía personajes mucho más difíciles, más peligrosos, que podían caer en el ridículo, en lo grotesco, personajes que caminaban por una situación límite. Con actores que podían desorientarse porque sus personajes estaban bastante poco explícitos en algunas cosas. Se daban casos en algunos episodios, en que se explicaban rápidamente las cosas y sobre eso se debía jugar: ello resultaba difícil, como el caso del austríaco que habla de suicidarse, cosas bravas de hacer. No sé si estará bien o mal. A mí en general, me satisface aunque podría hacerse mejor; pero no cayó en el ridículo, ni resultó inconvincente, que eran los grandes peligros.

En las partes que pude compenetrarme, es donde Prisioneros de una noche levantaba: el comienzo, algunos diálogos, las escenas del Puerto, Corrientes, Academia de Baile, Parque Retiro, y la búsqueda como ejercicio formal y como ganas de sacarme de encima el peso anecdótico y jugar, cosa que el libro de Latorre me permitía y hasta me exigía, porque el libro tenía exigencias: esta secuencia debe hacerse así y había que hacerla.






¿Tenía marcado el libro de Prisioneros de una noche?

No cinematográficamente, pero sí en cuanto a la exigencia de clima. En determinado momento me encontraba en situaciones difíciles, como por ejemplo: un individuo caminando por el centro y buscando una mujer. Es una cosa que uno puede mostrar, pero además tenía que darse con un carácter un poco alucinante, y un poco mágico, como el clima de toda la película. El libreto dice que tiene que tener magia; el asunto es cómo hacerlo. En cierto modo es una incitación a liberarse y a hacer todas las travesuras que uno quiera sin escaparse del objetivo.

¿Se adecúa estrictamente a lo previsto en el guión o lo modifica durante la filmación?

De la misma manera que no impongo reglas a nadie, no acepto que me las impongan a mí. No puedo de ninguna manera ceñirme a un plan, aunque lo haga y sumamente estricto. Escribo un guión y encuadre sumamente estricto, pero cuando llego a filmación, lo cambio, improviso, agrego, incluso cambio diálogos. Cuando, como ocurre en Tres veces Ana, el libro es mío, llego a cambiar totalmente algunas partes, lo cual no significa que traicione el libro, sino que busco expresar mejor sus intenciones.

El sistema de filmación que estamos usando actualmente, nos obliga, a veces, aunque no lo queramos, a una mayor improvisación. Si se filmara totalmente en estudios, podría uno ceñirse más estrictamente al guión, pero en la calle o en decorados naturales, uno se encuentra conque no puede hacerlo, o de hacerlo, sale forzado. Incluso en estudio también cambio. Depende de cómo veo el clima, de la cara del actor, de su estatura, su perfil o su frente, lo cual me va dando la composición y el movimiento de cámara. Lo mismo en el montaje: cuando llego a él, me encuentro con cosas que había previsto de una manera y resultan distintas. Es decir, no creo que una película se pueda comparar a la construcción de un puente o al diseño de un avión. Hasta el último instante de la regrabación se está agregando, aportando, creando. Es imposible prever todo. Hay cosas que da el azar. El azar es un arma de doble filo, que hay que saber capitalizar a favor y no en contra. Sobre todo, cuando se filma en la calle, aparecen cosas que dan inspiración para otras. Muchas veces una toma planeada de una manera, por alguna razón “irracional”, uno siente que debe cambiarla. Es un imponderable que lo impulsa a uno a hacerlo de otra manera. Es mi manera de trabajar, lo cual no quiere decir que deba trabajarse así. Un cronista me contaba que hay realizadores como Antonioni, que trabajan así. Por el contrario, hay otros, como René Clair, que se adhieren totalmente al guión. Es decir, el método no garantiza el resultado de la película; se puede trabajar como Antonioni o como Clair y la película resultar muy mala.



Relaciones con el director de fotografía

¿Qué directivas da al director de fotografía?

Con el iluminador trabajo de manera parecida a los actores. No impongo determinada técnica, diafragma o película, lo cual sería absurdo, a pesar de que hay quienes lo hacen, aunque son muy pocos. Por razones de amistad personal con Ricardo Aronovich, hace mucho tiempo que veníamos hablando de la posible iluminación de Tres veces Ana. Analizamos distintas técnicas y formas de llegar a un mismo objetivo. Desde el comienzo convenimos en que habríamos de utilizar diafragmas muy cerrados por la necesidad de utilizar profundidad de campo, debido a mi estilo de composición.

En general no había graves problemas, pero en algunos ambientes, como la pieza de Riglos, yo necesitaba que se tuviera un cuidado muy especial tendiente a mantener mi intención de no valorizar la imagen en forma sobrenatural. Debía parecer todo muy normal, pero debía haber, al mismo tiempo, un ligerísimo matiz que diera un ambiente tal en el cual estuviera Ana, aunque su presencia verdadera estuviera ausente. El concepto de Aronovich es que debe abandonarse todo aquello que pueda hacer decir al espectador: “¡Qué buena fotografía!". En este momento no sé quién podrá, ser Dios, pero el diablo es Gabriel Figueroa, o sea todo fotógrafo que busca brillitos y detalles preciosistas que hacen la imagen totalmente inexpresiva, cerrada, y que invalidan gran parte de su trabajo, aunque en alguna película pueden usarse con un fin determinado. En Tres veces Ana, la tendencia general era de una contenida sobriedad, muy densa, salvo en determinados momentos, en que tiraba la casa por la ventana. Debía lograr un clima con cosas imponderables, con una luz que en ningún momento fuera artificiosa. La luz que más me gusta es la del último cuento en la secuencia de la Costanera, porque no da la impresión de nada extraordinariamente sobrenatural, pero tampoco es natural, tampoco es una iluminación real. Todo eso es un trabajo de creación de Aronovich, yo quería eso y debía pedírselo en forma general, salvo algunas cosas que debía explicitarlas bien; lo demás es todo obra de él. Tal vez fue en esa secuencia donde la afinidad de su luz con mi cuadro se hizo absoluta conformando un solo estilo.

La predominancia de objetivos gran angulares, ¿se debe a necesidades prácticas o expresivas suyas?
Al objetivo siempre lo elijo yo, porque entiendo que es una función creativa propia del director. Algunos directores, que se dejan hacer la película, no lo creen así. No pretendo de ningún modo invadir la jurisdicción de los demás, pero tampoco quiero que me invadan la mía. Quiero una comunión total en el equipo, por lo cual admito sugerencias. El caso de los objetivos es básico, es casi como poner la cámara. Es tarea de dirección: si yo pongo el ángulo y dispongo la ubicación de personajes y objetivos y no marco el objetivo, no sé lo que estoy haciendo. Porque determinado ángulo, según el objetivo que se coloque, da una imagen muy distinta. Cuando escribía el encuadre, no pensaba en los ángulos, sino que sentía el cuadro geométricamente, con la necesidad de profundidad de foco, nada de flous detrás del primer plano. Además, la exasperación de la perspectiva en algunos casos, me apasiona, porque en cierto modo, dada la forma en que la utilizo, me da un clima un poco alucinante.



¿Sería una distorsión de la perspectiva, como en el caso de la casilla en el segundo cuento?

En algunos casos sí, aunque no siempre. En la casilla se utilizó casi siempre el objetivo 32, alguna vez el 25, pero todo en función del tema como composición y foco. Aronovich me daba tanta luz, que tenía mucha libertad con el diafragma. En el último cuento utilizó el 35 y el 18, este último sobre todo en la redacción: esas tomas bajas con perspectivas exasperadas, que hacen que se le venga encima todo. Tanto Riglos como Renner son para mí dos caras de un mismo personaje, de una manera conceptual: el mundo, la realidad es una cosa tan aplastante, que uno se refugia en un plano esquizoideo y el otro en una especie de coraza. Ahí, como en todas las otras cosas, no soy un director que premedita estrictamente su plan. Cambio en el momento que algo no anda, o cuando me parece que hay otra solución mejor. Me gusta la utilización de los gran angulares, porque a pesar de que deforman tienen más fidelidad, la imagen sale cruda, chocante. Rara vez pasó del 32, alguna vez uso el 40. Salvo el caso de primeros planos de alguna actriz. Pero María Vaner precisamente tiene una fotogenia tan increíble, que siempre sale bien. Tal vez yo vea la realidad un poco exasperada y trato de expresarla así.

Dirección de actores

¿Cómo es su relación con el actor en lo que respecta a su dirección?

La experiencia fue muy distinta entre Prisioneros de una noche y Tres veces Ana. En Prisioneros de una noche los dirigí superficialmente, sin llegar a una compenetración con ellos. En primer lugar por razones de apuro, de falta de tiempo, de inhibiciones, timideces mías, falta de fe en lo que podía lograr con los actores. Como el trabajo de actores era simple y no exigía un resultado brillante, me dediqué más a lo que me interesaba. Si volviera a hacerlo — cosa que no haría jamás — creo que podría sacar más de ellos, sobre todo en el caso de Alcón. En primer lugar, porque me dediqué más a María Vaner. Su personaje era más rico y más difícil.

¿Cómo trabaja con los actores antes y durante la filmación? ¿Qué elementos les da? ¿Conocen el libro y por lo tanto su sentido? ¿Los considera como objetos? ¿En qué medida son “usados”?

Le doy los dos casos: Prisioneros de una noche es un trabajo muy esquemático y superficial. Una vez leído el libreto, hablaba con cada uno de ellos en un análisis somero, superficial. Los personajes, por otra parte, no me daban para hacer otra cosa. Eran personajes definidos de un trazo. Para mí el único que tiene una evolución concreta, es el de María Vaner, y un poquito el de Edelman, porque traté de levantarlo un poco, debido a que se trataba de un personaje con dos o tres facetas. Tanto el de Alcón como el de Terranova están dados de una vez para siempre y todo lo que les ocurre los influencia pero no los cambia. En cambio, el personaje de María Vaner llega a una definición dramática que la cambia. Tiene evoluciones: para ella el amor es un suceso un poco catastrófico en su vida. El caso de Alcón es completamente normal en ese sentido. Por eso en Prisioneros de una noche con María Vaner, tuvimos un trabajo un poco más intenso que con los demás, tratando de crearle a ella un clima. Eso se hacía en filmación. En Prisioneros de una noche no le marcaba mucho, sino que trataba más bien de darle un clima y hacer yo lo que ella debía hacer, pero dejándole libertad para crearlo a su manera. Este es un criterio general mío: no creo que al actor haya que convertirlo en un títere de uno, porque entonces se le quita espontaneidad, frescura, y queda una especie de remedo un poco mecánico, que se nota inmediatamente.

Maria Vaner y Osvaldo Terranova


Tres veces Ana fue un trabajo muchísimo más interesante y realmente importante para mí en ese sentido. Primero hice lecturas de mesa en las cuales se iban leyendo los diálogos. Cada uno leía los suyos. Yo iba dando los tonos y explicando el por qué de ellos y de las pausas. Después, pedía que cada uno me dijera cómo veía su personaje, que me diera una definición del mismo. Entonces me encontraba con grandes sorpresas, porque algunos los interpretaban en forma, para mí, disparatada; posiblemente, debido a que en lo libretos soy enemigo de poner literatura. Hay gente que lo hace, y admito que pueda ser útil, pero a mí particularmente me provoca mucha impaciencia. No defino a los personajes. Deben entenderse por la acción y el diálogo, de la misma manera que va a ocurrir en la película. Al actor le tengo que dar otros elementos conversando. Muchos actores, dada su experiencia, a mi juicio bastante pobre, vienen con el criterio de que ante todo tienen que definir sus personajes como buenos o malos. Trato de terminar con eso de inmediato y hacerles comprender que no los califiquen ni los juzguen, sino que se compenetren con ellos humanamente. Después, a veces, hago un ensayo de improvisación con el texto de una secuencia. Nos reuníamos los domingos en una casa, dos ó tres personas. Les hacía la indicación: “Este es el cuarto”, “esta la calle”, “esta la mesa”; “háganlo como se les dé la gana”. Sobre esa base, yo iba viendo qué es lo que habían o no comprendido; incluso me iban inspirando cosas, porque yo me movía alrededor de ellos como si fuera la cámara. En general no puede haber una norma muy precisa, todo depende con qué actor trabaje uno. Con qué situación esté jugando y el grado de adecuación que tenga el actor en ese momento. Hay cosas que salen con una facilidad asombrosa. Hay momentos en los que noto que me comprenden más allá de las palabras. Que me comprenden de una manera un poco metapsíquica, misteriosa, una comunicación que podría llamarse telepática, pero que va más allá, porque no comunica un pensamiento ni una frase, sino que estoy comunicando un clima. Un clima que no puedo transmitir en forma racional. A veces, para una toma indico el ensayo. Lo hacen, se corrige la posición de acuerdo a la composición del cuadro, levemente se matiza el tono, o se gradúa una pausa, y sale redondo. Otras veces para una toma tengo que hablar media hora, envolviéndolos en un clima un poco obsesivo, tratando de que el individuo se ponga en situación, viva. Incluso hay momentos en que yo ya no lo hago fría y racionalmente, sino que también me emociono mucho. Y de pronto noto que estamos actuando los dos, hay una comunicación y comienza a transformarse, el actor está convirtiéndose en el personaje, hasta llegar a un momento en que me conmueve. Entonces, digo: “Es esto”. Ello me ocurrió mucho con Walter Vidarte, a quien no conocía. Llegó después de leer el libro, nos reunimos y me di cuenta que tenía un concepto del personaje, un tanto peligroso; tenía mucha “compasión” por el personaje. Su definición era: “Es un buen tipo”, “golpeado”. Le hice un psicoanálisis del personaje — Riglos — y le dije: “No; este es un cobarde”, adoptando una posición un tanto dura, extremista, de mi parte, porque no era eso lo que yo quería dar. Traté, por rechazo, yendo al otro extremo, de lograr una posición imparcial. Por otra parte es cierto: si hacemos un psicoanálisis de Riglos vemos que es un individuo al cual se le puede tener compasión, pero de una manera no suficiente ni solidaria, es decir, podemos comprenderlo y darnos cuenta de que todos tenemos un poco de él, pero que debemos superar eso. Y de ninguna manera creer que es una “víctima”, como era la idea con que llegó Walter Vidarte.

Otro problema fue su convicción de que el personaje tenía una gran poesía, y que lo aterraba el “cómo dar” esa poesía en su trabajo. Por esos días yo leía el Cándido, de Voltaire, donde encontré una definición maravillosa en un personaje que enseña cómo deben hacerse los diálogos de teatro. “El diálogo debe ser poético, sin que los personajes parezcan poetas”. A Walter Vidarte le dije que no debía preocuparse por transmitir la poesía: “Eso lo voy a hacer yo, y si me falla, no hay nada que hacer. Vos sos inconsciente de que la situación es poética, de la misma manera como en la vida hay situaciones poéticas de las cuales nosotros no nos damos cuenta que lo son. “Lo serían para un observador-espectador; entonces olvídate de que el personaje es poético. Pensá simplemente que sos Riglos, que tenés esa insuficiencia, que tenés esa gran capacidad de amor y de ternura y que no te atrevés a dar por problemas que nos llevarían a entrar de nuevo en el psicoanálisis de Riglos”. Y así fue como Vidarte logró lo poético: sin pensar en la poesía, o por lo menos sin exigírsela compulsivamente. Pero en el trabajo de él puedo decir que partimos ambos desde cero. Y en el camino fui descubriendo su increíble sensibilidad. Sería injusticia de mi parte, no agradecer lo mucho que los actores aportaron. Una vez que les daba la base de la cual debían partir, llegaban, incluso, a andar más rápido que vos, encontrando en forma por lo general intuitiva, soluciones mejores que las mías, siempre dentro de un concepto similar. Por ejemplo: Yo tenía dos personajes bastante difíciles en la interpretación. Uno era el personaie de Argibay —Raúl Andrade (Normal) — en el segundo episodio, en el diálogo con Ana, en la calle y otro el de Lautaro Murúa — Renner — en el último episodio. Los dos personajes, para mí eran voceros de conceptos. El diálogo era muy conceptual, muy peligroso. Como director tenía que resolver mi licencia de libretista. Tenía que recurrir a exasperar la espontaneidad y la naturalidad del actor en ese momento, para que dijera las cosas como quien no quiere la cosa. Entonces le decía a Argibay. “Mirá, vamos a encontrar algo que vos tengas que hacer en ese momento, porque si vos te quedas parado diciendo: “Sí. Como un chico...”, que es transcripción libre de un concepto que me apasiona mucho acerca de la libertad, dado por Erich Fromm, “va a quedar como una conferencia”. Entonces en ese momento debíamos encontrar la solución, para lo cual le di varias posibles: “Te atás los cordones de los zapatos, te apoyas contra la pared” — luego me encontré con la verja —. “Hacé cualquier cosa”. Después, cuando estábamos filmando, nos dimos cuenta que él se había sacado el pullover antes. Entonces le dije que se lo pusiera. El está poniéndose el pullover, diciendo eso, viene María Vaner y se lo termina de poner, es decir hace mucho más natural el diálogo.

En el caso de Lautaro era bastante más grave todavía, porque los diálogos son peores. Murúa tiene una gran capacidad para sobreactuar sin que moleste — Lautaro es, para mí, el actor que sobreactúa permanentemente, pero tiene una gran capacidad, o será su personalidad, que hace que no moleste, por el contrario, molestaría que no sobreactuara—. Tiene una forma de sobreactuación que es perfectamente permitida. Me basé entonces en eso y en pequeños gestos, pequeñas cosas. Por ejemplo: una frase que se me ocurrió en filmación: después de la violenta incidencia de Renner con Juárez, Lautaro camina muchísimo; hay travellings larguísimos mientras va diciendo cosas, no está parado; sale, se pone de pie, de perfil, de medio perfil, de espaldas vuelve, se sienta, toma una aspirina, hace una serie de cosas. Pero había un momento que era muy bravo: cuando llega a la ventana y termina de decir la frase que venia diciendo mientras caminaba. El diálogo original decía: "sobrevivir, aunque sea medio dormidos”. Siempre me había parecido no del todo completa. Entonces en ese momento le agregué: “como sonámbulos rabiosos”. “¿Qué te sugiere eso?”, le pregunto a Murúa. Lautaro me responde: “No puedo hacerlo, es imposible”. “No importa”, dije, “vamos a hacerlo”. “Es imposible, el personaje no puedo decir eso. Es muy literario”, me respondió. “Sí, puede decirlo, el asunto es ver cómo lo dice”. “¿Te causa gracia, no es cierto? Como si te rieras de vos mismo: y de lo que decís, ¿no?”. Y entonces, él lo dijo, un poco sonriendo, por la conversación que habíamos mantenido. Hay una suma de pequeños detalles, que hacen digerible al asunto, de manera que el actor pudo en este caso hacer el personaje sin caer en lo discursivo.

Esos eran los problemas más graves que yo tenía para salvar momentos difíciles en la interpretación. En general, en la interpretación de Tres veces Ana, hubo en los ensayos previos un trabajo muy intenso, de carácter racional, de explicación, de radiografía y psicoanálisis de algunos personajes, en otros no hacía falta. Incluso en algunos casos me veo obligado a recurrir a mentiras: cuando veo que un actor está en un extremo muy exagerado, lo llevo al otro, le miento, le digo lo que el personaje no es. Por ejemplo: el personaje de Luisito, el invertido del segundo episodio: el actor vino al primer ensayo y me hacía un "maricón” que era una cosa muy espantosa, exagerada, muy cómica. Además me lo hacía muy “malo” — vino con la idea de que era una especie de malvadito —. Le dije — cosa que es cierta — que el personaje de Luisito no es ningún malvado. Incluso exagerando un poco la cosa, le dije: “Es un ángel”, “una especie de ángel, porque es puro”. Además, creo que es puro (impuro es Johannes). Es el más sano, el menos agresivo de todos los que están en la casilla, pues no molesta a nadie. Está en lo suyo y nada más. Pero en este caso, con la definición que le di, sólo le faltaban las alitas. Y Luisito tampoco es “bueno”. Entonces este muchachito, que es muy buen actor, respondió magníficamente y, una vez que entró, anduvo solo todo el tiempo y muy bien.

Además de todo este aspecto racional, hay otro, que considero muy importante para un actor y que entra en un terreno misterioso que no puedo definir. Tengo una gran tendencia, personal, no como director, a todo lo que sea mágico, no científico, esotérico — entre las cosas por las cuales he vagado, he deambulado, figuran la hipnosis, el espiritismo y hasta la lectura de absurdos libros de magia negra, que nada tienen que ver por cierto con mi trabajo de director, pero de todas maneras algo de eso debe haber quedado —. No debe entenderse ello en el sentido de que lo haya tratado de llevar al cine, pero creo que todo lo que pretenda ser arte tiene también algo que ver con estas cosas, es decir, hay un terreno misterioso, en el cual ya no se puede pretender crear normas científicas. En algunos casos, como por ejemplo cuando digo: “Tengo que crear un clima con la cámara quieta frente a un actor”. ¿Cómo se logra? Lo logro con pausas, con silencios, con ritmo. Pero hay algo más y ese algo es indefinible. En el montaje tengo que ver el momento justo en el cual hay que cortar. Pero el cine es un trabajo de colaboración con mucha gente y no se puede trabajar como un escritor que dice: “Aquí coloco punto y aparte porque se me da la gana”. En cine está el equipo técnico al que hay que crearle un clima. El clima de filmación al cual debemos llegar en la película, es cosa que uno no puede transmitir mediante una técnica.







Estoy viviendo ese momento y eso se comunica. Como se comunica todo lo que es auténtico y sincero. Por ejemplo: el caso de Walter Vidarte — Riglos — en la redacción, cuando aparece ella en el diario. En las primeras dos tomas, él lo hacía muy bien, no obstante lo cual no me sentía conforme, aunque no sabía bien qué era lo que no me gustaba. Le pedí: "Vamos a hacerla una vez más”. No recuerdo si le dijo algo, probablemente sonidos guturales, tal vez el tono mío. En las dos tomas anteriores, fueron tres en total, mi atención estaba más dirigida al conjunto del trabajo, sin concentrarme en la actuación, sobre todo porque los movimientos de cámara requerían mucho ajuste. En la tercera toma, el equipo de cámara tenía muy fijado el movimiento, por lo que dije al asistente que se hiciera cargo de la toma. Me dediqué a mirarlo a Walter Vidarte, como comiéndomelo. Hubo un momento en que me emocionó. Terminó la toma y noto que un reflectorista se rie. "¿Qué pasa?”, pregunté. “Me costó mucho no reírme de la cara que ponías en la filmación”, me respondió. María Vaner me hizo muchas bromas por las caras que ponía durante la filmación. De ello no me daba cuenta, sólo trato de vivir el personaje, y me siento más satisfecho cuando logro crear el clima en mí mismo, que cuando lo analizo desde afuera y digo: “Sí, está bien”. Por supuesto, ello no ocurre en todas las tomas, porque hay cosas muy sencillas, muy fáciles, que no me lo exigen. Pero así, espontáneamente, se va creando el clima. En la casilla, por ejemplo, llegó un momento en que se había creado un clima casi técnico —ese episodio se filmó muy rápido porque fue el último en ser filmado y quedaba poco tiempo —tenía que terminar en dos semanas—. Estaba permanentemente moviéndome como un loco, ordenando posiciones de cámara. No quería mover mucho las paredes. Aunque estuviésemos en un estudio, trataba de filmar como si fuera una casilla real, a pesar de que fuera incómodo. Estaba con muy poca gente: el cameraman, el ayudante de cámara, el iluminador, el asistente, uno o dos ayudantes sólo cuando había un travelling o cosa así. Los demás estaban arriba con los reflectoristas, porque no cabíamos. Todo eso fue creando un clima de nervios, un clima de encierro, que se fue comunicando. Quería una cosa muy picada, muy rápida. Al principio les decía: “Están haciendo muchas pausas”, “muerdan las réplicas”. Después ya no hubo necesidad, salvo en los momentos que tenía que haber una pausa. Yo era un miembro más de ese grupo y todo iba solo. Cuando indicaba una toma, hablaba igual que ellos, por lo rápido, por todo. Esto no es premeditado, sino que es una cosa de la cual a veces no me daba cuenta sino que me lo decían. Parecía que yo me hubiera transformado en un miembro más del grupo de la casilla. Todo eso responde a una realidad que no me atrevo a definir, además creo que no se puede definir. Intentarlo sería un poco hacer trampas, perdería su encanto, su verdad. Como toda profunda verdad, proviene de lo irracional, no puede demostrarse.

Por todo eso prefiero trabajar un libro mío, porque yo sé cómo es el personaje, porque lo siento y lo quiero mucho. Porque a veces puedo llegar a hacer el psicoanálisis más despiadado del personaje. Ese psicoanálisis puede ser equivocado pero lo entiendo, lo conozco. Es como el amor: de pronto uno no sabe en qué tono está diciendo “Te quiero”. No tiene importancia. En el momento en que uno está pensando cómo lo tiene que decir o cuándo lo tiene que decir, es cuando ya no hay amor, es cuando se transforma en premeditación, cálculo. Debe crearse un clima de simpatía y cordialidad con todo el equipo, de identificación, entonces me doy cuenta que somos 25 ó 30 personas que estamos unidas como si fuéramos una gestalt.

Para mí fue una sorpresa que al final de la filmación el equipo me ofreciera una muestra de simpatía. En ningún momento hice demagogia. Lo traté con cortesía, nada más. Soy bastante seco, en general no soy muy  extrovertido, pero después de las dos primeras semanas — ellos no me conocían a mí — fue una cosa totalmente normal. Me regalaron un pergamino con la palabra más linda que le puedan decir a un director: “Compañero”. Todo mi método consistió en que cada uno en determinado momento tomara conciencia de su responsabilidad personal y no hubiera necesidad de ejercer autoridad o dominio, ni despótico, ni disimulado bajo una aparente campechanía.






Cada uno hacía lo que tenía que hacer y nada más, no había ningún problema. Eso se daba con el equipo y con los actores. Estos se sentían libres, no manejados como títeres. Yo les daba el concepto de la situación, nunca les daba una sola solución física casi siempre les daba dos ó tres. Salvo en determinados casos, cuando yo necesitaba un gesto o movimiento especial en el momento preciso para hacer un corte. Si ellos me traían otra solución distinta que andaba, no había ningún problema. No se sentían atados, ni dominados y aportaban mucho porque lo hacían humanamente, no técnicamente. Además notaba una gran alegría en el trabajo; no alegría externa — a veces estábamos agotados al extremo — sino una gran alegría interior, una alegría profunda en todos nosotros. En los técnicos, en los actores y en mí, sin solemnidades, de verdadera autenticidad. Todo eso nos permitía superar los innumerables inconvenientes de orden técnico derivados de la inexistencia o falta de renovación de la maquinaria del cine argentino.
El equipo sentía que cada uno de sus miembros no era un número ni un autómata, sino un ser humano en comunión creadora.

Concepto y creación del montaje en la realización

¿Qué montaje le preocupa especialmente: en cámara o en la moviola? ¿En cuál de las dos películas trabajó más el montaje? ¿Considera que cada plano tiene valor en sí mismo? ¿Tiene algún criterio general adoptado frente a las formas de paso?

Para mí toda toma tiene montaje interno, pero yo sigo llamando montaje a sentarme en la moviola con el compaginador y pegar trozos de película. Lo demás es exquisitez de definiciones. La filmación es una cosa y el montaje otra, admitiendo que hay un concepto del montaje que se va a hacer en la moviola, previo, mientras se está filmando. Como improviso mucho, debo ir pensando exactamente cómo voy a montar luego, lo cual hace que a mucha gente le cueste seguirme. Como no trabajo exactamente sobre el encuadre, hay momentos en que no saben qué es lo que estoy haciendo y el asistente, si no tengo tiempo en filmación de explicarle, puede desorientarse. Al llegar a la moviola, el compaginador me preguntaba qué pasaba, si no armaba de acuerdo al número de pizarra. “Podés tirar los números”, respondía. De inmediato veíamos que iba perfectamente. En ese sentido el segundo episodio fue el que anduvo mejor, porque fui a la moviola y anduvo todo perfectamente en poquísimo tiempo, incluso en el caso de planos que iban a ser armados con triple o cuádruple corte. El primero nos resultó un poco menos eficaz, pero bastante ajustado por cierto, El montaje del último fue el más duro, el más difícil porque tuvimos que cambiar dos ó tres veces la estructura general. No me gustaban esas visitas de Vidarte a la esquina de la ventana, que de pronto en un lugar no quedaban bien y había que intercalar en otro. Cosas que había filmado para otro lugar, como las caminatas de Riglos por la calle, con la cámara en mano, de pronto me quedaban muy bien para ir dando la. evolución al principio y eran tomas que yo había filmado para el final. Ahí hice un trabajo de recreación de mi material en la movioia. En este caso, como en el de la luz, logré una gran afinidad con el colaborador (Ripoll).

En Prisioneros de una noche el montaje fue mucho más sencillo. No todo lo que se ve puede dar la idea de cómo se hizo. Hay cosas que uno las ve, son muy sencillas y piensa que es obvio, que es fácil, pero cuestan más trabajo que otras más brillantes. Por ejemplo: la famosa secuencia de la búsqueda de Alcón, en el centro, es una cosa que la habremos resuelto con el compaginador Cascales, apenas en aproximadamente una hora, y eso que no teníamos material muy elaborado, sino que eran rostros, pies, paredes, vidrieras, caras, caminatas, de lo que había que descartar una cantidad grande de material. En cambio, la secuencia de la pieza de Elsa para armarla me costó una locura, porque de pronto cortar un gesto o encimar una palabra de uno con el rostro del otro, me podía transformar el clima. En el resto del montaje no tuve problemas, salvo aquellos debidos a problemas surgidos en la filmación; es decir, como la filmación de Prisioneros de una noche tuvo que hacerse en forma mucho más apurada, no había ninguna seguridad. En Parque Retiro nos decían: “Esta noche no se puede seguir filmando”; había que apurarse o interrumpir la filmación. Lo cual hizo que yo me equivocara y mis ayudantes también. Un asistente magnífico como el de Prisioneros de una noche no alcanzaba: tenía que manejar 200 extras, y coordinar los juegos y mover las personas. Todo lo cual hacía de eso un caos, y algunas cosas se me escaparon. Pero eso no puede considerarse dificultades de montaje, sino salvar baches, salvar errores de filmación de tipo técnico; aunque también significa, a veces, encontrar cosas lindas debido a que tenía que salvar un error. En general el montaje de Prisioneros de una noche fue mucho más sencillo. Más lento, porque yo era más lento, porque mi filmación era menos precisa o, por lo menos, no tan ajustada. Todo eso ligado a la incomodidad de lugares de filmación, de apuro, hizo que el material que llegaba a la mesa de montaje no fuera tan preciso. En cambio Tres veces Ana llegaba a la mesa de montaje no con una posibilidad de montaje, sino con cuatro o cinco; Ripoll me decía: “Esto puede ir de otra manera”, y estaba bien también. Entonces podía jugar con más soltura y al mismo tiempo me creaba mayores problemas. En Prisioneros de una noche había una sola forma de armar y si no se hacía así, se iba todo al demonio, no había planos suplementarios ni nada, filmaba todo como una bala. En cambio en Ana tomaba precauciones, me cubría, porque todo el trabajo era es mucho más difícil que el de Prisioneros, y necesitaba una mayor defensa, sobre todo en el montaje. Había momentos en que, por ejemplo, la casilla la filmaba con un criterio de ajedrecista, una cosa muy precisa, pero de todas maneras había posibilidad de intercalar tomas. En el primer episodio no había grandes posibilidades, pero siempre había dos o tres alternativas. En montaje me resultó siempre mucho más fácil todo lo que fuera brillante que lo que parece obvio o fácil. Por ejemplo: cuando llegó el material de la montaña rusa a montaje Ripoll, magnífico colaborador-creador, se dio por vencido en la pugna incitación amistosa que habíamos entablado. Pero, una vez que comenzó a montar, fue facilismo para él y para mí.


Eso es lo más fácil, encandilar es muy fácil. Por ejemplo: poner la cámara baja con un lente 18 y dejar a la gente con la boca abierta, cuesta el mismo trabajo que hacerlo con la cámara alta y con lente 32 o 40. El problema es utilizarlo en función de algo para expresar lo que se siente. No tampoco con el sentido pueril de “pongo la cámara baja para decir que el personaje es poderoso”. En Tres veces Ana el problema en determinado momento se refería a la búsqueda del matiz, de la misma manera como se busca en la interpretación. Una secuencia que estaba armada en una forma sobre la cual no cabían dudas, de pronto, en el trabajo del cortado de unos cuadritos, en trabajo de despunte, de afinado, cambiaba el ritmo, cambiaba todo, y eso en el film terminado no se ve. En la casilla, por ejemplo, del primer montaje al último no cambió de lugar absolutamente nada, pero sin embargo cambió todo el ritmo, porque había encimado palabras, despuntado planos injertados, etc. Todo el trabajo de Tres veces Ana es más difícil y aparte de eso de menos deslumbre. En Prisioneros de una noche no había mayores problemas y los que había eran simplemente salvados, es decir, cuando el clima estaba, estaba, y cuando no, igual se hacía. Pero acá no podía dejarlo librado a eso, sobre todo porque el tema, me exigía todo o nada. En Prisioneros había cosas que podían estar en un término medio y pasaban. Pero aquí, si quedaban en término medio, eran directamente malas, ridículas; en el primer episodio, no tanto, pero en los otros dos, así. En el último, por ejemplo, había que medir todo con balanza de precisión, porque en cuanto se me iba un poquitito, era como para que la sala se viniera abajo de la risa. Un tema insólito, singular, tratado de una manera despojada de elementos groseramente irreales, es lo que precisamente quería usar para dar la realidad y la irrealidad sin límites, sin fronteras, coexistiendo. Entonces, para dar eso, que es muy difícil, había que pesar todo: cámara, movimientos, cuando hay que moverla y cuando no, cuando hay que enloquecerse y cuando hay que quedarse parado; y eso en el montaje, es mucho más bravo que hacer una secuencia en la, que el tipo camina y pasan vidrieras y el tipo camina y pasan vidrieras”. En ese caso, si pudiera volar y tuviera un helicóptero o una grúa, podría haber hecho cosas mucho más lindas que las que hice, pero todo eso es muy poco, con eso solo no se puede hacer una película. Es decir, habría que encontrar un tema que requiriera ese tratamiento y me divertiría muchísimo pon los “¡Oh!” de los entendidos, pero la verdad es que no hay nada de genial en eso. De pronto hay individuos como Antonioni, en los que no hay nada de lo cual se pueda decir: "Ah, qué lindo”, “mirá qué lindo montaje” o ‘‘qué linda toma”. Pero uno termina de ver la película y dice: “¡Qué buena película!”, y eso es lo más importante. Estoy seguro de que Antonioni debe trabajar y sufrir tanto en la moviola como sufría y trabajaba Walter Ruttmann, por ejemplo, a pesar de que Ruttmann es todo montaje. Pero lo que hacía Ruttmann, en algunos casos dependiente del material con que se cuente, resulta mucho más fácil. Además yo empecé por ese lado. A mí lo que más me interesó siempre, es el montaje: un montaje libre, creador, como en Buenos Aires (1958), en la que filmé mucho, cosas que no tenía previstas, porque las veía ahí. Estuve un mes encerrado en un cuartito con una moviola de 16 mm., tratando de darle una estructura porque no tenía nada, salvo una especie de guión, con un principio, medio y final, pero todo lo demás lo obtuve de lo documental del asunto. Cuando filmo, estoy previendo, estoy dando elementos para podér jugar con ese tipo de montaje: cómo ligar alejamientos con panorámicas o con cortes bruscos, o con movimientos de cámara, que me permitan después hacer cortes sobre los finales del movimiento. A mí eso me resulta personalmente mucho más fácil que lo que hace Antonioni, como montaje, porque lo de Antonioni, precisamente no tiene muchas defensas. Con lo otro, en cambio, uno puede encandilar. Además ese tipo de montaje se basa mucho en lo vertiginoso, en la rapidez. El problema es encontrar, en una secuencia en la cual el personaje no puede andar haciendo cabriolas, el ritmo interior. En una situación que a lo mejor es lentísima encontrar la densidad del clima y no que el espectador diga: ‘‘Qué bien hecho está”, porque a mí eso no me interesa, es decir, me interesa, naturalmente, porque tengo vanidad,  pero mucho más me interesa que el espectador llore, se emocione, la sienta, o diga: “A este personaje lo conozco, me encuentro con él en la calle”. Como un escritor, que me habló telefónicamente para decirme que “Riglos pertenece a esa categoría de personajes que perduran más allá de la película”. Y eso dudo mucho de que alguien lo diga de Prisioneros, esos personajes no deben importarle a los espectadores, salvo quizá el de Elsa, pero tampoco, por lo menos como lo traté por error mío. Puede emocionar o no, pero pasa paralelamente al espectador, éste no lo penetra, no lo intuye, es decir, lo puede comprender sin compromiso, de la butaca a la pantalla, pero de la pantalla a la butaca no hay nada que apoye y mucho menos en el caso de las cosas brillantes como el puerto, la paliza, la búsqueda y todo eso. Son muy lindas, entran muy bien, me encantan, incluso me reservo una secuencia así en las películas, porque es el postre para mí y para los entendidos, pero no pretendo hacer películas para entendidos, sino para todos los seres humanos, sin que por eso piense que me entiende todo el mundo, ni a mí ni a nadie, ni siquiera a Marrone. Hay público para todo y hay un sector que será incapaz de entender cualquier película, porque nunca fue al cine. Por ello trato de hacer películas que toquen a todo ser humano que tenga una sensibilidad e inteligencia más o menos determinada. Yo lo hago, me gusta — mi lenguaje es el cine — pero aparte de eso quiero que me sirva de instrumento para comunicarme y para que los demás se comuniquen conmigo y me entiendan, hasta para amarlos y que me amen. Pienso que el cine actualmente está dejando de ser un espectáculo para ser un diálogo, es más, el cine requiere del espectador actualmente un trabajo mucho mayor que antes y eso hablando de las grandes películas de antes y de las grandes películas de ahora. El Muelle de las Brumas era una película que del comienzo al fin no le costaba ningún trabajo al espectador, tenía que sentarse y esperar que le dieran todo hecho. Esto llega hasta Fellini con La Strada o La Dolce Vita, que es un desastre, para mí. Con Antonioni el espectador ya no va a que le den y no dar nada. El espectador de La Aventura tiene que dar, tiene que ponerse en juego, llenar todas las entrelineas, todos los huecos. Lo mismo pasa en las mejores películas de los franceses nuevos, especialmente en esa joya que es Sin Aliento, la que por fin pude ver, después de soportar injustamente las “acusaciones” de que yo me había inspirado en ella, como decían algunos críticos europeos que estuvieron en Mar del Plata y me preguntaron si yo la había visto. Incluso uno de ellos reiteró la pregunta de manera insistente, hasta obligarme a responderle que si la hubiese visto y me hubiera influido, se lo diría sin ningún inconveniente.

Si tuviera que ejemplificar eso de que el cine ha dejado de ser un espectáculo con un espectador recipiente y un creador que envía, hablaría de Antonioni y Godard, siendo dos estilos distintos.

Uno sale de ver Sin Aliento y puede haber creído que vio un disparate simpático o una travesura de chicos: por otra parte, así lo han tomado muchos críticos. No creo que haya nada de eso. Lo que quiere expresar Godard sobre este momento, lo está dando con una historia aparentemente sin importancia, sin hablar de la bomba atómica, ni del amor entre un japonés y una francesa, ni de la guerra. Sin embargo, implícitamente está dando todo eso. Aunque el espectador que va a que se lo den directamente, indudablemente no lo va a recibir. El espectador tiene que aportar. En la muerte de ese individuo que se cierra los ojos a sí mismo, en esas muecas que hace, el espectador tiene que agregar muchas cosas de su parte. Creo que tiene que entablar un diálogo con su película, un diálogo que no tiene que manifestarse en la sala, sino después, que es lo que me pasó a mí. Yo fui a ver una travesura, como me habían dicho que era, fui a divertirme, porque a mí me divierten mucho los films de la nueva ola, lo reconozco, — Molinaro me divierte mucho más que los directores comunes, aunque es intrascendente, y los films de Chabrol, que son profundamente intrascendentes, pero indudablemente divierten porque tienen mucho más ingenio que las tradicionales que siempre están haciendo lo mismo —. Fui a verla con ese criterio. Me encuentro con un individuo que manda al cuerno al público y me río mucho, pero resulta que cuando termina, me encuentro con la sensación de que me hubieran puesto una bomba de tiempo y después me dijeran: “Ahora, váyase”. Entonces el diálogo siguió, siguió después, incluso la fui a ver de nuevo y comencé a ver cosas que no había visto antes, un poco deslumbrado por el trabajo de la realización, por lo revolucionario de su sistema de montaje. Creo que el cine como espectáculo ya ha desaparecido. Ahora es un coloquio, en el cual el espectador incluso tiene que crear, tiene que aportar, sino la película en sí está incompleta.

¿Cómo advierte sus films en ese sentido?

Bueno, yo iba a referirme a ello. No sé hasta qué punto mi trabajo está en ese terreno, yo estaba hablando como espectador. Incluso en ningún momento me lo planteaba mientras estaba haciendo la película. Pero yo diría que Ana por su tema requiere efectivamente algún trabajo. Además, es una película en algunos aspectos, sumamente dura, cerrada, no lo da todo predigerido. Eso sí estaba previamente estudiado. Por ejemplo: cuando ya estaba filmada y en compaginación, conversando con Ripoll, le decía: “El problema principal no es que el espectador se sienta convulsionado”. Ripoll, riéndose, me decía: “Tengo la impresión de que los espectadores van a salir mirándose unos a otros”. Con la película hecha y armada la música — en ese final tan discutida del que todo el mundo me decía que sobraban algunas tomas — estábamos colocando el Modern Jazz Quartet. Puso la banda de sonido y la banda imagen, lo vimos y me dice: “Mirá, puede resultar cualquier cosa con esta película”. Entonces, yo respondo: “Bueno, es eso lo que buscamos, no que la gente salga diciendo 'qué bien' o 'qué mal' solamente, sino que “salga preguntándose a sí misma. Que ese interrogante que hay en la película lo hagan suyo. Y que lo respondan si pueden, y compartan la angustia”.
Hay una serie de cosas que han ocurrido con Ana, que me gustan mucho, incluso entre gente que detesta la película. Hay quienes salen con rabia, salen agrediendo la película, y eso me gusta mucho. En un cine de barrio, en San Martín, la gente gritaba, se reían, chistaban, comentaban, etc. Al terminar la película, dos chicas que estaban sentadas detrás, público consumidor de fotonovelas indudablemente, estaban terriblemente desesperadas con ese final. “No, no puede ser”, dicho con rabia, “Por qué”. Entonces ese “por qué”, seguramente siguió en el colectivo, en la casa y siguió. Eso es lo que a mí me interesa. Incluso hubo aplausos en el cine de San Martín, pero muy raros, hubo gente que salía diciendo “Muy bien”, y eso me agradó. Pero el comentario que más me agradó esa noche, fue el de un individuo que salió golpeando con un diario las butacas y diciendo: “Por qué me habré metido a ver esta película, me amargó la noche”. Porque lo que yo trato de hacer es agredir, tratar que se sientan agredidos, una especie de shock. Agredir no en un sentido de lastimar, sino en un sentido simultáneo de tocar, de acariciar y de golpear. Con Ana ocurre una cosa muy graciosa: cada uno se siente obligado a decir cuál es el episodio que le gustó más y cuál el que le gustó menos. He hecho un análisis en función de quien me lo dice, entre aquellos de quienes conozco, más o menos, sus coordenadas humanas, y me causan mucha gracia: de pronto rechazan violentamente el segundo episodio, diciendo que “eso no es posible, esto no ocurre acá”, etc., y ellos son exactamente esos mismos personajes. Los hombres o mujeres que rechazan el hecho que Ana vaya a los yuyos con un tipo y a los diez minutos vaya con el amigo de ese tipo, tienen unas ganas enormes de hacer lo mismo, si es que no lo han hecho, y cuando ven que tampoco eso es una salida, que eso es falso, que es "el chico con el automóvil”, que no es nada satisfactorio y que es idiota, les duele mucho más que si se les hubiera mostrado y les hubiera dicho “Esto es inmoral”. Lo que les duele es que les muestre eso en función trágica, no porque sea una salida inmoral, sino porque no es ninguna salida. Por eso el segundo episodio es el que todo el mundo rechaza. La duda se plantea más entre el primero y el último; aunque el último gusta mucho más, tal vez porque es más insólito o más conmovedor quizá en un sentido directo. No lo rechazan de una manera violenta, les encanta porque creen que es el más logrado, pero a mí me interesa que vengan y  me digan: “Pobre Riglos”, porque no se trata de eso, sino de decir: “Pobre yo”, porque todos somos un poco Riglos y un poco Renner. Es mucha pretensión de mi parte, pero, como yo busco la autenticidad, también trato de ser auténtico, es decir, sincero conmigo mismo; trato de invitarlos a que intenten ser auténticos y a que reconozcan sus miserables y pequeñas verdades, que son también las mías.

Concepción y elaboración de la banda sonora

En el proceso de creación ¿cómo trabaja la banda sonora? ¿conjuntamente o en forma separada de la imagen?

La banda de sonido es algo que, salvo en casos en que debe funcionar muy directamente en la película en el contexto de una situación, encaro después, cuando tengo armada la película con el diálogo. Algunas cosas muy importantes, como ser: si el personaje va con sonido asincrónico o, en general, cuando es un ingrediente absolutamente imprescindible, por supuesto que está pensado de antes. Pero si es simplemente vestir con una atmósfera sonora que le agrega únicamente una mayor calidez o verosimilitud a lo que se está viendo, pero que no aporta nada distinto, en ese caso la trabajo después.

La banda de ruidos, salvo en lo referente a cosas muy especiales, es preparada después, pero eso sí, me interesa mucho el sonido y los ruidos y hasta el momento de la regrabación, estoy trabajando sobre ello. Hay mucha gente, y sobre todo en nuestro país, que no presta ninguna importancia al sonido. Aquel que intenta trabajar el sonido, lo advierte de inmediato, porque los buenos técnicos en sonido, en este momento se pueden contar con los dedos de media mano. No es que los técnicos sean malos, sino que por estar desplazados y como nadie les exige, se anquilosan. Cuando armo los ruidos y pido, por ejemplo “calle”, me dan discos, bandas, etc., pero ocurre que hay distintos ruidos de calles y debo seleccionar el que se adecue a mi necesidad. Todo lo que sea ruidos naturalistas, es importante, por ejemplo: si pasa un ómnibus, debe oírse un ómnibus, no poner un ruido general de calle y nada más, lo cual se nota cuando no está, porque hay algo que no funciona.

La música es una de las cosas que más me gustan del trabajo posterior a la filmación. Por eso, en general, prefiero no tener un músico sino sacarla directamente de discos que yo haya escuchado. Me gusta mucho usar música que a nadie se le podía haber ocurrido que podría venir bien con determinada situación y ver que viene bien con esa situación, para crear una oculta y subconsciente fisura con la realidad que se ve. En Prisioneros puse Los Mareados, un hermoso tango de Cobián, interpretado por Aníbal Troilo en algunas partes y por Astor Piazzolla y el octeto Buenos Aires en otras. Esa es la música que juega como comentario emocional de las situaciones. Pero en el puerto o en el centro, usé el concierto en Re de Vivaldi.


Fue el iniciador de un nuevo cine. 

Por Julio Diz. 

Para los estudiantes de cine de esas décadas, fue un cambio importante que se desarrollaba por esos tiempos en el cine mundiál, David fue un pilar importante de la llamada "generación del 60", siguiendo los lineamientos de el neorrealismo italiano y la novelle vague, David se dedicó a un cine intimista donde la realidad y la introversión de los personajes imperaban en la narración. Breve cielo, un film donde divagan por la ciudad los personajes, en un enamoramiento sin rumbo fijo, ante el inconformismo de ellos mismos y Tres veces Ana, tres relatos donde el personaje intimista, excelentemente llevado a la pantalla por David y Maria Vaner, pieza fundamental en el cine de los años 60. 


FILMOGRAFÍA

Director
  • El agujero en la pared (1982)
  • ¿Qué es el otoño? (1976)
  • Con alma y vida (1970)
  • Breve cielo (1969)
  • Así o de otra manera (1964)
  • Tres veces Ana (1961)
  • Prisioneros de una noche (1960)
  • Buenos Aires (corto - 1958)
  • La flecha y el compás (corto - 1950)
Guionista
  • El agujero en la pared (1982)
  • ¿Qué es el otoño? (1976)
  • Con alma y vida (1970)
  • Breve cielo (1969)
  • Así o de otra manera o Confesión (1964)
  • Tres veces Ana (1961)
  • Buenos Aires (corto - 1958)
Idea original
  • La Madre María (1974)
Ayudante de dirección
  • Patrulla Norte (1950)
2.º ayudante de dirección
  • La encrucijada (1952)
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    Fuentes:
    https://es.wikipedia.org/wiki/David_Kohon
    http://www.lanacion.com.ar/649806-david-jose-kohon-fue-un-lucido-creador
    http://www.marienbad.com.ar/masterclass/david-jose-kohon
    trelcovsky@yahoo.com.ar

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