Julio Diz

Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de Woody y todo lo demás, Series de antología y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

miércoles, 4 de enero de 2012

50 Películas que deberías ver: "Hasta el fin del mundo" de Wim Wenders.

Wenders y su desafío más grande.

Por Pablo O. Scholz


Fue –siempre- el gran desafío para Wim Wenders. Primero, cuando imaginó su historia catorce años atrás, estando de paso por Australia, y luego al estrenarla en septiembre de 1991 en Bonn, en la Alemania unificada. “Hasta el fin del mundo” era un eslabón más en su ajustada cadena de personajes trashumantes, viajantes sin rumbo fijo, por 1978, pero después de los éxitos de “París Texas”, 1984 y “Las alas del deseo”, 1987 se convirtió en un dilema. Con su película soñada, ¿Wenders mostraría preocupación por el público “mass media” o seguiría su trayectoria de veinte años en el cine de autor, y que venía desmenuzando desde siempre? A saber: un antihéroe en búsqueda de su identidad.

En enero de 1978, entonces, Wenders tenía 36 años y escribía la historia de un científico que mostraba a su esposa ciega imágenes de una catástrofe nuclear. En eso estaba cuando recibió un telegrama que luego maldijo haberlo contestado. Francis Ford Coppola quería conversar acerca de “Hammett”, proyecto que entre rodajes y peleas al alemán le insumió energías alternadas por cuatro años. Cuando retomaba la idea, surgían bosquejos de otras, sobre películas de más fácil realización. Por lo menos no pedían traslados por cuatro continentes. Tampoco un costo de 23 millones de dólares.

“Hasta el fin del mundo” tuvo 120 días de rodaje, cuyo registro filmó con un equipo total de 600 técnicos diseminados en Alemania, Francia, Portugal, Italia, los Estados Unidos, China, la Unión Soviética, Japón y Australia, y que le insumió catorce meses en una sala de montaje para alcanzar su versión óptima, la que lo satisfizo por entero. De nueve horas la bajó a seis. La definitiva, la que se conoció en Bonn, en Europa y los Estados Unidos, apenas duraba la mitad.

“Yo me veía como un narrador, era ante todo un realizador de imágenes. Y narrar, para mí, era alinear una situación detrás de la otra. Mi intensión en “Hasta el fin del mundo” fue contar un viaje de fin de siglo, una extrapolación de como se lo conoce en la actualidad. Así, los lugares y los personajes se cruzan nada más que
por incidencia.”



La francesa Claire (Solveig Dommartin) y el americano Sam (William Hurt) se persiguen mutualmente por quince ciudades.

El escritor irlandés Eugene (Sam Neill) parte en busca de su amada Claire, ayudado por un detective alemán (Rudiger Vogler), quienes a su vez son perseguidos por gente misteriosa y de otras nacionalidades. La razón por la que buscan a Sam es que posee una cámara que “hace ver” a los ciegos. Con la creación de su padre Henry (Max Von Sydow), escondido en algún lugar, Sam continua viajando y grabando las imágenes para que su madre ciega (Jeanne Moreau) pueda comprenderlas. Es el año 1999 y se avecina a la tierra un satélite nuclear, que está a punto de chochar con nuestro planeta.



“Es un film de ciencia ficción, trama policial y de amor”, resumió no muy convencido el director, que recurrió a su habitual modo de trabajo mientras duró el rodaje, esto es preescribir el guión por la noche, reprogramando escenas, diálogos y situaciones, para filma a la mañana siguiente.

No contó esta vez con el escritor Peter Handke (Las alas del deseo) en el guión. Sino con Peter Carey, luego de construir el esqueleto definitivo de la historia con Solveig Dommartin, la trapecista de “Las alas… y también su mujer. En el aspecto visual adquieren preponderancia los adelantos técnicos de que se valió el realizador de “El amigo americano” para la creación de las secuencias oníricas, utilizando video de alta definición.

Para la banda sonora de “Hasta el fin del mundo”, Wenders se dejó entusiasmar por lo que él definió “una buena colección de rock and roll futurista”. La banda incluye 17 temas, y entre ellos están los Talking Heads, Lou Reed, R.E.M., Elvis Costello, los Depeche Mode, el infaltable amigo de Wenders, Nick Cave, y los irlandeses U2 con Until the End of the World.



Angustias en la carretera

Por Claudio D. Minghetti


La idea de la que partió Wim Wenders para hacer “Hasta el fin del mundo” no aparece demasiado clara en el resultado. Pero nada tiene que ver que la copia que se estrenó en la Argentina difiera en su duración con la presentada en otros países (136 minutos frente a los 158 que se vieron en Estados Unidos y 179 en Francia). El film está claramente dividido en dos partes: empieza como una “road movie” ambientada en 1999, en un mundo invadido por la tecnología de las imágenes y al borde del apocalipsis. Después de una hora y media, para sorpresa de los que ya se había acostumbrado a las idas y vueltas de la supuesta protagonista, el film se convierte al “home movie”.

Claire Tourneur (Solveig Dommartin) es una mujer que quiere escapar de Eugene (Sam Neill), el intelectual aburrido con el que vivía, de la rutina y de sí misma. En su camino se tropieza con un dúo de ridículos ladrones de banco y termina siguiendo los pasos de Sam (William Hurt), un hombre enigmático, que también huye, empeñado en devolver a su padre el instrumento capaz de reconstruir las imágenes que registra –como una cámara- en el cerebro de los ciegos.



En la segunda parte, Wenders reniega de la estética del camino para sumergirse en un viaje crepuscular por el desierto australiano donde Sam se reencuentra con su padre (Max Von Sydow), un hombre de ciencia que quiere poner luz en los ojos ciegos de su esposa (Jeanne Moreau). Ellos forman parte de un “fin del mundo” que sólo tiene como manifestación externa la desactivación de los sistemas que responden a computadoras.

Wenders sigue atado a su obsesión por escapar de su país, incluso hasta el fin del mundo, para reconstruir su herencia y, en ese sentido, su propuesta es deliberadamente autobiográfica. A diferencia de otras obras de su cosecha –como “Alicia en las ciudades” y “París, Texas”, donde las historias eran transparentes-, en “Hasta el fin del mundo” la fractura en “road” y “home movie” complica la lectura. Sin embargo, todo el relato está signado por la mirada subjetiva que, por lo visto, responde a experiencias poco comprensibles para el espectador desprevenido. En buena medida, Claire Tourneur (su apellido es el de Jacques Tourneur, un director de films clase B amado por Wenders) es la misma Solveig Dommartin, trapecista en “Las alas del deseo”. Ella comparte su amor con dos hombres que, en realidad son uno mismo. El nómade Sam y el intelectual Eugene son, en realidad, las dos facetas del mismo Wenders.

La ruptura entre una y otra parte es contraproducente. Al ritmo sostenido de la aventura de Solveig se opone la parsimonia de ese otro viaje por el universo interior de Sam que, como el de Wenders, merece un análisis que supera los límites del cine. “Hasta el fin del mundo” es un espejo por el que se escapa Wenders en busca de respuestas, con una paisaje que resulta tan desequilibrado y heterogéneo como el modelo terminado, poco entretenido para los que piensan que el cine tiene que ajustarse a la realidad tal como la ve. Wenders, sin embargo, sigue convencido de que hacer cine es como soñar y llevar de la mano a otros soñadores por sus laberintos, aun a riesgo de caer en la monotonía.


Anomalía de Wim Wenders

Por Marcos Méndez

Hasta el fin del mundo (Wim Wenders, 1991) articula elementos de diferentes géneros introduciéndolos en un relato magmático en plena ebullición, invocando desde el cine de espías hasta la aventura más cosmopolita; desde el cine negro hasta la ciencia-ficción más desatada. Es este un filme más sensorial que intelectual, cambiante, ingenuo, de apariencia ridícula (por paródica), subordinado en buena medida al grado de complicidad que decida aportar cada espectador en el transcurso del viaje.



No importa tanto la línea argumental (o, mejor, la convergencia o divergencia de las diferentes aristas del relato) como la modalidad narrativa y los recursos de estilo que Wenders ha escogido para dar coherencia (y cordura) al guión multitentacular que escribió con Peter Carey. La homogeneidad estructural nace de la vivacidad de los colores, fríos o cálidos, la preponderancia de los objetos sobre las reacciones emocionales de los personajes y la cualidad cósmica de un espacio que gira entre lo teatral y lo paródico sin perder un ápice de personalidad.

Este último rasgo certifica el carácter desmitificador de la película en tanto coopera, junto a la radicalidad de la interpretación de Solveig Dommartin (compañera sentimental de Wenders por entonces), a poner de manifiesto la trampa de la ficción y desvelar el efecto de representación. Decía el propio Wenders tras El amigo americano (1977) que ya no existen ficciones inocentes, ficciones que no hagan referencia al cine, a sueños que ya han sido soñados. Si en el filme protagonizado por Bruno Ganz y Dennis Hopper trabajaba su parentesco con el cine clásico americano, en Hasta el fin del mundo Wenders asume esa influencia hasta ponerla en evidencia. La muerte del cine que presagiaba la magistral En el transcurso del tiempo (1976) se ha reconvertido en una desconcertante amalgama de ficciones impuras que van mucho más allá del orgulloso juego intertextual.



En este sentido, la depuración formal de las road movies wenderianas (Alicia en las ciudades -1974-, Falso movimiento -1975- y En el transcurso del tiempo) alcanza en Hasta el fin del mundo un punto de no retorno: podríamos decir que las interpretaciones de los actores en la película (fundamentales para entender el sentido integral del filme) son continuadoras de la anterior El cielo sobre Berlín (1987), mientras los recursos de montaje enlazan ya con la etapa wenderiana de los años noventa. El parentesco evidente con Ozu presente en sus primeros filmes se ha transformado en una despreocupación absoluta por cuestiones de ritmo que lastra este trabajo y los siguientes, muy lejos de las irresistibles sugerencias en la planificación presentes en sus mejores logros, En el transcurso del tiempo y París, Texas (1984).

"La depuración formal presente en las primeras road movies de Wim Wenders (Alicia en las ciudades -1974-, Falso movimiento -1975- y En el transcurso del tiempo -1976-) alcanza en Hasta el fin del mundo un punto de no retorno, cuando los recursos de montaje enlazan con la posterior y menos sugerente etapa del realizador, ya en los años noventa"

La última parte de la película, al margen ya de la historia de espionaje y ambientada toda ella en algún lugar de Australia, nos deja algunos de los mejores momentos, como aquel en que el satélite nuclear indio parece haber explotado provocando la quiebra tecnológica total: una avioneta cuya hélice deja de girar, relojes que no funcionan y una frase que los personajes repiten en diferentes idiomas: "es el fin del mundo". De fondo, el Blood of Eden de Peter Gabriel provoca un encantamiento total en el espectador a la vez que contagia a la película de una energía que las imágenes son incapaces de producir por sí mismas.



El espacio rural se une al ambiente retrofuturista del laboratorio que Henry Farber (Max von Sydow) utiliza para proyectar los sueños de las personas en una pantalla, para dejar clara la fuga de los protagonistas en el desenlace a partir de las historias escritas y los ritos atávicos de los aborígenes. Después de tanta parafernalia cientifista lo más memorable de Hasta el fin del mundo es la imagen de Eugene (Sam Neill) mientras pulsa las teclas de una vieja máquina de escribir en medio de la locura generalizada ante la necesidad (creada) de la memoria como imagen.

A veces parece que a los personajes de Hasta el fin del mundo les pasa un poco lo que a los de La letra escarlata (1973), cuya extrañeza ante los sucesos que puntúan el drama puede llegar a provocar una sonrisa paternalista en más de un espectador. Es la parte buena de los filmes frustrados: siempre puedes fingir que estás viendo una comedia.



Fuentes: Diarios Clarín y Pagina 12, noviembre de 1992,Kane 3, de España,http://www.kane3.es/dvd/hasta-el-fin-del-mundo.php

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