Por Roman Gubern
Golfus de Roma 1966, de Richard Lester a la derecha Buster Keaton. |
Además de un relato o un continuum que se desarrolla en el tiempo, la película cinematográfica es también una manifestación plástica que tiene lugar sobre el soporte bidimensional de la pantalla. Esta dimensión plástica fue subvalorada en las primeras etapas del cine, si bien la temprana práctica del montaje cinematográfico, al proceder a la destrucción de la coherencia del espacio plástico, situaba el cine en un sendero que convergía con la gran revolución estética iniciada por el cubismo.
Esta condición del cine ha hecho inevitable que las preocupaciones de algunos realizadores modernos se hermanasen con ciertas tendencias de la pintura actual. El cine no-figurativo o abstracto, nacido en los años veinte (Viking Eggeling, Hans Richner y Oscar Fischinger), ha tenido uno de sus mejores continuadores en el cineasta canadiense Norman McLaren, y, en la actualidad es una variante cinematográfica cultivada con cierta asiduidad por el movimiento underground estadounidense (Jordan Belson, Marie Menken, etc.). Pero mayor interés que este calco artístico, que transporta casi mecánicamente los módulos de un medio de expresión (pintura) a otro (cine), merecen aquellos cineastas que aparecen rebosantes de una sensibilidad procedente de las modernas experiencias plásticas, sin descender a su mera copia en la pantalla. Michelangelo Antonioni ofrece, al respecto, uno de los ejemplos más luminosos de tal impregnación -sus encuadres de La noche (1960) y en Desierto rojo (1964)-, hasta el punto que su film El eclipse (1962) recrea las estructuras urbanas y arquitectónicas de la moderna Roma y llega a convertir tales elementos en uno de los protagonistas dramáticos de la película. En este sentido, la creciente tendencia a filmar las películas fuera de los estudios, implantada por el neorrealismo italiano y reforzada por la nouvelle vague francesa, ha contribuido a sensibilizar a muchos cineastas modernos acerca de las potencialidades plásticas que poseen los escenarios naturales y urbanos.
¡Socorro!, 1965, film protagonizado por Los Beatles. |
La irrupción del Pop-art en los años sesenta se inició también decisivamente en algunos realizadores, cuyo mejor ejemplo tal vez sea el angloamericano Richard Lester en sus primeros films: Anochecer de un día agitado (1964) y ¡Socorro! (1965), ambas con el grupo musical The Beatles; El knack y cómo lograrlo (1965), y Golfus de Roma (1966). El desenfado y colorismo de Lester, los vistosos o extravagantes escenarios utilizados en sus films y los destrozos de la coherencia espacio-temporal de muchas de sus escenas emparentadas netamente a este cine Pop con una de las ramas más interesantes de la revolución pictórica moderna. Películas que, como el mismo Pop-art, son indisolubles del clamoroso descubrimiento cultural de los comics realizado en aquella década, forma plástica y narrativa que tantas concomitancias ofrece con el lenguaje cinematográfico (montaje de viñetas consecutivas, como los planos que componen una película) y que han inspirado a Alain Resnais, voraz lector de comics, mientras Fellini (que había escrito guiones para la serie Flash Gordon) hizo que su escenógrafo y su sastre estudiaran los dibujos de Antonio Rabino antes de abordar Giulietta de los espiritus (1965).
Esta permeabilidad del cine a las investigaciones y experiencias paralelas de otros medios de expresión ha hecho que, en tres cuartos de siglo, recorriese velozmente una escala de enfoques y de ismos que en otras artes han requerido siglos. Por eso pudo referirse Antonin Artaud, en afortunada expresión, a la "precoz vejez del cine", frase que evidencia la contradicción entre su novedad y la densidad cultural de su trayectoria.
Extraído de Cine Contemporáneo, Biblioteca Salvat de grande temas.1975.
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