viernes, 13 de julio de 2018

CinemaFiction: El día veintisiete, 1957 de William Asher.


Los alienígenas han secuestrado a cinco seres humanos. No, no pongan esa cara, ya que según la prensa suceden cosas aún más portentosas (incluso en el ámbito de la política). El caso es que los cinco terrícolas han sido abducidos con objeto de encomendarles una tarea muy especial: decidir el destino del resto de la raza humana.

En efecto, estas personas tienen el poder de determinar lo que será de nuestra especie, merced a unas cápsulas devastadoras que, uno de los visitantes del espacio, apodado el extranjero (The Alien), les ha entregado. Este alienígena versallesco pero retorcido a más no poder está interpretado por el eficiente Arnold Moss (1910-1989), al que muchos recordamos como el pérfido Karidian del episodio de Star Trek(1966-69), La consciencia del rey (The Conscience of the King, Gerd Oswald, 1966). Él es el portavoz de una prosapia extraterrestre cuyo planeta se extingue. Con lo que, necesitan el nuestro, ya que el suyo va a dejar de ser habitable en pocos días. En este lapso de tiempo, los escogidos deberán mostrar de qué pasta están hechos, salvando la Tierra o abocándola al desastre (aunque sin dañar al resto de especies vivas del planeta). Es decir, que se nos ofrece la posibilidad de aniquilarnos a nosotros mismos, sin la necesidad de tener que pasar por la incomodidad de una invasión avant la lettre, que dejaría bastante maltrecho todo el paisaje. El planteamiento irónico consiste en que el veneno de las cápsulas es tan respetuoso como letal.

Ello nos recuerda que somos unos inquilinos más, vagando por el cosmos, y que no es mala idea dejarle hueco a otros seres, probablemente, más responsables y ecuánimes. Por su parte, los invitados por el extranjero son la señorita inglesa Evelyn Wingate (Valerie French), el periodista norteamericano Jonathan Clarke (Gene Barry), la ciudadana de origen chino Su Tan (Marie Tsien), el profesor de física alemán Klaus Bechner (George Voskovec) y el soldado ruso Ivan Godofsky (Azemat Janti). Pertenecen, por lo tanto, a diferentes estratos sociales, etnias y condiciones culturales, con lo que resulta ameno comprobar cuál será la reacción de los convidados ante semejante reto, atendiendo a sus distintos orígenes y entornos, además de situaciones personales.



Son estas unas abducciones en la sombra, pues tienen lugar en un lapso de tiempo que ha permanecido congelado para el resto de los habitantes de la Tierra.

Tal es la premisa de El día veintisiete (The 27th. Day, Columbia Pictures, 1957), modesta pero efectiva puesta en escena de la novela del canadiense John Mantley (1920-2003), de igual nombre, publicada el año anterior. En parte, la novela fue adaptada por el guionista de Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955) y The Monolith Monsters (John Sherwood, 1957), Robert M. Fresco (1930-2014), finalmente no acreditado, en favor de la supervisión -o reescritura- definitiva del propio escritor. La película fue dirigida por William Asher (1921-2012), responsable de muchos de los capítulos de series tan míticas como Yo quiero, Lucy (I Love Lucy, 1951-57) o Embrujada (Bewitched, 1964-1972), y de largometrajes como el divertido ciclo -en muchos sentidos irrepetible- compuesto por Escándalo en la playa (Beach Party, 1963), Bikini Beach (1964), Playa de locuelos (Muscle Beach Party, 1964), Diversión en la playa (Beach Blanket Bingo, 1965), o Fireball 500 (1966), junto a una buena muestra de cine de terror con Amenaza en la noche (Night Warning, 1983).

Además, la película cuenta con una soterrada pero bonita música del para mí desconocido Mischa Bakaleinikoff (1890-1960). Indagando en la red, descubro que se trata de un prolífico director del departamento de música de los estudios, aparte de un instrumentista y compositor.

Como es mi costumbre, no deseo desvelar toda la trama, pero sí mencionaremos la evidente originalidad del planteamiento, en lo que concierne a la apertura de las cajas que contienen las referidas cápsulas, a través del pensamiento, y el modo en que estas se pueden poner en funcionamiento de forma oral, esta vez, por parte de cualquiera que las maneje. Para animar esta tesitura extrema, y pese a que el extranjero insiste en que no va a haber invasión, de hecho, la hay desde el momento en que este se aparece al resto del mundo a través de los medios televisivos.

No deja de ser interesante, asimismo, el hecho de que el heroísmo de la conclusión del relato recaiga sobre un personaje fuera del ámbito americano o inglés (¡pese a la evidente conexión anglosajona!), lo que refuta, o al menos mitiga, el maniqueísmo de algunas de las premisas de ciencia ficción (no todas, por mucho que se empeñen) de aquella época. Lo cierto es que esta resolución no es tan extraña si tenemos en cuenta que, para el extraterrestre, todos formamos parte de una misma familia.

Él lo especifica bien cuando recuerda a los terrícolas, en el interior de la nave alienígena, que no se encuentran allí en representación de ninguna raza particular, sino de la humanidad en su conjunto. Tampoco podemos soslayar el hecho de que el joven soldado ruso se comporta de manera heroica, aunque sucumba a los beneficios de las ideologías más totalitarias. Podemos decir que Ivan Godofsky es abducido dos veces, primero por el extranjero celeste, más que celestial, y luego por sus propias autoridades.

De igual modo, otro de los protagonistas se inmola sin apenas ceremonias (narrativas), para dejar inactivas sus cápsulas. Sin duda, una solución tan expeditiva como valerosa y, en cualquier caso, pragmática, acorde con la idiosincrasia de tan fugaz pero decisivo personaje.

A su vez, a punto está de fenecer el profesor Bechner a causa de un atropellamiento, pero el destino de esta figura devendrá en crucial. Por su parte, Jonathan y Evelyn encuentran momentáneo acomodo en las instalaciones deportivas de un hipódromo, fuera de temporada y sin apenas vigilancia. Hasta que las circunstancias puestas en movimiento tras la aparición del extranjero ante la humanidad, les hagan tener que tomar muchas determinaciones.

En suma, pese a que Jonathan Clarke recuerda que la gente odia por miedo a lo desconocido, que es casi todo, los humanos (si no todos, los que nos conciernen) sabrán estar a la altura del desafío. Un desenlace casi metafísico se concreta al final de la película, a modo de invitación por la paz. Elegante y concisa, El día veintisiete plantea la incertidumbre de los caminos que, de una forma voluntaria o sugestionada, tomamos, y que conforman la suerte que nos labramos, a un nivel global. ¿Quién arbitra realmente nuestro destino, nosotros u otros? ¿O tal vez el proceloso cosmos? ¿O todos ellos en una amalgama que se nos escapa?

Pero si la situación que se expone en El día veintisiete es en potencia, en Pánico infinito (Panic in Year Zero, MGM-American International, 1962), será en acto. Aquí, una terrible catástrofe acontece realmente, y los personajes habrán de desenvolverse dentro de ella a posteriori. Así lo determina el inspirado guión de los poco prodigados Jay Simms (-) y John Morton (-), en torno a un relato de Ward Moore (1903-1978), con la música de Les Baxter (1922-1996), en lo que es una composición jazzística muy de época, pero por eso mismo, de una entonada extrañeza.


Fuente: bauldelcastillo.blogspot.com/search/label/Cine

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