Escena de Giulietta de los espiritus (1965), de Federico Fellini,
indagacion psicoanalitica acerca de la personalidad de Giulietta Massina, esposa del realizador italiano.
Por Roman Gubern
El cine, con ser tan reciente su génesis histórica, se ha hermandado con las otras artes milenarias en la búsqueda de nuevas formas de lenguaje y de comunicación con su público, no sólo tomando de las otras artes sus replanteamientos críticos, sino también incidiendo decisivamente en los nuevos enfoques y debates de las artes tradicionales. Es posible afirmar, por ejemplo, que la novela moderna no puede explicarse sin el reto estético del cinematógrafo, del mismo modo que, desde el impresionismo, la evolución de la pintura es inseparable de la competencia de la cámara fotográfica. Poco después de finalizar la II Guerra Mundial, Claude-Edmonde Magny señalaba en L’age du roman américain, las concomitancias del lenguaje novelesco estadounidense (John Dos Passos, Ernest Hemingway y William Faulkner) con el de la expresión cinematográfica. La escueta descripción óptica, el montaje de espacios y tiempos, así como el uso de la elipsis, inherentes al discurso fílmico, estaban creando en Estados Unidos, centro mundial del cine, un nuevo arte de novelar cuya calidad y vigor influirían decisivamente en toda la literatura occidental.
Era normal que, si la novela
posee aquella condición de espejo que
le otorgo
Stendhal, tenía que acabar forzosamente pareciéndose al cine, que es el espejo
de cuanto acaece ante el objetivo de la cámara tomavistas. Esta tendencia
histórica alcanzó su cenit con las propuestas de Alain Robbe-Grillet acerca del
nouveau roman, viendo enla
“objetividad cinematográfica” la meta del novelista y postulando, por tanto, el
uso del “adjetivo óptico”, descriptivo, el que se limita a medir, situar,
delimitar y definir”, como el instrumento linguistico más idóneo para la nueva
narrativa. Con esta técnica Robbe-Grillet ha pretendido auyentar de la
novelística lo que él llama “los viejos mitos de la profundidad”, es decir, las
vivencias y las apreciaciones subjetivas, tanto del autor como los personajes
descritos. La visión del novelista ha de ser, según Robbe-Grillet, la propia de
la cámara cinematográfica. Esta convicción fue la que le llevó a la realización
cinematográfica, dirigiendo L’Immortelle
(1963).
Por
otra parte, recíprocamente el cine moderno ha sido también sensible a las
crisis y experimentos de la narrativa contemporánea. Si al nacer el cine heredó
las estructuras del teatro y de la novela decimonónicos, con su sólida coherencia
casual y espacio/temporal, el cine moderno ha sido imbuido por el espíritu de
ruptura y de investigación de la antinovela,
llevada al límite con su destrucción de
la nocion de “héroe” e, incluso, de lo que antes se denominaba “trama” o
“argumento”. Refiriéndose a la obra de Jean-Luc Godard, Raymond Durgnat ha
escrito que se trata de “un arte esquizofrénico para una época esquizofrénica”,
y lo mismo podría decirse, por sus violentas rupturas del discurso y sus
aparentes incoherencias formales, de gran parte de la literatura, la poesía o
el teatro experimental contemporáneos. Las producciones del realizador alemán
Alexander Kluge, como Una muchacha sin
historia (Abschied von Gestern, 1966) o Artistas
bajo la carpa del circo: perplejas (Artisten in der Zirkuskuppel ratlos, 1968),
son películas que no pueden ser explicadas ni resumidas, al contrario de lo que
ocurria con los viejos films de David W. Griffith o de Fritz Lang, porque su
esencia artística no está, ni lo pretende, en la construcción argumental, en la
intriga o trama. El cine moderno ha incorporado a su lenguaje, como la
antinovela o la poesía experimental, los mecanismos del sueño, las violentas
elipsis del pensamiento, las equívocas percepciones de duermevela o las
metáforas sensoriales. Experiencias aceleradas desde que la nouvelle vague francesa, gestada en
1959, procedió a una drástica renovación de los códigos del lenguaje
cinematográfico tradicional.
Paradójicamente,
una parte de esta renovación formal proviene del menos imaginativo de los
géneros cinematográficos: el periodismo audiovisual. Este género, que día a día
ha fijado sobre película la historia del siglo XX, ha constituido, desde los
años de esplendor del cine mudo soviético, un permanente estímulo para el
progreso de la técnica y de la estética del montaje. La necesidad de empalmar
escenas discontinuas tomadas de la realidad –sin guión, composición ni
artificios previos- obligó a audacias formales de montaje en las que la
estricta continuidad narrativa era violada con frecuencia y la causa propia de
la novela abandonada en favor de un impresionismo o fragmentariedad que
privilegiase la esencia del suceso que se deseaba mostrar. Esta heterodoxia
narrativa, amén del ágil o titubeante manejo de las cámaras, transportadas por
los operadores de noticiarios, constituyen una cantera de inspiración
permanente para algunas formas muy características del cine moderno.
Estimulados por la demanda de cadenas de televisión, los noticieros y el género
documental se desarrollaron extraordinariamente en las dos últimas décadas; pero mientras esto ocurría,
el cine de ficción procedía a
descubrir su voluntad documental y aspiración objetiva reconstruyendo
minuciosamente acontecimientos de la historia moderna, como hizo Carlo Lizzani
en El proceso de Verona, 1963,
Francesco Rosi en un ciclo que comprende desde Salvatore Giuliano, 1962 hasta Lucky
Luciano, 1973, o Costa-Gavras en La
confesión, 1970, o Estado de sitio,
1972, sobre la actuación de las guerrillas urbanas en Montevideo. De este
modo, los artificios de la ficción cinematográfica convergían, por caminos
distintos, en el caudal de la crónica histórica objetiva, o con las
experiencias de “narrativa documental”, de Oscar Lewis, en una variante
narrativa del periodismo audiovisual, haciendo del cine un legítimo espejo de
la historia contemporánea.
Lucky Luciano (1973), de Francesco Rosi. |
Extraído de Cine
contemporáneo, Biblioteca Salvat de grandes temas, 1973.
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