sábado, 4 de abril de 2020

El cine en el panorama de la narrativa moderna.



Por Roman Gubern

Escena de "Giulietta de los espiritus" 1963, de Federico Fellini 


Nacido como espectáculo plebeyo de baraca de feria, el cine conquistó en pocos años una jerarquía cultural de primerísimo orden con fuente de fabulaciones (Federico Fellini), como atormentada indagación existencial (Ingmar Bergman), como expresión lírica (Bernardo Bertolucci), como crónica histórica (Francesco Rosi), como arma política (Costa-Gavras), como explosión de la memoria y de la capacidad del lenguaje (Alain Resnais) o como instrumento pedagógico y científico en universidades y laboratorios. Hoy nadie niega ya al cine su lugar ni sus funciones en el panorama del arte y de la cultura contemporáneos.

El cine, con ser tan reciente su génesis histórica, se ha hermandado con las otras artes milenarias en la búsqueda de nuevas formas de lenguaje y de comunicación con su público, no sólo tomando de las otras artes sus replanteamientos críticos, sino también incidiendo decisivamente en los nuevos enfoques y debates de las artes tradicionales. Es posible afirmar, por ejemplo, que la novela moderna no puede explicarse sin el reto estético del cinematógrafo, del mismo modo que, desde el impresionismo, la evolución de la pintura es inseparable de la competencia de la cámara fotográfica. Poco después de finalizar la II Guerra Mundial, Claude-Edmonde Magny señalaba en L’age du roman américain, las concomitancias del lenguaje novelesco estadounidense (John Dos Passos, Ernest Hemingway y William Faulkner) con el de la expresión cinematográfica. La escueta descripción óptica, el montaje de espacios y tiempos, así como el uso de la elipsis, inherentes al discurso fílmico, estaban creando en Estados Unidos, centro mundial del cine, un nuevo arte de novelar cuya calidad y vigor influirían decisivamente en toda la literatura occidental.

"The sun also rides" 1957, de Henry King, en la foto Ava Gardner, Tyrone Power y Errol Flynn

Era normal que, si la novela posee aquella condición de espejo que le otorgo Stendhal, tenía que acabar forzosamente pareciéndose al cine, que es el espejo de cuanto acaece ante el objetivo de la cámara tomavistas. Esta tendencia histórica alcanzó su cenit con las propuestas de Alain Robbe-Grillet acerca del nouveau roman, viendo enla “objetividad cinematográfica” la meta del novelista y postulando, por tanto, el uso del “adjetivo óptico”, descriptivo, el que se limita a medir, situar, delimitar y definir”, como el instrumento linguistico más idóneo para la nueva narrativa. Con esta técnica Robbe-Grillet ha pretendido auyentar de la novelística lo que él llama “los viejos mitos de la profundidad”, es decir, las vivencias y las apreciaciones subjetivas, tanto del autor como los personajes descritos. La visión del novelista ha de ser, según Robbe-Grillet, la propia de la cámara cinematográfica. Esta convicción fue la que le llevó a la realización cinematográfica, dirigiendo L’Immortelle (1963).

Por otra parte, recíprocamente el cine moderno ha sido también sensible a las crisis y experimentos de la narrativa contemporánea. Si al nacer el cine heredó las estructuras del teatro y de la novela decimonónicos, con su sólida coherencia casual y espacio/temporal, el cine moderno ha sido imbuido por el espíritu de ruptura y de investigación de la antinovela, llevada al límite con su destrucción  de la nocion de “héroe” e, incluso, de lo que antes se denominaba “trama” o “argumento”. 

"L'Immortelle" 1963, de Alain Robbe-Grillet

Refiriéndose a la obra de Jean-Luc Godard, Raymond Durgnat ha escrito que se trata de “un arte esquizofrénico para una época esquizofrénica”, y lo mismo podría decirse, por sus violentas rupturas del discurso y sus aparentes incoherencias formales, de gran parte de la literatura, la poesía o el teatro experimental contemporáneos. Las producciones del realizador alemán Alexander Kluge, como Una muchacha sin historia (Abschied von Gestern, 1966) o Artistas bajo la carpa del circo: perplejas (Artisten in der Zirkuskuppel ratlos, 1968), son películas que no pueden ser explicadas ni resumidas, al contrario de lo que ocurria con los viejos films de David W. Griffith o de Fritz Lang, porque su esencia artística no está, ni lo pretende, en la construcción argumental, en la intriga o trama. El cine moderno ha incorporado a su lenguaje, como la antinovela o la poesía experimental, los mecanismos del sueño, las violentas elipsis del pensamiento, las equívocas percepciones de duermevela o las metáforas sensoriales. Experiencias aceleradas desde que la nouvelle vague francesa, gestada en 1959, procedió a una drástica renovación de los códigos del lenguaje cinematográfico tradicional.

Ives Montand en "La confesion", 1970, de Costa-Gavras

Paradójicamente, una parte de esta renovación formal proviene del menos imaginativo de los géneros cinematográficos: el periodismo audiovisual. Este género, que día a día ha fijado sobre película la historia del siglo XX, ha constituido, desde los años de esplendor del cine mudo soviético, un permanente estímulo para el progreso de la técnica y de la estética del montaje. La necesidad de empalmar escenas discontinuas tomadas de la realidad –sin guión, composición ni artificios previos- obligó a audacias formales de montaje en las que la estricta continuidad narrativa era violada con frecuencia y la causa propia de la novela abandonada en favor de un impresionismo o fragmentariedad que privilegiase la esencia del suceso que se deseaba mostrar. Esta heterodoxia narrativa, amén del ágil o titubeante manejo de las cámaras, transportadas por los operadores de noticiarios, constituyen una cantera de inspiración permanente para algunas formas muy características del cine moderno. Estimulados por la demanda de cadenas de televisión, los noticieros y el género documental se desarrollaron extraordinariamente en las dos  últimas décadas; pero mientras esto ocurría, el cine de ficción procedía a descubrir su voluntad documental y aspiración objetiva reconstruyendo minuciosamente acontecimientos de la historia moderna, como hizo Carlo Lizzani en El proceso de Verona, 1963, Francesco Rosi en un ciclo que comprende desde Salvatore Giuliano, 1962 hasta Lucky Luciano, 1973, o Costa-Gavras en La confesión, 1970, o Estado de sitio, 1972, sobre la actuación de las guerrillas urbanas en Montevideo. De este modo, los artificios de la ficción cinematográfica convergían, por caminos distintos, en el caudal de la crónica histórica objetiva, o con las experiencias de “narrativa documental”, de Oscar Lewis, en una variante narrativa del periodismo audiovisual, haciendo del cine un legítimo espejo de la historia contemporánea.

"Lucky Luciano", 1973 de Francesco Rosi, en primer termino Gianmaria Volonte

Por un lado, lo expuesto evidencia la sincronía o paralelismo de las búsquedas de una parte significativa del cine moderno con las experiencias y tanteos de un sector importante de la narrativa literaria contemporánea. Pero, por otro, demuestra también la amplitud y variedad de registros del cine actual, que se extienden desde el cine-poema, notablemente experimental, a la austera crónica histórica o al panfleto político, basados en hechos auténticos, para reconstruirlos con fidelidad o denunciarlos polémicamente.


Extraído de Cine contemporáneo, Biblioteca Salvat de grandes temas, 1973.      

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