Por Roman Gubern
Escena de "Giulietta de los espiritus" 1963, de Federico Fellini |
Nacido como espectáculo
plebeyo de baraca de feria, el cine conquistó en pocos años una jerarquía
cultural de primerísimo orden con fuente de fabulaciones (Federico Fellini),
como atormentada indagación existencial (Ingmar Bergman), como expresión lírica
(Bernardo Bertolucci), como crónica histórica (Francesco Rosi), como arma
política (Costa-Gavras), como explosión de la memoria y de la capacidad del
lenguaje (Alain Resnais) o como instrumento pedagógico y científico en
universidades y laboratorios. Hoy nadie niega ya al cine su lugar ni sus
funciones en el panorama del arte y de la cultura contemporáneos.
El cine, con ser tan reciente
su génesis histórica, se ha hermandado con las otras artes milenarias en la
búsqueda de nuevas formas de lenguaje y de comunicación con su público, no sólo
tomando de las otras artes sus replanteamientos críticos, sino también
incidiendo decisivamente en los nuevos enfoques y debates de las artes
tradicionales. Es posible afirmar, por ejemplo, que la novela moderna no puede
explicarse sin el reto estético del cinematógrafo, del mismo modo que, desde el
impresionismo, la evolución de la pintura es inseparable de la competencia de
la cámara fotográfica. Poco después de finalizar la II Guerra Mundial,
Claude-Edmonde Magny señalaba en L’age du roman américain, las concomitancias
del lenguaje novelesco estadounidense (John Dos Passos, Ernest Hemingway y
William Faulkner) con el de la expresión cinematográfica. La escueta
descripción óptica, el montaje de espacios y tiempos, así como el uso de la
elipsis, inherentes al discurso fílmico, estaban creando en Estados Unidos,
centro mundial del cine, un nuevo arte de novelar cuya calidad y vigor
influirían decisivamente en toda la literatura occidental.
"The sun also rides" 1957, de Henry King, en la foto Ava Gardner, Tyrone Power y Errol Flynn |
Era normal que, si la novela
posee aquella condición de espejo que le otorgo Stendhal, tenía que acabar
forzosamente pareciéndose al cine, que es el espejo de cuanto acaece ante el
objetivo de la cámara tomavistas. Esta tendencia histórica alcanzó su cenit con
las propuestas de Alain Robbe-Grillet acerca del nouveau roman, viendo enla
“objetividad cinematográfica” la meta del novelista y postulando, por tanto, el
uso del “adjetivo óptico”, descriptivo, el que se limita a medir, situar,
delimitar y definir”, como el instrumento linguistico más idóneo para la nueva
narrativa. Con esta técnica Robbe-Grillet ha pretendido auyentar de la
novelística lo que él llama “los viejos mitos de la profundidad”, es decir, las
vivencias y las apreciaciones subjetivas, tanto del autor como los personajes
descritos. La visión del novelista ha de ser, según Robbe-Grillet, la propia de
la cámara cinematográfica. Esta convicción fue la que le llevó a la realización
cinematográfica, dirigiendo L’Immortelle (1963).
Por otra parte,
recíprocamente el cine moderno ha sido también sensible a las crisis y
experimentos de la narrativa contemporánea. Si al nacer el cine heredó las
estructuras del teatro y de la novela decimonónicos, con su sólida coherencia
casual y espacio/temporal, el cine moderno ha sido imbuido por el espíritu de
ruptura y de investigación de la antinovela, llevada al límite con su
destrucción de la nocion de “héroe” e,
incluso, de lo que antes se denominaba “trama” o “argumento”.
"L'Immortelle" 1963, de Alain Robbe-Grillet |
Refiriéndose a la
obra de Jean-Luc Godard, Raymond Durgnat ha escrito que se trata de “un arte
esquizofrénico para una época esquizofrénica”, y lo mismo podría decirse, por
sus violentas rupturas del discurso y sus aparentes incoherencias formales, de
gran parte de la literatura, la poesía o el teatro experimental contemporáneos.
Las producciones del realizador alemán Alexander Kluge, como Una muchacha sin
historia (Abschied von Gestern, 1966) o Artistas bajo la carpa del circo:
perplejas (Artisten in der Zirkuskuppel ratlos, 1968), son películas que no
pueden ser explicadas ni resumidas, al contrario de lo que ocurria con los
viejos films de David W. Griffith o de Fritz Lang, porque su esencia artística
no está, ni lo pretende, en la construcción argumental, en la intriga o trama.
El cine moderno ha incorporado a su lenguaje, como la antinovela o la poesía
experimental, los mecanismos del sueño, las violentas elipsis del pensamiento,
las equívocas percepciones de duermevela o las metáforas sensoriales.
Experiencias aceleradas desde que la nouvelle vague francesa, gestada en 1959,
procedió a una drástica renovación de los códigos del lenguaje cinematográfico
tradicional.
Ives Montand en "La confesion", 1970, de Costa-Gavras |
Paradójicamente, una parte de
esta renovación formal proviene del menos imaginativo de los géneros
cinematográficos: el periodismo audiovisual. Este género, que día a día ha
fijado sobre película la historia del siglo XX, ha constituido, desde los años
de esplendor del cine mudo soviético, un permanente estímulo para el progreso
de la técnica y de la estética del montaje. La necesidad de empalmar escenas
discontinuas tomadas de la realidad –sin guión, composición ni artificios
previos- obligó a audacias formales de montaje en las que la estricta
continuidad narrativa era violada con frecuencia y la causa propia de la novela
abandonada en favor de un impresionismo o fragmentariedad que privilegiase la
esencia del suceso que se deseaba mostrar. Esta heterodoxia narrativa, amén del
ágil o titubeante manejo de las cámaras, transportadas por los operadores de
noticiarios, constituyen una cantera de inspiración permanente para algunas
formas muy características del cine moderno. Estimulados por la demanda de
cadenas de televisión, los noticieros y el género documental se desarrollaron
extraordinariamente en las dos últimas
décadas; pero mientras esto ocurría, el cine de ficción procedía a descubrir su
voluntad documental y aspiración objetiva reconstruyendo minuciosamente
acontecimientos de la historia moderna, como hizo Carlo Lizzani en El proceso
de Verona, 1963, Francesco Rosi en un ciclo que comprende desde Salvatore
Giuliano, 1962 hasta Lucky Luciano, 1973, o Costa-Gavras en La confesión, 1970,
o Estado de sitio, 1972, sobre la actuación de las guerrillas urbanas en
Montevideo. De este modo, los artificios de la ficción cinematográfica
convergían, por caminos distintos, en el caudal de la crónica histórica
objetiva, o con las experiencias de “narrativa documental”, de Oscar Lewis, en
una variante narrativa del periodismo audiovisual, haciendo del cine un
legítimo espejo de la historia contemporánea.
"Lucky Luciano", 1973 de Francesco Rosi, en primer termino Gianmaria Volonte |
Por un lado, lo expuesto
evidencia la sincronía o paralelismo de las búsquedas de una parte
significativa del cine moderno con las experiencias y tanteos de un sector
importante de la narrativa literaria contemporánea. Pero, por otro, demuestra
también la amplitud y variedad de registros del cine actual, que se extienden
desde el cine-poema, notablemente experimental, a la austera crónica histórica
o al panfleto político, basados en hechos auténticos, para reconstruirlos con
fidelidad o denunciarlos polémicamente.
Extraído de Cine
contemporáneo, Biblioteca Salvat de grandes temas, 1973.
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