Inmerso en una década convulsa y llena de radicales cambios,
el año 1968 quedará para siempre marcado en la historia del s.XX por suponer un
antes y un después a nivel social y político tanto a escala mundial como en
suelo estadounidense: mientras en el viejo continente las revueltas
estudiantiles caldeaban el ambiente en Francia en el mes de mayo y Mao
consolidaba su poder gracias a la Revuelta Cultural en China, en tierras
yanquis los hippies hacían mucho más ensordecedora su protesta contra la
absurda guerra de Vietnam —casi forzando a Nixon a comenzar la retirada de
tropas al año siguiente— al mismo tiempo que Angela Davies o los Panteras
Negras removían conciencias con el movimiento de liberación racial.
Este caldo de cultivo fue el propicio para que la
ciencia-ficción pariera dos de los mejores filmes que nos ha legado la historia
del cine, logrando a través de ellos una madurez que hasta entonces se antojaba
lejana e inalcanzable para un género que tan sólo una década antes era el caldo
de cultivo de innumerables producciones de serie B y al que pocos, muy pocos,
llegaban a tomarse en serio —aunque, como ya hemos visto en este ciclo, alguna
que otra semilla ya se plantó en dichos años para el salto a la edad adulta de
las fórmulas del sci-fi. ‘2001. Una odisea en el espacio’ (‘2001. A Space
Odissey’, Stanley Kubrick, 1968) y ‘El planeta de los simios’ (‘Planet of the
Apes’, Franklin J.Schaffner, 1968), adaptaciones correspondientes de ‘El
centinela’ de Arthur C.Clarke y la novela homónima de Pierre Boulle, sentaban
pues las bases para el paso a la edad adulta de un género que —y disculpen la
frase manida— ya nunca volvería a ser el mismo.
Arduo fue el camino de la tinta al fotograma
Con los derechos sobre el texto de Boulle en su posesión
desde incluso antes de que la novela fuera puesta a la venta, al productor
Arthur P. Jacobs le costó, y mucho, convencer a Richard D.Zanuck, el entonces
presidente de la Fox, de que la producción de ‘El planeta de los simios’ era un
hecho factible y asumible por las arcas del estudio. Y ello se debió
inicialmente a que uno de los primeros tratamientos sobre la historia original
que estuvo a punto de pasar a fase de rodaje fue el que había escrito el mítico
Rod Serling, un libreto en el que, según parece, el creador de ‘Twilight Zone’
derrochaba genio por los cuatro costados pero que Zanuck miró con malos ojos
por el coste que supondría la visualización de la avanzada civilización simia
que Serling postulaba.
Con Michael Wilson sustituyéndolo, y la sugerencia de
Schaffner de hacer la sociedad de monos más primitiva para así reducir costes,
a ‘El planeta de los simios’ le quedaba todavía algo de camino por recorrer
antes de que la Fox diera la luz verde definitiva, ya que otro problema que se
preveía podía acarrear no pocas complicaciones en el set de rodaje era la
extensiva y dificultosa labor de maquillaje a la que tendrían que someterse los
actores que fueran a interpretar a los simios.
Pero ninguna cortapisa iba a frenar a Jacobs en su firme
intención de que la cinta llegara a ser filmada, y con la ayuda de Charlton
Heston, Edward G. Robinson, James Brolin y Linda Harrison, el productor
organizó el rodaje de una breve escena extraída de un borrador del guión
escrito por Serling. Tan efectiva sería dicha secuencia —que puede verse, por
ejemplo, en la edición en Blu-ray de la película— que a la Fox ya no le
quedarían argumentos para seguir deteniendo un proyecto que, en principio, y
tal como se mostraba en la citada secuencia, hubiera servido para reunir a
Heston con Robinson tras su participación conjunta en ‘Los diez mandamientos’
(‘The Ten Commandments’, Cecil B. De Mille, 1958) algo que no se produciría
hasta cinco años más tarde ante la negativa del veterano intérprete de
someterse a las largas sesiones de maquillaje que necesitaría la producción.
Las inevitables comparaciones
Ya comenté en su momento con ocasión de la entrada del
especial dedicado a Tim Burton correspondiente al remake de ‘El planeta de los
simios’ (‘Planet of the Apes’, 2001) que esa supuesta fidelidad que el filme
del cineasta de Burbank guardaba para con el relato de Pierre Boulle era sólo
un espejismo sobre el que el libreto de la terna de guionistas de la nueva
versión había entrado cual elefante en una cacharrería, quedándose con lo que
les había apetecido de lo desarrollado por el escritor francés —más bien poco—
e inventando aquí y allá para obtener un monstruo de Frankenstein que poco o
ningún parecido guardaba con la novela.
Mayor fidelidad reviste, no obstante, el trabajo que Serling
primero, y Wilson después, efectúan sobre los postulados del canon marcado por
Boulle, aunque ello no implique, por supuesto, que la adaptación realizada siga
al pie de la letra la trama que comienza con una pareja de novios en luna de
miel encontrando una botella flotando en el espacio con un manuscrito en el que
en un periodista narra la odisea que lo habría llevado a descubrir un mundo en
el sistema de la estrella Betelgeuse en el que el orden “natural” de la Tierra
se encontraba invertido: los simios dominaban mientras que los humanos,
reducidos a su mínima expresión de inteligencia, eran considerados como
animales y esclavos.
A partir del momento en el que Ulysse —el nombre del
protagonista— y sus tres compañeros llegan a dicho planeta, lo desarrollado por
Serling y Wilson no se aleja en exceso de los planteamientos fundamentales de
Boulle, y el tratamiento de ambos guionistas sigue en esencia las mismas
pesquisas que llevarán a Ulysse al descubrimiento de que el planeta en el que
se encuentra estuvo una vez dominado por unos humanos que terminaron
dependiendo demasiado de sus esclavos simios.
Un filme atípico para un cineasta atípico
Con disimilitudes que pasan por las diferencias en los
avances tecnológicos de la sociedad simiesca, el hecho de que el protagonista
sea casi aceptado por sus captores o ese demoledor final que tan bien se acopla
a la idiosincrasia de Serling y que se conservó tal cual del trabajo
desarrollado por el guionista, esta claro que ‘El planeta de los simios’ no
habría sido el mismo filme de haber caído en las manos de otro director menos
ecléctico que Franklin J. Schaffner, realizador con una singular trayectoria en
la que encontramos títulos tan dispares como ‘Rosas perdidas’ (‘The Stripper’,
1963), las fabulosas ‘Patton’ (id, 1970) y ‘Papillon’ (id, 1973) o la irregular
‘Los niños del Brasil’ (‘Boys from Brazil’, 1978).
En plena conjunción con un diseño de producción magnífico en
el que la austeridad era la línea a seguir, y una magistral banda sonora de
Jerry Goldsmith a la que dedicaré las últimas líneas de esta entrada, la
desnaturalizada dirección de Schaffner consigue desde los primeros minutos de
proyección sembrar la inquietud en el ánimo del espectador, careciendo de
relevancia cuántas veces se haya podido visionar la cinta y siendo éste
carácter de imperturbabilidad lo que mejor habla de la grandeza de lo
conseguido por el cineasta.El vagar por ese desierto sin fin de los tres astronautas, la visión de unos espantapájaros muy inquietantes, el descubrimiento de los humanos, la electrizante partida de caza, el proceso de inversión del orden normal al que vamos asistiendo a lo largo del cautiverio de Taylor —un Heston que derrocha más chulería de la habitual—, las categóricas aseveraciones del doctor Zaius acerca de la naturaleza humana, la visita a la zona prohibida y ese final —¡¡¡qué final!!!— son momentos todos que por mucho que la memoria cinéfila guarde como oro en paño, siguen produciendo un malestar primario que resulta complicado eludir.
El sonido de los monos
Directo responsable de ello es, de nuevo, un Jerry Goldsmith
que desde un primer momento quiso alejarse de forma consciente de las
sonoridades electrónicas con las que Bernard Herrmann o los Barron habían
marcado al género con sus trabajos para ‘Ultimatum a la Tierra’ (‘The Day the
Earth Stood Still’, Robert Wise, 1951) y ‘Planeta prohibido’ (‘Forbidden
Planet’, Fred M.Wilcox, 1956) respectivamente. Y para ello, lo que hizo el
desaparecido genio de la música de cine fue hacerse eco de esa deshumanización
con la que Schaffner se había aproximado al filme, reinventándose el compositor
los usos tradicionales de la orquesta.
Sólo hay que escuchar la grabación de su trabajo para poder
apercibirse de las intenciones del artista: ejecutando los temas de forma
antinatural, y con una partitura que carece por completo de una melodía
identificable que apele a nuestra humanidad, Goldsmith enhebra una partitura
que se concreta a través de ritmos salvajes y aterradores, más enraizados en el
dodecafonismo que en los sonidos sinfónicos de la orquesta clásica. Y ningún
ejemplo hay mejor de lo que estamos hablando que la brutalidad que dimana de la
secuencia de la partida de caza: tras habernos mantenido en suspense durante
casi media hora, Schaffner y Goldsmith estallan en un alarido de violencia en
el que la sección de metal y un potente cuerno de caza se van alternando con el
piano y las cuerdas para enervar hasta al más pintado.
Que Goldsmith compuso con ‘El planeta de los simios’ una de
las partituras más revolucionarias y fascinantes de la época es una obviedad.
Que en conjunción con las imágenes de Schaffner nos quedó una de las obras
maestras indiscutibles del género, debería serlo para cualquiera que alguna vez
se haya acercado a tan asombroso despliegue de talento y se haya maravillado en
su desarrollo, quedando marcado para siempre por una conclusión que, imitada
hasta la saciedad y homenajeada hasta el hastío, nunca ha sido igualada.
Extraído de Blog de cine.
Extraído de Blog de cine.
No hay comentarios:
Publicar un comentario