Como ya le había
sucedido con ‘Los coches que
devoraron París‘
(‘The cars that ate Paris’, 1974), la idea que después terminaría germinando
en el guión de ‘La última ola‘ (‘The last wave’, 1977) se le ocurrió a
Peter Weir a partir de una insólita vivencia mientas viajaba por
Túnez: estando en unas ruinas romanas le asaltó la impresión de que se
iba a encontrar con algo inesperado, hallando al poco tiempo el cráneo de un
niño.
Compartida a su
regreso a Australia tan inusual premonición con el actor aborigen David
Gulpilil, éste no dio ninguna importancia al suceso dada la gran
relevancia que en la cultura tribal oriunda del continente los sueños y las
premoniciones son una forma habitual de percibir el mundo que nos rodea.
Intrigadísimo por lo que Gulpilil le había comentado acerca de los sueños,
Weir hizo acopio de obras de diversos autores entre los que se contaban Jung
o Heyerdahl y comenzó la escritura del que sería el libreto de su tercera
producción.
Una producción que,
debido a su alto coste —casi un millón de dólares— contaría por primera vez
con capital norteamericano, concretamente de la United Artists,
estudio que impuso, para su posterior distribución internacional, que la
cinta viniera protagonizada por una estrella de cierta relevancia, yendo a
recaer la responsabilidad de encarnar al protagonista del filme en los
inapropiados hombros de Richard Chamberlain.
Con el firme deseo
de que la cinta explorara el sistema de percepción a través de los sueños de
los aborígenes australianos, Weir tuvo la ayuda, de una parte, del director
de la Fundación Cultural Aborigen y, de otra, de Nandjiwarra Amagula,
hombre santo de Groote —una isla del noroeste de Australia propiedad de una
tribu aborigen— que terminaría encarnando en la cinta a Charlie, el
intrigante chamán que aparece en la cinta.
En ‘La última ola’,
como apuntaba antes, Weir nos conduce por el intrincado mundo de los
sueños y las premoniciones a través del personaje interpretado por
Chamberlain, un abogado que se tendrá que encargar de la defensa de cinco
aborígene acusados de asesinato al tiempo que, gracias a dos de ellos, va
entrando en contacto con una parte de él mismo que desconocía y que le abre a
un terrible descubrimiento.
Poniendo de nuevo
sobre la mesa el encuentro entre dos mundos opuestos como eje temático que ya
vimos en las dos anteriores entregas de este especial —y que seguirá
manteniéndose a lo largo de toda su filmografía de un modo u otro—, donde ‘La
última ola’ destaca especialmente, aproximando así posturas ‘Picnic en Hanging
Rock‘ (‘Picnic at
Hanging Rock’, 1976) es en la enrarecida y onírica atmósfera con la que el
cineasta australiano envuelve todo el metraje, sirviéndose aquí de una
hiperrealista fotografía que Russell Boyd trata de manera
completamente opuesta al anterior filme de Weir.
Esta voluntad de
desproveer de personalidad a la imagen va encaminada a plasmar la intención
de Weir de confundir al espectador: en el desdibujado que provoca el
tratamiento de lo que es real y lo que es sueño, ‘La última ola’ se establece
como un constante reto de cara a un público que nunca sabrá del todo si lo
que está viendo tiene lugar en este plano o en el de los sueños/premoniciones,
coqueteando el cineasta en muchas ocasiones con el cambio de identidad entre
los dos personajes principales mediante la transposición de planos cuasi
idénticos.
Sumándose a esto
que servidor reconoce como virtud, pero que al mismo tiempo entiende puede
ser interpretado como un gran defecto, encontramos también la espléndida
indefinición de género —¿es un drama, un filme de suspense, uno fantástico
con tintes de terror psicológico?— llamada a unirse al juego de confusiones
del que acabamos de hablar; la genial economía narrativa que el cineasta
sigue perfeccionando para contar lo que se precisa sin dejarse arrastrar por
superficiales artificios, y la capacidad de la cinta para provocar una
honda sensación de desasosiego en el espectador, algo en lo que su banda
sonora —tanto música como efectos de sonido— y ese desconcertante plano final
tienen mucho que decir.
Pero por más que
estas virtudes nos permitan valorar de forma positiva la asombrosa evolución
que Weir sufre en estos primeros pasos de una producción a la siguiente, el
engarce narrativo de lo que se va presentando en pantalla queda subyugado a
lo mucho que el realizador potencia las cualidades oníricas del relato, no
funcionando éste todo lo bien que debería debido al completo desconocimiento
del director de cómo rematar la historia, algo que él mismo reconocería años
más tarde, a lo que se suma, como ya pasara en su primer filme, una
paupérrima definición de los personajes. Es la combinación de estos dos
factores la que, en última instancia, aparta a ‘La última ola’ de poder
situarse a la altura de otros notables filmes del director.
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