John Frankenheimer y la pena de muerte
‘Los jóvenes salvajes’ (‘The Young Savages’) es una de las películas menos conocidas de John Frankenheimer, y curiosamente una de las mejores. La película fue un fracaso en su época, a pesar de estar protagonizada por estrellas de primera fila, pero viéndola hoy uno se da cuenta de su fracaso. No fue porque estuviera mal dirigida por Frankenheimer (algo sólo creíble en muy pocas ocasiones), o porque no tuviera un buen guión, o porque Burt Lancaster ofreciese una interpretación penosa. No creo que nada de eso tuviera que ver, entre otras cosas porque dichas cosas no ocurrieron. En cambio, la dureza de su tema es muy probable que incomodase al espectador de la época: la aplicación de la bochornosa pena capital a tres adolescentes.
Dicho tema, aún de actualidad a día de hoy en los Estados Unidos, que siguen retrasados unos cuantos siglos al respecto, siempre ha llamado la atención de todos cuando se trata en una película. Films tan conocidos como ‘A sangre fría’ (‘In Cold Blood’, Richard Brooks, 1967), basado en la no menos famosa novela de Truman Capote, ‘Impulso criminal’ (‘Compulsion’, Richard Flesicher, 1959), que contiene un discurso de diez minutos por parte de Orson Welles, que debería ser enseñado en todas las universidades del mundo, o ‘Pena de muerte’ (‘Dead Man Walking’, Tim Robbins, 1995), han indagado en este espinoso terreno. ‘Los jóvenes salvajes’ lo hace con la misma dureza, sin ningún tipo de miramiento, haciendo que el espectador se revuelva en su asiento.
‘Los jóvenes salvajes’ da comienzo cuando tres adolescentes italianos asesinan a un muchacho puertorriqueño ciego. Enseguida el fiscal del distrito se encarga del caso, y pide la pena de muerte para los tres adolescentes, siendo uno de ellos el hijo de una antigua amante que tuvo. Muy pronto, el fiscal empezará a investigar por su cuenta para llegar al fondo de todo, y en su investigación se adentrará en el peligroso y complicado mundo de las bandas callejeras, donde será testigo de los prejuicios raciales, y que muchas veces las cosas no son lo que parecen.
John Frankeheimer se encontraba por primera vez, artísticamente hablando, con Burt Lancaster, el cual se quedó verdaderamente impresionado con las innovaciones visuales que proporcionaba el director a su película. Al parecer, un día Lancaster se asustó al ver la cámara en el suelo, e intentó levantarla sin saber que estaba allí específicamente para rodar una escena. El actor nunca había trabajado con un director que arriesgase tanto en sus tomas. Eran los 60, y los cánones clásicos de narración empezaban a ser eclipsados por una nueva horna de directores, algunos de ellos salidos de la televisión, que experimentaban con la puesta en escena. Lancaster quedó tan maravillado con el trabajo del director que ésta sería la primera de cuatro colaboraciones, todas ellas inolvidables: ‘El hombre de Alcatraz’ (‘The Birdman of Alcatraz’, 1962), ‘Siete días de mayo’ (‘Seven Days in May’, 1964) y ‘El tren’ (‘The Train’, 1964), trabajos que a día de hoy, forman parte de lo mejor que se hizo en la década de los 60, films con un claro aire de denuncia, y sobre todo con portentosas interpretaciones de Burt Lancaster, simple y llanamente, un monstruo cinematográfico como pocos hubo y habrá.
Es precisamente el actor, de envidiable maleabilidad interpretativa, el eje central del film. La evolución que sufre su personaje va emparejada a lo que el espectador va sintiendo según el film avanza. Esto no quiere decir que Lancaster represente en cierto modo al espectador, pero sí refleja un punto de vista desde el cual ser testigos de todo lo que pasa. En el descenso del fiscal a ambientes que no conoce (a pesar de ser descendiente de italianos), lleno de inmigrantes (otro tema candente que el film toca lo suficiente), éste descubre, y logra entender, las distintas formas de ver la vida que existen, aún no estando de acuerdo con su ideología. Pero sobre todo, descubre que no se puede juzgar por apariencias, aún siendo éstas un asesinato. Las personas son algo más que culpables o inocentes, algo que se escapa a todo juicio.
Este elemento hace que la película no sea muy cómoda de ver para muchos, aquellos que simplemente juzgan el caso en sí: ha habido un asesinato, hay tres culpables y tienen que pagar por ello. Un simplismo que Frankenheimer sortea de forma prodigiosa, indagando sobre las vidas de sus personajes. Tal vez ‘Los jóvenes salvajes’ (que en algunas de sus partes puede ser vista como un antecedente de ‘West Side Story’, estrenada siete meses después) se ablande en su tramo final, en el que descubierta la verdadera implicación de uno de los acusados, la vida de éstos, y que la víctima no era ningún alma caritativa o buenazo aunque fuera ciego, hacen cambiar radicalmente la visión del personaje central, ahora un fiscal asqueado por el mundo que le rodea, un mundo falso lleno de prejuicios, odios injustificados, demagogia barata, y arreglos sucios en los altos niveles sociales. El mundo no es blanco o negro, hay una interesante gama de grises que lo enturbian o enriquecen, por lo que en ese momento le preocupa a toda costa sacar a relucir la verdad.
Burt Lancaster borda su papel. Es increíble la capacidad de este actor para cambiar de estado de ánimo en tan sólo un segundo. Puede pasar de la alegría a la tristeza, y de ahí al enfado, con sólo la mirada. Baste señalar la secuencia en la fiesta, cuando muestra en silencio su total desacuerdo hacia la actitud de su esposa, molesta porque su marido ha pedido la pena de muerte de tres chavales. Frankenheimer coloca la cámara detrás de ello, mientras en el fondo se da un discurso importante que en dicha secuencia pasa a un segundo plano, el enfoque del director logra un efecto de impacto en el espectador de los que no se olvidan; pocas veces el silencio entre dos personajes dijo tanto. Shelley Winters da vida a una antigua novia de Lancaster (en la vida real eran amantes), una mujer únicamente preocupada por la rebeldía de su hijo, a quien cree totalmente inocente del asesinato; y Telly Savalas ofrece una interpretación de policía irónico que lo empareja directamente con su futuro Kojack televisivo.
No faltan los detalles de humor en un film cuya dureza a veces se hace demasiado incómoda (una vez más por estamparnos la verdad en la cara, ésa que no queremos ver). Baste citar la relación telefónica del personaje central con un policía socarrón que ayuda con el papeleo a Lancaster. Su aparición final ante la cámara es antológica. Detalle suaves, y no por ello menos inteligentes, que hacen que el espectador sonría, mientras asiste a un desglose del ser humano en su variopinta condición. De estrenarse en nuestros días, ‘Los jóvenes salvajes’ seguiría molestando e incomodando a muchos. Su complejidad está por encima de toda la mediocridad reinante cuando se trata de hablar sobre la innata capacidad de destrucción entre los seres humanos.
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