All the Presindent's men (1976) USA
Duración: 136 min.
Música: David Shire
Fotografía: Gordon Willis
Guión: William Goldman ((Libro: Carl Bernstein & Bob Woodward))
Dirección: Alan J. Pakula
Intérpretes: Dustin Hoffman (Carl Bernstein), Robert Redford (Bob Woodward), Jack Warden (Harry M. Rosenfeld), Jason Robards (Ben Bradlee), Martin Balsam (Howard Simons), Hal Holbrook ("Garganta Profunda"), Jane Alexander (Judy Hoback), Meredith Baxter (Debbie Sloan), Ned Beatty (Martin Dardis), Stephen Collins (Hugh W. Sloan, Jr.), Penny Fuller (Sally Aiken), Robert Walden (Donald Segretti).
El 1 de junio de 1972 Nixon era ovacionado por los representantes de las dos cámaras, del Tribunal Supremo y por los miembros del cuerpo diplomático acreditado en Washington.
Unos días después, el 17 de junio, un guardia de seguridad de las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata, más conocidas como Watergate, descubre una puerta abierta y con cinta adhesiva en los pomos, por lo que pensando que se trata de un robo, llama a la policía, siendo enviados los agentes que se encontraban más cerca del edificio, los cuales, al llegar al mismo descubren a cinco individuos trajeados a los que detienen acusándolos de intento de robo.
El Washington Post envía a cubrir la crónica, a los tribunales, a Bob Woodward, al que le llama la atención que unos simples ladrones, cuatro de ellos de origen cubano tengan abogado propio y que tuvieran equipos de escuchas, observando que en la sala hay un prestigioso abogado al que Woodward trata de sonsacar, el cual afirma ser un mero observador, negándose a decirle nada.
Acusados de atraco a mano armada, durante el juicio uno de ellos, James W. McCord, declara que trabajó en el pasado para la CIA, lo que lleva a que en el periódico piensen que las verdaderas intenciones de los cinco hombres eran expiar al jefe del Partido Demócrata, habiendo recibido información otro de los periodistas, Carl Bernstein desde Miami, de que los acusados eran conocidos miembros de la CIA.
Uno de los policías encargados de la investigación llama a Woodward, al que le cuenta que en las agendas de varios de los detenidos figuraban unas siglas, H.H. y C.B., y en las de otro Howard Hunt y Casa Blanca.
Woodgard llama preguntando por Hunt, antiguo escritor de novelas de espías y le remiten al despacho de Charles Colson, el consejero más importante de Nixon, y cuando finalmente consigue hablar con Hunt y le pregunta por qué estaba su nombre en las agendas de los detenidos por el Watergate, este reacciona diciendo "¡Dios mío!", para inmediatamente después negar cualquier vinculación, y decir que el asunto está en los tribunales.
Se enteran de que Hunt fue también miembro de la CIA, siendo consejero de Colson y asesor de prensa.
Simons piensa en encargar el asunto a alguno de sus redactores de política, pero su jefe inmediato Rosenfeld le convence para que mantenga a Woodward pese a que lleva solo 9 meses en el periódico, porque lo ve ambicioso, aunque compartiéndolo con Bernstein, más veterano, pese a que Woodward se siente molesto al ver que este ya había decidido por su cuenta corregir sus escritos considerando que les faltaba garra y eran confusos.
Bernstein habla con una mujer que fue secretaria de uno de los asesores de Colson, a la que le pregunta por Hunt, contándole ella que se rumoreaba que realizaba algún trabajo de investigación respecto de Ted Kennedy y la muerte de su secretaria, habiendo sacado numerosos libros de la biblioteca de la Casa Blanca.
Woodward llama a dicha biblioteca para interesarse por los libros sacados, pero le dicen que no hay fichas, llamando luego a la bibliotecaria que le dice que sacó muchos libros y que lo consultará, aunque cuando va a hacerlo y regresa al teléfono le dice que en realidad no consta que esa persona sacara esos libros, negando luego de hecho a Bernstein que hubiera hablado con Woodward.
Ben Bradlee, el editor sin embargo les pide que consigan pruebas más sólidas que unos libros consultados.
Woodward recibe un día dentro de un periódico una nota de alguien que le dice estar dispuesto a pasarle información respecto al asunto que investigan, quedando en que se verán a las 2 de la madrugada en un parking público, comunicándose con él con una nota en su periódico, debiendo él poner una bandera roja en su balcón si desea hablar con él.
Su contacto, al que llamará "Garganta Profunda" por su voz ronca, y que es un alto funcionario de la administración Nixon, le pregunta lo que sabe, diciéndole él si va por buen camino, diciéndole que debe seguir el rastro del dinero.
Pero el New York Times les adelanta informando de la existencia de un listado de llamadas de los acusados al comité de reelección del presidente y de transferencias del Partido Republicano por valor de 89.000 dólares a un abogado mexicano 3 meses antes del asalto a la sede del Watergate.
Investigando el asunto, de las transferencias, Bernstein consigue que el encargado de la investigación le muestre esos cheques, todos al portador y librados contra un banco mexicano, encontrando entre estos un cheque por valor de 25.000 dólares, en el que aparece el nombre de Kenneth Dahlberg, al que consiguen localizar en Minnesota, llamándole para preguntarle por el cheque, que estaba en posesión de uno de los acusados como ladrones en el caso Watergate, diciendo que él lo entregó al comité de reelección de Nixon, reconociendo que se lo dio a Stunts, jefe de finanzas de Nixon, desconociendo qué destino tendría.
Consiguen gracias a Sally, una de sus compañeras que tuvo un novio perteneciente al comité de reelección un listado con todos los miembros de dicho comité, tras lo que tratan de conectar con varios de ellos, sin éxito, pareciendo tener consignas para que no hablen, si bien consiguen hablar con una mujer que le dice que hubo una destrucción de documentos que supervisó personalmente el secretario de justicia.
Pese a todo Nixon es elegido por su partido para optar a la reelección, alcanzando las actuaciones de los tribunales solo a los 5 ladrones a Hunt y a Liddy.
Bernstein consigue hablar con la contable de Sloan, tesorero del partido y encargado de los asuntos financieros de Stunts, el jefe de finanzas, a la que le pregunta por los 350.000 dólares que el tribunal de cuentas dijo que había en la caja fuerte del comité de reelección, diciendo ella que el dinero que manejaban era mucho mayor, y que había una lista de 15 nombres que percibían diferentes cantidades, aunque la destruyeron, asegurando que en la caja llegaron a ingresar en varios días a ingresar 6 millones en metálico, aunque no puede confirmar que saliera parte de ese dinero para el asunto Watergate.
Le preguntan por el nombre de las personas que podían manejar dichos fondos, consiguiendo que les dé las iniciales de 3 de los que trabajaban a las órdenes de Mitchel, ministro de Justicia y presidente del comité de reelección, P, L y M, teniendo claro que uno de ellos era Liddy, P Porter y M Magruder, segundo de Mitchel, del que Sloan era el testaferro de este.
Deciden hablar con Sloan, ya retirado y a punto de ser padre, que les dice que el dinero que se manejaba era superior al millón, confirmando que había 5 personas, y los nombres de los implicados, incluyendo a Stunts, con poder para decidir sobre dichos fondos, aunque no consiguen que les dé ningún nombre directamente, aunque piensan que estaba implicado el abogado personal de Nixon, reconociendo que bastaba una llamada a Mitchel para que diera el visto bueno a los pagos de Liddy.
Y pese a que Mitchel afirma ante Bernstein que todo es una calumnia, el periódico publica que este controlaba los fondos secretos para controlar al Partido Demócrata mientras aun era ministro de justicia, algo que negarán tanto el señalado como el vicepresidente.
Un miembro del F.B.I. habla con Bernstein, al que le dice que les han echado una bronca al ver que sus informes son publicados al pie de la letra, y le dice que todo lo publicado por ellos es cierto, excepto lo de Mitchel, que ellos ignoran, preguntándole por qué sus interrogatorios de los miembros del comité de reelección en sus oficinas donde carecen de libertad y ante un abogado que trabaja en dicho comité.
Sus investigaciones les llevan a Segretti, un abogado cuya presencia comprueban en cada una de las ciudades en que se iban a celebrar las primarias del Partido Demócrata, siendo su labor coordinar las labores de un grupo dedicado a sabotearlas.
Bernstein habla con Segretti, que niega haber hecho nada violento ni ilegal, aunque le confirma su labor como saboteador, habiendo llegado a trabajar para los republicanos gracias a un antiguo compañero de estudios que era jefe de protocolo del presidente.
Garganta Profunda les confirma que Mitchel estaba al tanto de todo y de los actos de sabotaje que se llevaron a cabo contra los candidatos demócratas.
Sally les proporciona una pista más sobre los actos de sabotaje, dándoles el nombre de Colson, ayudante del director de comunicaciones de la Casa Blanca como autor de una carta difamatoria contra el candidato demócrata en la que se decía que este había hablado mal de los canadienses.
Colson llama a negarlo todo, aunque finalmente acaba por confesárselo al editor a cambio de que este no revele que estuvo con Sally en su casa, ya que es casado.
Sus pesquisas les llevan a deducir que el nombre del quinto miembro que manejaba los fondos es Haldeman, Jefe del Gabinete del Presidente, por lo que acuden de nuevo a Sloan, que no lo niega, aunque no pronuncia su nombre, aunque al editor le parece demasiado importante para lanzar la información sin otra fuente que se la confirme, consiguiendo ellos esta de un miembro del departamento de justicia, por lo que finalmente lo publican.
Pero para su sorpresa, al día siguiente Sloan desmiente que él acusara a Haldeman, pareciendo la historia una obsesión del Post, por lo que, no sabiendo por dónde continuar, Woodward acude nuevamente a Garganta Profunda, que le dice que por precipitarse han conseguido convertir a Haldeman en una víctima, aunque les revela, que en efecto es él quien estaba tras las operaciones, y que están implicados F.B.I., C.I.A., la justicia y varios ministerios, y que el Watergate es solo una cortina de humo para ocultar algo más grave, asegurándole que están en peligro sus vidas y que están siendo espiados, por lo que, a partir de ese momento comienzan a hablar en lugares donde no puedan ser escuchados, o se comunican por escrito.
Ellos se lo plantean a Bradlee, que los apoya, obteniendo una declaración de Sloan, que les asegura que él estaba dispuesto a declarar contra Hadelman, pero que el Gran Jurado no le hizo ninguna pregunta sobre él.
Los periodistas continúan trabajando pese a la reelección de Nixon, comenzando a salir noticias de los juzgados relacionadas con el tema:
El 11/01/1973 Hunt se declara culpable de los cargos de conspiración y robo.
El 17/08/1973 MacGruder se declara culpable de colaborar en el proyecto Watergate.
El 05/11/1973 Segretti es sentenciado a 6 meses de prisión.
El 26/02/1974 Kalmbach se declara culpable de recaudar fondos ilegales.
El 06/04/1974 Chapin es declarado culpable de mentir al Gran Jurado.
El 12/04/1974 Porter es sentenciado a 30 días de cárcel por mentir al F.B.I.
El 17/05/1974 El fiscal general Kleindienst presenta declaración de culpabilidad.
El 04/06/1974 Colson admite obstrucción a la justicia.
El 13/03/1975 Stans admite ser culpable de acusaciones de recaudación irregular.
El 02/01/1975 Mitchell, Haldeman y Ehrlichman son declarados culpables de todos los cargos en el caso Watergate.
El 06/08/1974 varias cintas demuestran que Nixon aprobó la ocultación de pruebas, aunque asegura que no dimitirá.
Finalmente el 09/08/1974 Nixon dimite, ascendiendo Ford al cargo de presidente.
Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula
Parafraseando un simpático aunque enrevesado título de Julio Cortázar (1914-1984), parece que la narrativa de la película Todos los hombres del presidente (All President’s Men, Warner Bros., 1976) se haya convertido en el modelo básico para armar de todo posterior acercamiento cinematográfico a cualquier indagación periodística; ficticia o basada en hechos reales.
Con una importante diferenciación: la que proporciona la coordinación de una puesta en escena eficaz, frente a vehículos con “equipos de investigación” en los que apenas existe un trabajo de dirección, pues el realizador no se ha esforzado en contar la historia visualmente, más allá de limitarse a fotografiarla.
Suelen ser guiones interesantes a un nivel temático y de audiencia, pero cuya traslación a imágenes sucumbe ante unos metrajes desaforados, tensión plana y una acción escasamente dosificada, carente de la debida concentración dramática (un aspecto esencial en los relatos de denuncia). En definitiva, que adolecen de la personalidad que proporciona la capacidad sintética y brillantez formal de un Alan J. Pakula (1920-1998).
Empíricamente, desconocemos qué tiene el poder que cambia -en acto- hasta a los políticos más bien intencionados -en potencia-. Tal vez sea un enigma sin enigma, antropológicamente hablando, que se viene gestando y repitiendo desde la noche de los tiempos, con solo algunas notables excepciones. No en balde, muchos ciudadanos comienzan a entender que la política es el principal escollo a la hora de resolver cualquiera de los demás problemas que acucian a un país, incluso por encima del desempleo, ya que se es más consciente de que, sin el arreglo de lo primero, difícilmente va a solucionarse lo segundo.
Entre tanto, y como respuesta, los políticos mudan viejas caras corruptas por rostros nuevos, en lugar de sanear la administración o aligerar las leyes que amparan tanto desconcierto, ya que consideran que la limpieza de un partido político estriba en la recuperación o cambio de imagen de un logo. Nada hay más peligroso que la antiquísima nueva política que cada cierto tiempo se nos vende. Y es que para sostener una cosa y ejecutar justo la contraria, logrando entre medias que el público-votante quede satisfecho, no cabe duda que es necesario haber nacido con un talante muy especial.
Pero cada uno de nosotros, con nuestro compromiso de libertad, personal aunque encaminado a todos, somos realmente los auténticos revolucionarios. El verdadero reto sigue siendo este, el enfrentamiento a un poder que lo controla todo, o aspira a ello, bajo la periódica perpetuación de los neototalitarismos. Por ello, es el periodismo una profesión de auténtico riesgo, pues conlleva la adquisición de una cultura no compartimentada y la discrepancia en libertad, esto es, no sometida a ninguna línea editorial, que lo es de partido; lejos, por lo tanto, del sometimiento a una nueva policía del pensamiento.
Por otra parte, cada vez nos vemos más obligados a elegir entre cultura e información. Y de la segunda suele depender el discurso cultural dominante. Para los periodistas Carl Bernstein (1944) y Bob Woodward (1943), cuyos trasuntos cinematográficos fueron interpretados por Dustin Hoffman (1937) y Robert Redford (1936), respectivamente, el problema de las imágenes no consistió tanto en si resultaba conveniente hurtarlas o mostrarlas, sino en el hecho de saber explicarlas objetivamente.
El uno es un judío liberal (Bernstein) y el otro un protestante de origen anglosajón y afectos republicanos (Woodward). Pero ambos son periodistas con apego o, al menos, respeto hacia su oficio de tinieblas. Por consiguiente, no es extraño que fuera de la iluminada redacción del Washington Post, (casi) todo sean sombras y oscuridad; un antagonismo cimentado por la extraordinaria fotografía de Gordon Willis (1931-2014). A los reporteros, cuya relación se muestra igualmente de forma elíptica, aunque se halle presente en los resquicios de la filmación y el montaje, como flotando en el ambiente, se agregan los personajes de Ben Bradlee (Jason Robards), director del periódico, el editor y responsable de sección (Martin Balsam) y un redactor jefe (Jack Warden).
A ellos se suma el misterioso Garganta Profunda (trasunto de Mark Felt; 1913-2008), ex sub-director del F.B.I., encarnado por Hal Holbrook (1925). Un personaje crucial que proporciona a su contacto periodístico tres lecciones, o niveles de acceso, inolvidables; a saber, que se olvide de los mitos sobre la Casa Blanca (es decir, de las supuestas bondades del poder político), que siga el rastro del dinero y que si a la justicia algo no le concierne, jamás hará nada. De ahí el carácter esperanzado del último plano sostenido de la película, por el cual Woodward y Bernstein se comunican por medio de la escritura de su máquina de escribir; instrumento que se contrapone o solapa, sin ambages, con las imágenes más oficiales de la televisión.
Cada vez se hace más difícil distinguir lo que es cierto de lo que no. Es el resultado del bombardeo informativo y de su respectivo control. La facilidad y conveniencia en ejercer dicho control es mucho mayor, al igual que resulta más arduo el poder centrarse en una sola historia en concreto. Todo periodismo ha de ser honesto por definición; la mejor versión de la verdad, y no solo en lo que respecta al llamado “de investigación”. Sin duda, hay a quienes estos tiempos les parecerán “fascinantes”, lo que en cierto modo es así, pero no por ello dejan de constituir un ilusorio espejismo donde es de agradecer la clarificación cuando esta se produce.
El asunto Watergate demostró que el sistema aún funcionaba. Por esta razón, los gobiernos consiguientes “aprendieron la lección” y el Estado, de cualquier latitud y longitud, decidió que no podía permitirse el lujo de volver a verse tan seriamente comprometido o en entredicho. En la actualidad, la mayoría de cadenas de radio, prensa y televisión dependen de forma directa -o indirecta- de las concesiones y ayudas de los correspondientes gobiernos. Por eso el cine clásico que alcanzó hasta los años setenta fue más limpio, porque reflejaba la suciedad de esta nueva realidad en toda su crudeza.
En la antigüedad, mientras la retórica se ocupaba del lenguaje y el razonamiento, la dialéctica permitía distinguir lo verdadero de lo falso, el discernimiento de las palabras, los hechos y sus relaciones con el lenguaje. Ahora, los nuevos caudillajes y la reciente aristo-laica hacen mucho más trabajosa la labor de esclarecimiento, como anticipan los sucesivos planos cenitales tomados en el interior de la Biblioteca del Congreso, en la que nuestros dos protagonistas tratan de encajar algunas de las piezas -o fichas- de su investigación. Un aspecto en el que no es baladí el empleo de una considerable profundidad de campo por parte del realizador, con el cual va más allá de la natural focalización sobre lo observado.
Es la evidencia de una conducta ética que tiene el valor de enfrentarse a un determinado partido o medio de comunicación, entornos donde la dignidad suele ser un factor negociable. De ahí el interés por arrojar luz y contemplar con la debida perspectiva taquigráfica a políticos que nos cuestan lo mismo tanto si gobiernan como si no, que se acogen al desvergonzado privilegio del aforamiento para eludir responsabilidades o que presionan a la justicia con ánimo de aletargar procesos judiciales y hacer prescribir los delitos. O en fin, que se refieren a su nación con el sobado eufemismo de “este país”, no vaya a escapárseles el nombre, que en determinados países los carga el diablo, y lo tilden a uno con epítetos poco agradecidos, aunque tan arcaicos que suelen decir muy poco del nivel intelectual de quienes los promulgan (o que dicen mucho, según se mire).
No en vano, cada época reclama sus análisis, coyunturas y hasta caprichos… cuyas interpretaciones no conducen necesariamente a un callejón sin salida o de dirección única. Dicho de otro modo, no cabe extrapolar la mayoría de las actitudes particulares de antaño a hogaño, porque estas se adscriben a una realidad determinada. Si por ejemplo, tal autor fue “x” -lo que fuera-, no puede pretenderse que, de forma interesada -en las aulas, principalmente-, en la actualidad siguiera siendo “x” forzosamente, o “x al cubo”, en un inamovible estancamiento de las circunstancias y las conductas. Visto lo visto respecto a los seres humanos, ¡vaya usted a saber lo que pensaría el tal personaje de seguir hoy con vida!
La historia y la cultura, en general, se nos muestran como un ente mucho más orgánico, presto a ser comprendido y asumido, más que enlatado y encorsetado en los nichos ideológicos. Continuamente ha de ser estudiado, contextualizado y matizado, en lugar de fosilizado, reducido y reverenciado. ¡Hasta el humor de muchos cómicos está sucumbiendo a la servidumbre del poder!
Pakula y su guionista, William Goldman (1931), tienen el acierto de enfocar una trama que ya es conocida -por todos aquellos que estaban debidamente informados en aquel momento; buena parte de la opinión pública-, como si de una narración de misterio se tratara; a modo de una película de intriga en la que el suspense es un elemento sustantivo y adjetivo. Esto favorece que todo el entramado de nombres, apellidos, cargos públicos y ubicaciones que despliega el argumento, se teja por medio de una calculada aunque sencilla planificación. Por ejemplo, en determinados momentos, Alan J. Pakula sitúa la acción dentro y fuera de los espacios en que esta acontece, como sucede durante el asalto al edificio Watergate, empequeñeciendo o, en el caso de los periodistas, aumentando, la naturaleza humana.
Una acción que, pese a todo, queda trufada de elipsis y sobreentendidos sobre los que, de forma certera, esta se va construyendo y condensándose bajo un solo clima, en el que destaca el hecho de que haya mucha gente asustada, como confirman el secretario y jefe de finanzas del comité para la reelección, Howard Sloan (Stephen Collins), así como los amedrentados miembros del referido comité. De este modo, los planos de la ciudad se imbrican y airean el relato, más que se insertan dentro de este, por medio de imágenes aéreas que equivalen a muchas palabras.
En otro buen ejemplo de planificación, el realizador resuelve la artimaña de Bernstein con el banquero Dardis (Ned Beatty), sorteando a su secretaria (Polly Holliday), mediante un solo plano secuencia “sin trampa ni cartón”. Además, en otro momento anterior, hemos podido contemplar al mismo periodista conversar con varios “contactados”, a través de un expresivo plano-contraplano: el investigador aún no ha logrado romper las barreras de la incomunicación. Ritmo, fotografía, montaje, guión y acompañamiento musical (la telúrica y envolvente composición de David Shire [1937]) son las pruebas tangibles de un entramado que no lo es, pero que va tomando forma gracias a la inmediatez de unos acontecimientos que se revisten de una estimulante veracidad.
Pakula junto a Redford |
Desgraciadamente, al contrario de lo que sucede con los protagonistas de Todos los hombres del presidente, las actuales corporaciones mediáticas en modo alguno representan los intereses particulares de las clases medias. No sorprende, por lo tanto, que lo primero a lo que aspira un político sea el control de jueces, espías, policía, y naturalmente, la educación y los medios de comunicación.
En un momento en que no se tienen muy claros conceptos como los de libertad de expresión, que más bien se arguyen con objeto de enmascarar toda clase de verbo-delitos, como si el insulto fuese siempre una manifestación creativa, o en el que el vocablo democracia solo es entendido si es útil para alcanzar el poder, se hace más necesario que nunca que el periodista sea un individuo libre.
Pero claro, todo esto conlleva un esfuerzo que, para colmo de males, no proporciona demasiados dividendos, votos o reconocimientos. Aunque ya conocíamos el final, Todos los hombres del presidente se las arregló para ser una película dinámica, apasionante y visualmente comprometida con dicha libertad.
Escrito por Javier C. Aguilera
Fuentes: http://tecuentolapelicula.com/peliculassz/todosloshombresdelpresidente.html
http://bauldelcastillo.blogspot.com.ar/2016/04/todos-los-hombres-del-presidente-de-alan-j-pakula.html
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