Se estrena Francofonia, la nueva película del brillante
cineasta ruso Aleksandr Sokurov. Otra vez, como en El arca rusa, de
2002, elige un museo, entonces el Hermitage, ahora el Louvre, para
hablar sobre una relación que lo desvela: la de la Historia, el poder y
el arte. Pero Francofonia está lejos de la experimentación y de aquel
virtuoso plano secuencia que recorría el museo moscovita: su epicentro
es la invasión nazi a París en 1940 y el encuentro de Jacques Jaujard,
entonces director del Louvre, y el conde Wolf-Metternich, delegado de
Hitler para la conservación del museo.
Por Paula Vazquez Prieto
Si Madre e hijo (1997), aquel intento de continuidad estética con la tradición espiritual rusa en el retrato de ese largo camino de transición entre la vida y la muerte, lo conocido y lo insondable, que delineaban una madre agonizante y su devoto hijo en clara evocación del hito de la Piedad, había constituido el primer llamado de atención sobre su obra, su trilogía sobre el ‘crepúsculo de los dioses’ del siglo XX, –Molokh, Taurus, Solntse– mostró su veta más humana, decadentista, capaz de desnudar a esos hombres públicos –Hitler, Lenin e Hiro-Hito– en sus pequeñas circunstancias, sus dobleces y falencias, y sustraerlos del bronce de la Historia. Sokurov combinaba entonces sus inquietudes intelectuales con un discurso poético que pese a su densidad se hacía sugerente en sus imágenes, potente en sus ideas, atrevido en sus conexiones. Con El arca rusa en 2002 afirmaba con su estilo la identidad de su pensamiento: la fragmentación de una Historia, sometida a luchas y enfrentamientos, a marchas y contramarchas, encuentra en el arte su estabilidad, su permanencia. Esa exigencia del extenso plano secuencia que ocupa toda la película se convierte en la ambición de dar solidez y longevidad a algo que está corroído por la misma transitoriedad que marca su existencia: el tiempo. Tildado de conservador y zarista, el gesto de Sokurov se revela, en realidad, conscientemente idealista, ferviente creyente en la capacidad del arte de resistir el tiempo y reflejar esa voluntad de superarlo. Pero si algo queda claro desde entonces es que el arte museístico consecuencia de la voracidad de imperios y de la fascinación de conquistadores es, más allá de esa aparente continuidad que ofrece la imagen en movimiento, una sucesión de fragmentos. ¿Qué es entonces lo que queda, en verdad, resistente al paso del tiempo?
Para confirmar esta idea aparece Francofonia, ligada a El arca rusa por su íntimo intento de encontrar la revelación de la Historia en sus imágenes, pero asediada esta vez por una intermitencia profunda, por espacios quebrados, por saltos temporales, por un gesto consciente de sus limitaciones representativas. Aquí no hay voluntad de continuidad ni de estabilidad: el arte siempre está sometido a las contingencias del poder y la Historia. La película comienza con Sokurov a los gritos con el capitán de un barco inmerso en un mar embravecido con el que conversa por Skype. El marino aparece en imágenes borrosas que se entremezclan con las fotografías de Tolstoi y Chéjov que Sokurov elige para inaugurar su recorrido por ese turbulento siglo XX. Ese recorrido también estará sometido, como el barco lleno de pinturas y esculturas que transporta el capitán Dirk por el océano, por un evento que él elige como epicentro de su relato: la invasión nazi a París en 1940. Las tropas alemanas desfilan por debajo del Arco del Triunfo mientras un Napoleón fantasmal, enjaulado entre las paredes del Louvre, ve peligrar el grandioso botín de su derrotero imperial. Ese Louvre que aparece como símbolo de Francia, tanto como Marianne o la Torre Eiffel, de pronto se convierte en la representación de la cultura europea que antes que estar en disputa deber ser afirmada por esos dos ejércitos en batalla.
Francofonia es una película de contrastes. Pasado y presente, tierra y mar, fotografía fija y plano en movimiento, crueldad y piedad, Francia ocupada y gobierno de Vichy. Producida por capitales franceses y alemanes, por el mismo Louvre y por los salvadores de ese patrimonio, la película no deja de exponer su propia lógica. Quieres resuelven el destino de ese museo y toda la historia del mundo allí atesorada, son dos funcionarios discretos y atildados, de modales civilizados y propósitos elevados. Sokurov elige representar en esas dos figuras, Jacques Jaujard, director del Louvre en esos años, y el Conde Franz Wolf-Metternich, delegado de Hitler para la conservación del museo francés, dos órdenes en colisión cuyo posible acuerdo siempre se realiza en favor del arte y la posteridad. Republicano y noble asisten al parto de la conveniencia encubierta en los velos de la filantropía y Sokurov, antes que declarar su posición sobre el arte y el poder, sobre la Historia y el destino, decide exponerla en esa cotidianeidad de charlas café de por medio que mantienen Jaujard y Matternich en esas tardes parisinas. Su película revela así, menos como un manifiesto que como un diálogo autorreferencial, una muda reflexión: entre esas paredes plagadas de rostros ilustres retratados, entre esos pasillos poblados de esculturas ancestrales, es donde se cristalizan las voluntades y los anhelos de quienes han decidido cuál es la cultura que se debe estar dispuesto a salvaguardar.
Fuente: Diario Pagina 12, https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-11517-2016-05-22.html
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