Martes 28 de septiembre de 2010,
La escritora imagina un monólogo alucinado a cargo de un improbable compañero de colegio del actor de “El secreto de sus ojos”, que vive obsesionado con los personajes interpretados por el actor del momento.
Por Ana Maria Shua
Yo fui compañero del secundario de Ricardo Darín y no es algo de lo que esté orgulloso. Era un chico flaquito, ya con todos los defectos físicos que conocemos: la falta de barbilla, señal de su debilidad de carácter, los ojos chicos, casi ranuras, como corresponde a un tipo ladino y poco confiable. Nos hicimos amigos enseguida porque a los dos nos había ido mal en el examen de ingreso al Buenos Aires. Eramos bastante vagos y nos rateábamos juntos. En esas caminatas largas, fumando como escuerzos, nos contábamos todo. Hablábamos de una minita que salía por la tele haciendo propaganda de jabón. Todos estábamos locos por ella, con esa pasión desaforada de los trece años, una época de la vida y del mundo en que era más fácil enamorarse de una mujer imposible que ir a guapear a la salida de un liceo de señoritas. La diferencia era que Ricardo no lo veía tan imposible.
–Yo a esa mina le bajo la caña. No te olvides: lo vas a ver –me dijo una vez mientras pateábamos grava colorada en Palermo.
No me olvidé, pero ¿qué gracia? No hablábamos de casarse, ¿no? Así es fácil. Y además el corría con ventaja, por ser de familia de artistas estaba mucho más cerca del objetivo. Mis padres no eran actores, por suerte, eran personas serias, papá tenía una ferretería, mi madre se dedicaba a su familia, no era una loca que volvía a su casa a la madrugada después del teatro como la mamá de Ricardo. Si Susana Giménez hubiera tenido la oportunidad de conocerme a mí, otro gallo cantaría.
Claro que si hacemos el recuento de las ventajas que tenía el guacho de Darín, no terminamos más. Bien pudo haber terminado el secundario en vez de largar en tercer año, total, por el laburo que le daba. Tenía un verso que se metía a todos en el bolsillo. Me acuerdo cuando le quisieron ajustar las clavijas con la cuestión del pelo. Año 71, Onganía, si no tenías el pelo cortado por encima de las orejas no te dejaban entrar al cole. Pero Ricardo, con la excusa de que lo necesitaba largo porque laburaba en un teleteatro, se lo compró al rector y era al único que lo dejaban ir con el pelo como se le daba la gana.
Yo me estaba acercando en ese momento a la juventud de la Revolución Libertadora y lo invité a Darín a una reunión muy importante en la que iba a estar el almirante Rojas, un tipo esclarecido que debió ser presidente de la Nación y otro hubiera sido nuestro destino. Siempre fui un poco a contramano de mi generación: uno tiene que luchar por sus ideales y no dejarse llevar por la masa.
–Yo quiero ser actor –me dijo–. No me conviene meterme en política.
La respuesta me chocó. Porque además de esa declaración, que me pareció de un egoísmo infame, Darín denostó al almirante con un lenguaje grosero y brutal que tomé como un insulto personal. Desde entonces dejamos de ser amigos.
Cuando largó el colegio en tercer año, creí que me había librado para siempre de ese ex amigo, que ya había hecho un par de papeluchos en la tele demostrando su absoluta falta de talento. Pero no. Y si se lo piensa bien, es lógico. El ascenso de Ricardo Darín no es más que una muestra de la decadencia moral de la sociedad. Nuestro Gran Actor Nacional era Alfredo Alcón. Y ese sí es un grande: un tipo que actúa de verdad, que no confunde a la gente como el nada de Ricardo Darín, que la va de argentino promedio, que no hace ningún esfuerzo y encima todo el mundo lo aplaude, un reo cualquiera de barrio y encima jodido, versero, estafador.
Yo hice una vida normal, terminé el colegio, me recibí de farmacéutico, fui empleado en una farmacia de barrio y después, con ayuda de papá, pude poner una propia. Me casé con Mónica, tuvimos a nuestro primer hijo. Todo bien. Yo no tenía mucho tiempo de mirar televisión, nunca fuimos de ir al teatro y de la carrera de Darín me enteraba poco. Sabía que seguía trabajando y cada tanto alguien me hacía algún comentario sobre mi compañero del colegio, me preguntaban si lo seguía viendo. El asunto se empezó a pudrir en los 90, con la serie esa Mi cuñado, con Darín y Brandoni en horario central. Ya nos había nacido el más chico, en la época de la híper la farmacia casi se funde y todavía tecleaba. Menem estaba cambiando todo y lo mejor que nos podía pasar era llegar a venderle el boliche a una cadena, si teníamos suerte. Con Mónica las cosas no andaban nada bien. Entonces un día llego a casa y me la encuentro prendida al televisor mirando embelesada ya saben a quién.
Mi cuñado.
–¿Qué mirás tan concentrada? –le pregunté.
Mónica se sobresaltó. Ni me había escuchado entrar. Y entonces lo vi. Vi que él le hacía señas. Que la miraba por el rabillo del ojo. Que le mandaba una sonrisita. Eso me mató. Que Mónica anduviera en otra cosa era algo que yo ya venía considerando. ¡Pero justo se tenía que meter con ese maldito! Empecé a llegar todos los días a la hora de Mi cuñado. Pronto me di cuenta de que no eran sólo los gestos. En todo lo que decía Darín había claves para ella, cosas que yo no entendía pero estaban ahí. Le tiraba detalles de dónde se iban a encontrar, comentarios de cosas que habían pasado entre ellos. Me puse loco. Empecé a luchar por salvar mi matrimonio y Mónica al revés, cada vez peor. Me hizo una denuncia en la comisaría. Un día llegué a casa y se había ido con los pibes. Ahí me tocó a mí ir a la policía y exigir a los gritos que fueran a buscarla a la casa de Darín, pero los muy imbéciles se me reían en la cara.
Desde entonces no me perdí ninguna de sus películas, por lo menos de las importantes, donde era protagonista. En El mismo amor, la misma lluvia se notaba lo basura que era y me dio mucha lástima de la chica Villamil, que no se daba cuenta, me hizo pensar en Mónica, que ni siquiera me dejaba ver a los pibes. Después vino Nueve reinas, donde Darín mostró de verdad todo lo que es, en ese sentido me pareció una película auténtica y bien realizada. El turro sabía, por supuesto, que yo estaba en el cine y todo el tiempo se burlaba de mí desde la pantalla. En El hijo de la novia ya empezó a hacerse el buenito, y de ahí en adelante siguió así, pero a mí no me engañaba, de chico le conozco el chamuyo. Hasta la porquería que se estrenó el año pasado, El secreto de sus ojos y la verdad, es increíble que la Villamil, que ya lo conocía de la película anterior, volviera a caer, aunque esta vez la hizo bien Ricardo, en ese sentido de engañar a la gente sí se puede decir que es gran actor. Pero yo me di cuenta igual. Fui tres veces al cine y después la alquilé, tenía que repetir la escena de la violación hasta estar seguro de quién era en realidad el tipo que la reventaba a la minita, que no se le veía la cara. ¡Era Darín, Ricardo Darín, el único en toda la película capaz de hacer algo tan monstruoso! Y está bien clarito cómo después Darín va tramando la telaraña para envolverlo al pobre hincha de Racing que no tenía nada que ver. En cuanto notó que yo lo estaba viendo seguido, empezó a hacerme gestos de amenaza. Pero no le tengo miedo, a mí qué me importa, si ya me sacó a Mónica y a los pibes, ahora no tengo nada que perder. ¡Que se sepa la verdad!
Todo lo anteriormente expuesto debera ser entendido como
discurso de un personaje de ficcion.
Fuente: Revista Ñ, numero 365, 25/9/2010
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