sábado, 10 de abril de 2010

¡Vamos! Tócala de nuevo, Woody.

Por Thomas A. Sancton

El Michael’s Pub está atestado. Los manteles a cuadros verdes y blancos tan encimados que los mozos, a duras penas, pueden escurrirse entre ellos, y los clientes chocan las rodillas con sus compañeros de mesa. No importa. Vinieron de todos los rumos –Japón, Italia, Francia, Escandinavia, Sudamérica- para saborear este momento. La azarosa Babel de cien conversaciones se convierte, repentinamente, en excitado murmullo cuando un hombre de cabellos color arena, vestido con pantalones de corderoy y camisa blanca de cuello abierto, aparece en el lugar y se dirige a una mesa desocupada. Negligentemente abre un castigado estuche del que extrae las secciones de un antiguo clarinete que comienza a ensamblar. Mirando a través de sus familiares anteojos de marco negro salta al palco de la banda y ocupa el lugar habitual, junto al piano. El trompetista castañetea dos veces los dedos y repentinamente todo el salón reverbera con la melodía de un éxito del año 1905, A la sombra del viejo manzano.

Durante los últimos 18 años, con pocas excepciones, Woody Allen pasó todas las noches de los lunes en este palco. Inclusive dejó de acudir a la entrega de los premios de la Academia, en 1978, oportunidad en que ganó un Oscar por Annie Hall “Dos extraños amantes”, para cumplir con su actuación regular en Manhattan. ¿Por qué un hombre con una carrera tan exitosa como escritor, actor, comediante y cineasta siente la compulsión de tocar el clarinete una vez a la semana? Ciertamente no es por dinero: rehúsa aceptar un solo centavo por hacerlo. Tampoco es por autopromoción, ya que insiste en que sus apariciones no sean publicitadas y, reiteradamente, rechaza ofertas muy ventajosas para grabar.

El hecho es que Woody, según propia confesión, está “obsesionado” por el jazz. No por el dixieland, el swing y definidamente no por el bebop. Es un devoto del puro estilo New Orleans, desarrollado a principios de siglo y grabado por su panteón de héroes del clarinete: Sidney Bechet, Johnny Dodds, Jimmie Noone y George Lewis: a los que se refiere con la reverencia que acuerda solamente al puñado de los héroes de su formación cultural, que comprende a Willie Mays, Groucho Marx e Ingmar Bergman.

Lewis, que falleció en 1968, pasó la mayor parte de su vida tocando en oscuros antros y festividades de Nueva Orleans, hasta su “descubrimiento”, a mediados de la década del ’40. Pero siempre tuvo algo que emocionaba a la gente de todo el mundo. Allí donde se conseguían sus discos los músicos jóvenes trataban de imitar su sonido. Woody se encontró por primera vez con este fenómeno en 1971, al acudir al New Orleans Jazz and Heritage Festival y participar de jazz sessions en el barrio Francés. Había un George Lewis japonés y un George Lewis británico, y un George Lewis judío. La cosa era realmente desopilante.



Woody recuerda ese viaje, junto con dos excursiones previas al Crescent City, como puntos altos de su vida. Acompañado por Diane Keaton, merodeó por el barrio Francés con el clarinete bajo el brazo, mirando, oyendo y alternando con jazzmen locales. “Era como haber admirado toda la vida a Willie Mays y, de repente, encontrarse con él”, recuerda Woody. El productor del Festival, George Wein, le habló para que actuara en uno de los conciertos oficiales.

Esa aparición fuera de programa impulsó al crítico musical del Times. John S. Wilson, a calificar la ejecución de Woody como “una de la evidencias más estimulantes y reconfortantes de la continuidad de la tradición del jazz de Nueva Orleans”.

Aunque considera al jazz su hobby lo aborda con absoluta seriedad. Practica religiosamente dos horas diarias, generalmente en el dormitorio de su penthouse de dos pisos de la Quinta Avenida. Pero aun cuando trabaja lejos de su casa destina tiempo al instrumento. “A veces filmaba el día entero y no volvía al hotel hasta las 10.30 de la noche. Me metía en la cama, con el clarinete, y practicaba con la frazada sobre la cabeza, para no molestar a los vecinos.” Perder un solo día de práctica, dice Woody, hace que se sienta “absolutamente" consumido por la culpa. Saben, es como cuando alguien viola su dieta o algo parecido."

Woody, que no sabe leer ni escribir música, es el primero en admitir sus limitaciones técnicas. “No creo tener talento musical. Tengo amor, entusiasmo y obsesión por la música. Pero no nací con lo que hay que tener para ser un artista. Quiero decir que soy totalmente ecléctico y derivativo de los tipos que oí y admiro.” La ventaja que tiene para tocar las obras al viejo estilo New Orleans radica en que “soy genuinamente tosco”. Otra de sus ventajas es la capacidad de reproducir el tono potente y plañidero de los primeros jazzmen. El mayor cumplido que recibió, según Woody, le fue prodigado en Nueva Orleans, tocando con músicos de esa ciudad que le dijeron cuan “indígena” era su estilo. Sin embargo, Kenny Davern, clarinetista de jazz, opina que: “Woody trató de captar ese sonido llorón de Nueva Orleans, y realmente lo logró”. Procura este sonido mediante dos recursos. Primeramente, emplea una boquilla abierta y una caña muy dura “Rico Royale Nº 5”,que produce mucho sonido, pero requiere labios de acero. (Benny Goodman tomó una vez el clarinete de Woody y tuvo que afeitar la caña con un cuchillo de cocina, antes de poder extraerle un mínimo sonido.)

En segundo término toca un clarinete Sistema Albert anticuado y con digitación virtualmente obsoleta. ¿Por qué Sistema Albert? “Porque todos los tipos que me gustan tocaban el Albert”, dice Woody.



El instrumento utilizado por Woody es un “Rampone” “rejuntado”, de doce llaves, fabricado en 1890. Al igual que muchos de los clarinetes de su colección, le fue provisto por el músico Kenny Davern, quien lo encontró en una casa de empeños de Nueva York. El mismo Davern ofreció una vez prestarle el instrumento que tocaba Albert Burbank, gran músico de Nueva Orleans y uno de los ídolos de Woody. Este vaciló: “¿Qué pasa si me lo roban?” “No te hagas problemas”, replicó Davern. “Es que
probablemente me lo roben mientras esté tocando”,murmuró Woody.

Esta salida es inusual en un hombre que separa escrupulosamente al clarinetista del comediante y jamás hace un chiste en el palco de la orquesta, pese a que le ocurrieron cosas divertidas en relación con la música. Cuando él y su “New Orleans Funeral & Ragtime Orchestra” se reunieron por primera vez, a comienzos del decenio de 1970, fueron sumariamente expulsados de los primeros clubes en que actuaron, porque su música era claramente no comercial. En uno de los establecimientos los despidieron en medio de la ejecución de un spiritual particularmente lúgubre, después que el hijito del dueño tironeó de la manga al trompetista, John Bucher, y le rogó “por favor, míster, no toque más”.

Michael’s Pub donde la banda aterrizó para actuaciones regulares en 1971, fue escenario de muchos buenos momentos. Cuando los Mets (beisbol) estaban en la Serie Mundial de 1986, el “hincha” Woody apareció con un pequeño televisor a transistores y lo colocó en el atril para ver el juego mientras tocaba. El trombonista Dick Dreiwitz y su esposa Bárbara, ejecutante de tuba, refieren una sorpresiva visita de Groucho Marx. “Después de uno de los solos de Woody”, dice Bárbara, “Groucho se puso de pie y le dio algunas monedas como propina”. El psiquiatra Ron Brady, amigo de Woody, recuerda la ocasión en que un hombre, que pretendía ser biólogo, llegó a lo de Michael’s y pidió a Woody una muestra de piel, afirmando que estaba trabajando en un clon.



La mayoría de los fanáticos, sin embargo, no llegan a aproximarse a su héroe. Gil Wiest, dueño de Michael’s Pub, lo custodia agresivamente, y esto agrada a Woody que no hace un misterio del hecho de estar allí por su propio gusto y no para comunicarse con el público. “No soy alguien que sonríe y hace reverencias. Estoy aquí para tocar, estrictamente y nada más.” Claro que muchos esperan algo distinto. “Se molestan porque no habla o hace chistes, dice el banjoísta Eddie Davis. Pero después de algunas melodías quedan atrapados por la música.”

La reservada actitud de Allen hacia el público se refleja en sus relaciones con los demás miembros de la banda. Aunque muchos de ellos tocan con él desde hace ya veinte años, Woody no hace vida social con ellos ni se queda a hablar después de las actuaciones.

En un esfuerzo por aproximarse aún más a la música que ama, Woody ensaya, con otro grupo de músicos, más orientados al estilo New Orleans. No es preciso en cuanto a los planes que tiene con este grupo, pero el banjoísta Davis afirma que hay conversaciones para actuar una vez a la semana en un club de jazz, y hubo tanteos para actuar en varios festivales europeos. Los carretes de grabación giran durante los ensayos y esto hace pensar en la probabilidad de que, finalmente, aparezca algo que Woody siempre resistió: una grabación con él al clarinete.


Ocurra o no esto, la música ya dejó un surco profundo en los logros artísticos de Woody. Nadie que haya visto sus films puede dejar de apreciar cuán efectivamente se vale de partituras para reforzar el transcurrir visual –desde los temas de Gershwin en Manhattan hasta las baladas de Django Reinhardt y Louis Armstrong en Recuerdos… y los temas de Schubert de Crímenes y pecados-. Para la banda sonora de El dormilón Woody llegó a ir a Nueva Orleans, en 1973, y grabó personalmente con la Preserva tión Hall Jazz Band. (Los viejos músicos de allí no habían oído hablar de las películas de Woody.) Entre sus proyectos figura el de dedicar una película al nacimiento del jazz.

Sería un error considerar la obsesión de Woody Allen por el clarinete como un hobby excéntrico o una rareza psicológica. De manera directa o indirecta, concreta o espiritual, su oído e instinto de músico lo ayudaron a convertirse en un artista destacado en otros terrenos. “El jazz es la música perfecta para él”, dice Eric Lax, quien escribió un libro sobre Allen “Odia la autoridad, es un individuo quisquilloso que requiere gran disciplina para funcionar correctamente. La música es lo que necesita, de modo que ¡tócala de nuevo, Woody!”.

Fuente: Revista Noticias, 12 de noviembre de 1989

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