Por Eliseo Subiela
“Los enfermos no creyeron de la muerte de Rantes…” Hombre mirando al sudeste”, 1985
Todos somos “enfermos terminales.”
La conciencia de esta verdad puede paralizar de miedo, o ayudar a tener una vida más plena.
Hugo fue de estos últimos.
Aprendí mucho siendo testigo de su lucha.
“A mí me va a salvar el arte”, le oí decir tantas veces. Esa certeza le daba fuerzas para desarrollar una actividad que agotaría al más sano de los humanos.
Ese amor a la vida le permitió vivirla en el último tramo con más goce y menos culpa que nunca.
“Estoy fantástico. He aprendido a vivir sin rencor y sin melancolía. Antes, por ejemplo, no soportaba los atardeceres del domingo. Ahora, lo agradezco.”
A Hugo Soto lo amaron y lo seguirán amando millones de personas, en los lugares más dispares del mundo.
Robert Redford me dijo una vez: “Es un actor de cine privilegiado. Porque con ese rostro se nace. Te envidio por haber encontrado un actor con esa máscara.”
Sin embargo, mientras era amado más allá del “cholulismo”, Hugo estaba encerrado en su propia cárcel, totalmente solo.
Hugo Soto fue un ángel que para escapar del infierno de la realidad no tenía más salida que el arte. Como tantos.
Él la encontró.
Nos despedimos más o menos un mes antes de su muerte.
Estaba con una llamativa paz.
A veces cerraba los ojos y sonreía.
Quizás recordara. Quizás estuviera empezando a saber cosas que hasta entonces sólo había sospechado.
Cuando salí de su departamento lloré por primera vez en todo este tiempo.
Lo que sucediera después sería sólo una anécdota. Una noticia.
Eso que finalmente sucedió.
Los rituales sociales de la muerte siempre me fueron ajenos.
Sus otros seres queridos quizás entiendan por qué no presencié ningún “velorio”, ningún “entierro.”
Las cosas con Hugo han cambiado, pero no en el sentido que estas ceremonias querrían convencerme.
Si me resulta increíble la idea de que Hugo no va a estar más, por algo será.
Hace tiempo sé que si estuviéramos más atentos a esas sensaciones, seríamos personas más sabias y felices.
Esas sensaciones también me dicen que el alma de Hugo posiblemente esté a estas horas berreando en una nursery de alguna parte del mundo. En otro cuerpo. Con otro nombre. Quizás con otro sexo.
Y algún día esa nueva “persona” se enfrentará con una vieja película argentina, y sentirá una inexplicable emoción cuando un tal Rantes lo mire desde esa pantalla que es hasta aquí, la más formidable arma para vencer la muerte.
En eso no nos equivocamos, Huguito
Sé que con lo curioso que eras, no irías a perderte justamente ciertos “detalles” de tu “fallecimiento.”
Sé que te estás cagando de risa de los cables que hablan de la “irreparable pérdida”, sé que debes estar puteando entre otros al imbécil de un “prestigioso matutino” que llamó ayer por la tarde y le preguntó a mi secretaria si “conocía el diagnostico”.
Creo que supiste cuánto te quise. Y eso me permitió a mí también despedirme en paz.
Sé que sentiste el amor de tantos y que ese amor te dio paz en los difíciles momentos del “tránsito”.
Sé que estás sabiendo ahora de esto que escribo.
No en “el cielo”.
Acá nomas.
Muchos, gracias a Dios, sabemos dónde es eso.
Tomate un descanso. Es jodido para los que te vamos a extrañar.
Pero yo no voy a cometer, a esta altura de mi vida, la torpeza de pensar que te acabaste.
Un beso.
Hugo Soto, actor, artista plástico.
Protagonizó, entro otros films, “Hombre mirando al sudeste”, 1985 y “Últimas imágenes del naufragio”, ambos dirigidos por el autor de esta nota, escrita en ocasión de su fallecimiento, en agosto de 1994, a la edad de 42 años.
Eliseo Subiela, 1996
Fuente: Cuentos de cine, selección y prólogo de Sergio Renán, Alfaguara, octubre 1996
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