martes, 25 de agosto de 2009

Apuntes del 23 Festival de Cine de Mar del Plata: El Samurai de Jean-Pierre Melville

Los caminos de “El samurai”, de Jean-Pierre Melville

Por Jonathan Rosenbaum

En 1997, de vuelta del Festival de Cannes, el crítico Jonathan Rosenbaum se encontró con que en su ciudad se proyectaban dos películas “hechas por cineastas feroces e intransigentes que representan una suerte de yin y yang del cine francés”. El resultado de reencuentro de Rosenbaum con “El samurai” y su descubrimiento de “El nacimiento del amor”, de Philippe Garrel (cuya “La frontière de l’aube” compite en el festival), fue un extenso artículo, publicado originalmente en el Chicago Reader con el título “Completando los espacios”, del que hemos seleccionado los pasajes referentes al film de Jean-Pierre Melville.





Nacido Jean-Pierre Grumbach, Melville cambio su nombre en homenaje a uno de los tres escritores favoritos de su adolescencia (los otros dos eran Poe y Jack London); el mismo tipo de americanfilia marco su vida temprana como espectador de cine en los ’30 y ’40. Mucho tiempo antes de Cahiers du Cinema fuese siquiera un brillo en los ojos de sus fundadores, Melville se prosternaba en el santuario de Hollywood y catalogaba con dedicación sus tesoros artísticos. En una extensa entrevista con Rui Nogueira, recitaba con orgullo una lista cuidadosamente elaborada de 63 directores americanos del periodo sonoro que habían hecho al menos una película que llamaba. (Las tres polémicas omisiones del listado eran Charles Chaplin, Cecil B. De Mille y Raoul Walsh; el primero porque es Dios, y por lo tanto esta mas allá de cualquier clasificación, en los términos de Melville, y los otros dos porque al director no le gustaban sus trabajos anteriores a la guerra).

Más tarde, Melville iba a ser reconocido por su sombrero Stetson estilo texano y sus anteojos negros (estos últimos adoptados por el mismo Godard) y cinematográficamente, por su apropiación amorosa de otros emblemas masculinos hollywoodenses: elementos de la trama de “Mientras la ciudad duerme” en “Bob le flambeur”, 1956, el cuartel de policía de “Calles de la ciudad” en “Morir matando”, 1963, y muy notablemente, la atmosfera precisa de un noir cursi de los 50 de Columbia en “El último suspiro”, 1966, su primer gran éxito comercial.





Como Dave Kehr observo en su ensayo sobre el director, Melville hizo sus películas mas personales imitando a la era más regimentada e industrial del cine americano, una paradoja que debe haberle resultado atractiva a la mente paradójica de Godard.
Melville se inicio profesionalmente en el cine después de la Segunda Guerra Mundial, cuando estaba cerca de los 30 años, Su admirable opera prima, “El silencio del mar”, 1947, fue realizada ilegalmente luego de que el sindicato cinematográfico francés rechazara su solicitud para filmar una película (después tuvo que pagar una fuerte multa); eventualmente logro construir su propio estudio, tal como lo había hecho su dios Chaplin, (trágicamente, el edificio desapareció en un incendio en 1967, poco después del rodaje de “El samurái”). Tras comenzar como un dotado escritor/director de films de arte cuyo ejemplo más conocido es “Les enfants terribles”, 1949, una adaptación lirica y onírica de la novela de Jean Cocteau, Melville fue acercándose gradualmente hacia el tipo de thriller noir con el que hoy se lo identifica en mayor medida, filmando en colores solo cuando las consideraciones comerciales lo hacían obligatorio.

Claramente, el costado adolescente y homoerótico del estoicismo cartesiano de Melville, combinado con su apasionado esteticismo, lo convirtieron en un manierista, y a “El samurái” en una especie de Biblia para el crítico Tom Milne (el más sensible de los exegetas de Melville) y más recientemente, para los cineastas Quentin Tarantino y John Woo (otros directores heterosexuales especialistas en homoerotismo). Relato semimistico sobre un tirador solitario (Alain Delon) que habita en una casucha de un solo ambiente en la que hasta los atados azules de Gitanes, las etiquetas de las botellas de Evian y el pájaro gris que es su única compañía combinan sus colores con el entorno apagado.




“El samurái” comienza solemnemente con una cita del Libro de Bushido: No hay soledad que la del samurái, salvo quizá la del tigre en la jungla. Más tarde, Melville confesara que la frase era una invención absoluta. La trama está tomada de una novela, pero no cuesta imaginar que el director invento también todo el resto del film. Jeff Costello (o Jef, según el subtitulado) no es un tigre ni un samurái, sino un cono machote con cara de poker, el joven Delon propuesto como objeto de amor sagrado cuya soledad y cuyas relaciones sentimentales son tan artificiales y están delineadas tan abstractamente que parecen parte del decorado, al igual que los cigarrillos, el agua mineral y el pájaro gorjeante. (Para imágenes verdaderas de la soledad y un genuino personaje suicida raramente hallados en las películas, miren cuando puedan la mejor película que vi en Cannes, la hermosa y espiritual “El sabor de la cereza” de Abbas Kiarostami, que reduce a picadillo a una fantasía como la de Melville). “El samurái”, expresa, ciertamente, un tipo de soledad, pero es la soledad del macho adolescente que sueña con las películas de Hollywood y sus accesorios penthouses, policías duros, calles de ciudades melancólicas, ahumadas partidas de cartas, elegantes clubes nocturnos de jazz y las proyecta en una París imaginada.

Comenzando casi sin diálogos, “El samurái”, se desenvuelve como un sueño afiebrado y poético. Cuando la codificación de colores se relaja un poco y Costello es perseguido en el subte de París por varios policías de civil monitoreados por el detective François Perier y su mapa gigante. Pero como los personajes permanecen tan pequeños, el film en ningún momento penetra en el terreno de la dureza existencial y desprecio que reclama para sí. El propio Melville etiqueta a Costello como esquizofrénico, pero para creer en su diagnostico o en la realidad de los dos personajes que le dan a Costello una coartada para el asesinato que comete: su novia (Nathalie Delon) y una refinada pianista de jazz (Catie Rosier) que efectivamente vio el crimen, hay que aceptar al personaje mítica y abstractamente, y no como una suerte de entidad psicológica o espiritual.




La pianista, un ángel negro de la muerte derivado del “Orfeo” de Cocteau, es tan inmaterial como la novia al momento de las motivaciones, pero al menos tiene la poesía de los cuentos de hadas para apoyarla. La novia interpretada por la esposa de Delon en ese momento es una mera pieza del mobiliario, útil para ser empujada a la pantalla cuando se la necesita. No se puede decir que ningún personaje interactúa con Costello de otra forma que no sea iconográfica; Melville se limita a alejarse con timidez de los momentos íntimos entre ambas parejas, pidiéndonos que completemos los oscuros espacios en blanco.

Ficha técnica

1972 : Crónica Negra (Un flic)
1970 : Círculo rojo (Le Cercle rouge)
1969 : El ejército de las sombras (L’Armée des ombres)
1967 : El silencio de un hombre (Le Samouraï)
1966 : Hasta el último aliento (Le Deuxième souffle)
1963 : El guardaespaldas (L’Aîné des Ferchaux)
1962 : El confidente (Le Doulos)
1961 : Léon Morin, prêtre
1959 : Dos hombres de Manhattan (Deux hommes dans Manhattan)
1955 : Bob, le flambeur
1953 : Quand tu liras cette lettre
1950 : Los niños terribles (Les Enfants terribles)
1949 : El silencio del mar (Le Silence de la Mer)
1945 : Vingt-quatre heures de la vie d'un clown



Fuente: Bitácora 03, diario oficial del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

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