Vértigo, de Alfred Hitchcock
Por Alan Pauls
Vi Vértigo por primera vez de chico, por televisión, pasada a blanco y negro y asediada por un contexto que sin duda no la favorecía. Comparada con Intriga internacional, cuya fachada de película de espías la convertía en un rehén televisivo dócil, incluso obsecuente, Vértigo tenía todo para escandalizar y aburrir (porque hubo un paraíso donde esos dos verbos eran sinónimos) al teleespectador axiomático que yo era: psicología, música untuosa, trajes sastre grises, muchos problemas de peinados, cuadros antiguos y ese viejo que balbuceaba con un sombrero en la mano mientras una mujer le desorbitaba los ojos. Reprobé la película y la dejé de lado. ¿Qué pito podía tocar ese bodrio feminoide en un panteón donde reinaban el ridículo deportivo de La carrera del siglo, el glamour ítaloilegal de Los siete hombres de oro, la ética triangular de Los aventureros, la mujer lingote de Goldfinger? No me di cuenta entonces, pero algo de la película debió quedar de este lado, conmigo, como cuando pegamos una etiqueta en la tapa de un cuaderno escolar y el resto de adhesivo que sobrevive de contrabando en las yemas de dos dedos empieza a besuquear todo lo que tocamos después.
Me di cuenta algunos años más tarde, cuando ya había nuevas autoridades en el panteón y –buscando seguramente alguna bikini que llevarme al baño– tropecé con un artículo sobre Hitchcock en Films & Filming, una revista que se coleccionaba en mi casa y traía (promediaban los años ‘70) portfolios muy serios de chicas desnudas y secuencias de orgías comentadas por los mejores críticos de la época. En una página había tres planos de Vértigo en serie: en el primero, Judy (Kim Novak) y Scottie (James Stewart) están en el cuarto de hotel de Judy; siguiendo las órdenes de Scottie, ella está vestida con el traje sastre gris de Madeleine (la muerta a la que idolatra) y se ha teñido el pelo de rubio; pero hay algo que falta para que deje de parecerse y sea Madeleine: que se recoja el pelo en ese rodete espiralado al que Scottie sucumbió alguna vez; en el segundo (un primer plano de James Stewart), Scottie espera que Judy vuelva del baño en un trance doloroso de ansiedad, con la boca entreabierta y los ojos llenos de lágrimas; en el tercero (contraplano del anterior), Judy, ya peinada como Madeleine, avanza hacia él muy seria, rígida como una poseída, bañada en el famoso resplandor verde, mientras su sombra se proyecta contra la pared del fondo y parece tomar un rumbo propio.
Ahí, en el cine de papel satinado de Films & Filming, vi tres cosas que no había visto: el color, esa morbidez gloriosa y casi física de cuyos generosos intereses sigue viviendo gente bastante original como David Lynch; el plano que venía inmediatamente después, que la revista no incluía pero hacía desear, con el beso extraordinario que corona la metamorfosis de Judy en Madeleine; la película entera –la historia de amor más tortuosa y razonable que haya filmado el cine contemporáneo–, intacta, como la había preservado en mí el olvido (que según Proust es el más poderoso de los conservantes y el único eficaz). El olvido, para ser justos, y la televisión, el medio donde la había visto por primera vez. Gozamos hablando mal de la televisión, y aunque ese goce sea el rasgo que más radicalmente la singulariza (a tal punto que podríamos decir que es del orden de la televisión todo aquello de lo que gozamos hablando mal), a menudo empaña algunos de sus efectos colaterales más benéficos: su función de formolizar el arte, por ejemplo. La televisión, que tenía la indiferencia, la vulgaridad y la voluntad de control necesarias para borrar a Vértigo del mapa, terminó conservándola, al menos para mí, teleespectador arrogante y axiomático, como lo que en realidad era: un tesoro radiactivo.
Desde entonces vi Vértigo muchas veces. La enseñé, leí y escribí sobre ella y la adopté para corromper espectadores inocentes. Cada vez que vuelvo a verla (a menudo por televisión, cuando el control remoto literalmente choca contra la belleza de piedra de Kim Novak), cada vez que vuelvo a temblar con la espera de Scottie en ese cuarto de hotel, caigo en la evidencia de que, más que sobre el factor necrófilo o pigmalionesco de la experiencia amorosa, es una película sobre la imposibilidad de ver por primera vez. Sólo se ve demasiado tarde, dice Vértigo: sólo por segunda vez, y algo siempre ya visto. Déjà vu. Platónica y fúnebre, esa condición de la visión (y del amor) dice también algo decisivo sobre el modo específico, absolutamente único, en que se da a ver un arte moderno como el cine.
Vi Vértigo por última vez hace algún tiempo. Cumplía años. Mi padre me regaló un ejemplar del diario La Razón del día en que nací. Lo hojeé con una mezcla de nostalgia, curiosidad científica y aprensión, como hubiera mirado a una forma rarísima de hermano gemelo. De todo lo que La Razón dice que sucedió ese día recuerdo sólo esto: que acababan de estrenar Vértigo en un cine de la calle Lavalle.
Fuente: Suplemento Radar - Diario PáginaI12 - 27 de Julio de 2008
www.pagina12.com.ar
Por Alan Pauls
Vi Vértigo por primera vez de chico, por televisión, pasada a blanco y negro y asediada por un contexto que sin duda no la favorecía. Comparada con Intriga internacional, cuya fachada de película de espías la convertía en un rehén televisivo dócil, incluso obsecuente, Vértigo tenía todo para escandalizar y aburrir (porque hubo un paraíso donde esos dos verbos eran sinónimos) al teleespectador axiomático que yo era: psicología, música untuosa, trajes sastre grises, muchos problemas de peinados, cuadros antiguos y ese viejo que balbuceaba con un sombrero en la mano mientras una mujer le desorbitaba los ojos. Reprobé la película y la dejé de lado. ¿Qué pito podía tocar ese bodrio feminoide en un panteón donde reinaban el ridículo deportivo de La carrera del siglo, el glamour ítaloilegal de Los siete hombres de oro, la ética triangular de Los aventureros, la mujer lingote de Goldfinger? No me di cuenta entonces, pero algo de la película debió quedar de este lado, conmigo, como cuando pegamos una etiqueta en la tapa de un cuaderno escolar y el resto de adhesivo que sobrevive de contrabando en las yemas de dos dedos empieza a besuquear todo lo que tocamos después.
Me di cuenta algunos años más tarde, cuando ya había nuevas autoridades en el panteón y –buscando seguramente alguna bikini que llevarme al baño– tropecé con un artículo sobre Hitchcock en Films & Filming, una revista que se coleccionaba en mi casa y traía (promediaban los años ‘70) portfolios muy serios de chicas desnudas y secuencias de orgías comentadas por los mejores críticos de la época. En una página había tres planos de Vértigo en serie: en el primero, Judy (Kim Novak) y Scottie (James Stewart) están en el cuarto de hotel de Judy; siguiendo las órdenes de Scottie, ella está vestida con el traje sastre gris de Madeleine (la muerta a la que idolatra) y se ha teñido el pelo de rubio; pero hay algo que falta para que deje de parecerse y sea Madeleine: que se recoja el pelo en ese rodete espiralado al que Scottie sucumbió alguna vez; en el segundo (un primer plano de James Stewart), Scottie espera que Judy vuelva del baño en un trance doloroso de ansiedad, con la boca entreabierta y los ojos llenos de lágrimas; en el tercero (contraplano del anterior), Judy, ya peinada como Madeleine, avanza hacia él muy seria, rígida como una poseída, bañada en el famoso resplandor verde, mientras su sombra se proyecta contra la pared del fondo y parece tomar un rumbo propio.
Ahí, en el cine de papel satinado de Films & Filming, vi tres cosas que no había visto: el color, esa morbidez gloriosa y casi física de cuyos generosos intereses sigue viviendo gente bastante original como David Lynch; el plano que venía inmediatamente después, que la revista no incluía pero hacía desear, con el beso extraordinario que corona la metamorfosis de Judy en Madeleine; la película entera –la historia de amor más tortuosa y razonable que haya filmado el cine contemporáneo–, intacta, como la había preservado en mí el olvido (que según Proust es el más poderoso de los conservantes y el único eficaz). El olvido, para ser justos, y la televisión, el medio donde la había visto por primera vez. Gozamos hablando mal de la televisión, y aunque ese goce sea el rasgo que más radicalmente la singulariza (a tal punto que podríamos decir que es del orden de la televisión todo aquello de lo que gozamos hablando mal), a menudo empaña algunos de sus efectos colaterales más benéficos: su función de formolizar el arte, por ejemplo. La televisión, que tenía la indiferencia, la vulgaridad y la voluntad de control necesarias para borrar a Vértigo del mapa, terminó conservándola, al menos para mí, teleespectador arrogante y axiomático, como lo que en realidad era: un tesoro radiactivo.
Desde entonces vi Vértigo muchas veces. La enseñé, leí y escribí sobre ella y la adopté para corromper espectadores inocentes. Cada vez que vuelvo a verla (a menudo por televisión, cuando el control remoto literalmente choca contra la belleza de piedra de Kim Novak), cada vez que vuelvo a temblar con la espera de Scottie en ese cuarto de hotel, caigo en la evidencia de que, más que sobre el factor necrófilo o pigmalionesco de la experiencia amorosa, es una película sobre la imposibilidad de ver por primera vez. Sólo se ve demasiado tarde, dice Vértigo: sólo por segunda vez, y algo siempre ya visto. Déjà vu. Platónica y fúnebre, esa condición de la visión (y del amor) dice también algo decisivo sobre el modo específico, absolutamente único, en que se da a ver un arte moderno como el cine.
Vi Vértigo por última vez hace algún tiempo. Cumplía años. Mi padre me regaló un ejemplar del diario La Razón del día en que nací. Lo hojeé con una mezcla de nostalgia, curiosidad científica y aprensión, como hubiera mirado a una forma rarísima de hermano gemelo. De todo lo que La Razón dice que sucedió ese día recuerdo sólo esto: que acababan de estrenar Vértigo en un cine de la calle Lavalle.
Fuente: Suplemento Radar - Diario PáginaI12 - 27 de Julio de 2008
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