RECUERDOS DE AQUEL CINE COQUETO Y DISTINGUIDO
Por Demian Verduga
dverduga@miradasalsur.com
Miles de porteños, presos del vértigo diario pasan el umbral del cine Metro. Abierto en 1956, fue el más espectacular durante décadas. Portafolio en mano y celulares de última generación corren caminando sin detenerse. Quizás, en poco tiempo, ni la nostalgia se acuerde de lo que hubo antes de la tanguería que hoy ocupa el edificio.
Pero, parado a la puerta reformada, la memoria trae imágenes: aquellas marquesinas iluminadas por los pequeños focos y títulos de películas en letras de molde color negro. "Cupido motorizado" es el nombre que viene del recuerdo. Escrito en el cartel central, la película se pasó en la sala más grande, con capàcidad para 1200 personas. La imponencia del cine y sus luces eran un boleto a las grandes capitales del mundo. Las entradas se compraban en una boletería semicircular que daba a la calle Cerrito con pequeñas aberturas en la base de la ventana. Dentro de esa pecera, dos señores vestidos de traje gris con moño negro y gesto enjuto cambiaban dinero por emoción. En el hall, antes de entrar a la sala, los pisos eran de mármol gris y la tentación de subir y bajar por la escalera mecánica que se erguía y llevaba a las otras dos salas de la segunda planta era inevitable.
En la imponente sala, las filas parecían llegar al infinito y, el escenario, al igual que el telón de terciopelo bordó, eran dignos de los teatros más selectos. El ritual empezaba cuando el caramelero, vestido con su chaleco bordó, comenzaba a circular a los costados de las butacas y ofrecía: "Maní con chocolate. Caramelos". Y los nenes tironeaban del abrigo de sus madres para que llamaran al hombre que llevaba las golosinas en una caja de madera colgada del hombro. El caramelero se acercaba pidiendo permiso y ofrecía sus manjares.
Al apagarse las luces, el suspenso invadía a los espectadores pero, cuando se abría el telón y comenzaba la película en aquella enorme pantalla, el viaje hacia el mundo de la magia del cine era inmediato. La sala era tan grande que había lugar para los enamorados que aprovechaban la salida: en algunas de las filas del fondo había parejas envolviéndose en sus brazos, besándose, acariciándose, iluminados por la luz que emitía la pantalla.
Cuando terminaba la función y se salía de la sala todavía había tiempo para que los chicos jugaran en el hall o pidieran una última golosina en el kiosco. Después se podía salir y caminar hasta Avenida Corrientes, dejarse atrapar por sus luces y terminar la noche sentado en alguna de sus pizzerías.
Ahora los transeúntes siguen pasando con la locura de cualquier día de semana: algunos andan solos, otros acompañados charlan, sonríen, y siguen caminando.
El mozo del bar lindante se asoma a la vereda, mira a un lado y otro de la cuadra y vuelve a guardarse en el local. Pero, a pesar de la vorágine, es posible detenerse en esta cuadra de Cerrito al 500, frente al edificio donde estuvo el grandioso cine y recordar , como si se tratara de una película que, en este momento, acaba de terminar.
Pero todavía hay unos minutos para dejar a la imaginación viajar en el tiempo, a aquellas películas que atesoramos en las retinas, a mirar los créditos que continúan pasando, uno tras otro, en la pantalla gigante de un cine que hoy ya no es pero que sigue intacto en la memoria colectiva.
Fuente: Miradas al Sur, Domingo 13 de julio de 2008, Buenos Aires, Argentina.
Por Demian Verduga
dverduga@miradasalsur.com
Miles de porteños, presos del vértigo diario pasan el umbral del cine Metro. Abierto en 1956, fue el más espectacular durante décadas. Portafolio en mano y celulares de última generación corren caminando sin detenerse. Quizás, en poco tiempo, ni la nostalgia se acuerde de lo que hubo antes de la tanguería que hoy ocupa el edificio.
Pero, parado a la puerta reformada, la memoria trae imágenes: aquellas marquesinas iluminadas por los pequeños focos y títulos de películas en letras de molde color negro. "Cupido motorizado" es el nombre que viene del recuerdo. Escrito en el cartel central, la película se pasó en la sala más grande, con capàcidad para 1200 personas. La imponencia del cine y sus luces eran un boleto a las grandes capitales del mundo. Las entradas se compraban en una boletería semicircular que daba a la calle Cerrito con pequeñas aberturas en la base de la ventana. Dentro de esa pecera, dos señores vestidos de traje gris con moño negro y gesto enjuto cambiaban dinero por emoción. En el hall, antes de entrar a la sala, los pisos eran de mármol gris y la tentación de subir y bajar por la escalera mecánica que se erguía y llevaba a las otras dos salas de la segunda planta era inevitable.
En la imponente sala, las filas parecían llegar al infinito y, el escenario, al igual que el telón de terciopelo bordó, eran dignos de los teatros más selectos. El ritual empezaba cuando el caramelero, vestido con su chaleco bordó, comenzaba a circular a los costados de las butacas y ofrecía: "Maní con chocolate. Caramelos". Y los nenes tironeaban del abrigo de sus madres para que llamaran al hombre que llevaba las golosinas en una caja de madera colgada del hombro. El caramelero se acercaba pidiendo permiso y ofrecía sus manjares.
Al apagarse las luces, el suspenso invadía a los espectadores pero, cuando se abría el telón y comenzaba la película en aquella enorme pantalla, el viaje hacia el mundo de la magia del cine era inmediato. La sala era tan grande que había lugar para los enamorados que aprovechaban la salida: en algunas de las filas del fondo había parejas envolviéndose en sus brazos, besándose, acariciándose, iluminados por la luz que emitía la pantalla.
Cuando terminaba la función y se salía de la sala todavía había tiempo para que los chicos jugaran en el hall o pidieran una última golosina en el kiosco. Después se podía salir y caminar hasta Avenida Corrientes, dejarse atrapar por sus luces y terminar la noche sentado en alguna de sus pizzerías.
Ahora los transeúntes siguen pasando con la locura de cualquier día de semana: algunos andan solos, otros acompañados charlan, sonríen, y siguen caminando.
El mozo del bar lindante se asoma a la vereda, mira a un lado y otro de la cuadra y vuelve a guardarse en el local. Pero, a pesar de la vorágine, es posible detenerse en esta cuadra de Cerrito al 500, frente al edificio donde estuvo el grandioso cine y recordar , como si se tratara de una película que, en este momento, acaba de terminar.
Pero todavía hay unos minutos para dejar a la imaginación viajar en el tiempo, a aquellas películas que atesoramos en las retinas, a mirar los créditos que continúan pasando, uno tras otro, en la pantalla gigante de un cine que hoy ya no es pero que sigue intacto en la memoria colectiva.
Fuente: Miradas al Sur, Domingo 13 de julio de 2008, Buenos Aires, Argentina.
A mí me trae a la memoria el reencuentro con mi hermana, a la que no vi durante 14 años. La vida nos separó, pero nuestra primera salida fue al Metro, a ver una película taquillera, de esas de Hollywood. Recuerdo que mientras la esperaba, en el hall que tan bien describe este artículo, estaba muy nerviosa, pensando sobre qué podríamos hablar. Yo tenía 24 y ella, 15. Los años pasaron y no nos devolvieron todo aquello que no habíamos podido vivir juntas, pero a partir de entonces hemos reconstruido nuestro vínculo.
ResponderEliminarGracias por hacerle un lugarcito a la nostalgia.