El amo del infierno
El 27 de mayo pasado, el cine perdió al director de algunas películas buenas (Tootsie, Los tres días del cóndor), otras no tanto (Havana, La intérprete) y algunas que no muchos recordarán dentro de unos años (Sabrina). Pero, sobre todo, perdió a un actor de pocos minutos por película que se las había ingeniado para convertirse en la persona imprescindible a la hora de filmar esa escena fundamental alrededor de la que una trama cobra su verdadero sentido. Por eso, este triste adiós a Sydney Pollack en su faceta menos espectacular.
Por Mariano Kairuz
La escena era más o menos así: Victor Ziegler, un hombre afable pero inquietante, llamaba a Bill en medio de la noche. Se mostraba amistoso, le ofrecía cognac. Y serio pero tranquilo, procedía a hablarle a Bill sobre algunas de esas cosas que ha visto pero que no debió haber visto, sobre alguna confianza traicionada, y sobre una muerte. Con la misma tranquilidad, le hacía saber a Bill que todo aquel asunto ya había sido arreglado, e incluso que lo había hecho seguir por uno de sus hombres, y que ya no debía hablarse más de ello. La escena, un momento difícil de olvidar de Ojos bien cerrados, era tan misteriosa pero tan sencilla en el fondo como lo era toda la última película de Stanley Kubrick. Bill era Tom Cruise y Victor Ziegler, el oscuro amo de las fiestas orgiásticas, un tipo de apariencia perfectamente común y transparente como esos a los que de alguna forma siempre consigue parecerse Sydney Pollack.
Ocho años más tarde, Pollack volvía a ocupar un lugar equivalente en Michael Clayton, el film de Tony Gilroy con George Clooney que él mismo coprodujo el año pasado. Con Marty Bach, uno de los hombres más importantes de un enorme estudio de abogados –un personaje secundario sólo en términos de tiempo en pantalla– encarnó la verdadera conciencia de la película. Detrás de un guión excesivamente bienpensante, saturado de grandes intenciones y con un final demasiado indulgente con su público (el abogado que lleva años trabajando para una corporación legal multimillonaria sufre un repentino golpe de conciencia y se decide a “hacer lo correcto”), parecía estar Bach/Pollack, y cada una de sus líneas de diálogo parecen ser el llamado del sentido común, aquello que uno querría decirle al protagonista en el momento mismo en que está a punto de quemar las naves. Bach/Pollack es el hombre que lo ve venir e intenta frenarlo a tiempo; el hombre fuerte de la firma que se anticipa y que le explica que esto que está pasando no es una grieta en el sistema, sino que es el sistema mismo. “¿Me vas a decir que esto es nuevo para vos?”, lo increpa Bach/Pollack a Clayton/Clooney. “Este caso está podrido desde el principio. Pero ¿después de quince años todavía tengo que explicarte qué es lo que hacemos para pagar las cuentas?”
Ziegler y Bach como dos personajes poderosos, los hombres capaces de ponerse por atrás de todo, que saben no cómo solucionar las cosas, sino que ya entendieron que hay cosas que no se solucionan, que conocen, aceptan y manejan las reglas del juego, y que les ofrecen a los demás sumarse (o salirse bajo su propio riesgo). No es sólo la manera en que esos diálogos y esas escenas están escritas; hay algo en Pollack, una seguridad, la convicción con la que se mete en esos personajes, que lo convierten en el actor perfecto para esas escenas. Se sabe que el personaje de Ziegler iba a hacerlo originalmente Harvey Keitel, pero es imposible imaginarlo en Ojos bien cerrados después de haberlo visto a Pollack: Keitel nunca hubiera brindado esa extraña sensación de confianza que ofrece Pollack aun en su faceta más siniestra. Hay (había) una fuerza en Pollack que vinculaba a personajes como Bach y Ziegler. Tipos enormes que no revelan demasiado sobre sí mismos pero que se muestran confidentes, diabólicamente relajados en ambientes y situaciones que para el resto del mundo podrían ser el mismísimo infierno.
Lo que está claro es que con la muerte de Sydney Pollack, el lunes pasado, de cáncer, a los 73 años, se fue un director desparejo, pero lo que el cine perdió fue por encima de todo a un gran actor. Y lo notable es que, mientras Pollack se empeñó en seguir dirigiendo –una tarea que, decía, lo desbordaba; un proceso que lo volvía loco–, consiguiendo algunas películas buenas, otras muy flojas (la remake de Sabrina, o Destinos cruzados), y alguna que tenía lo suyo pero que hacía extrañar sus mejores épocas (como La intérprete, 2005, con Sean Penn y Nicole Kidman, evocó Los tres días del cóndor, 1975), se consolidó como ese gran actor celebrado por muchos, pero sólo ocasional y hasta un poco renuente. Nacido en Lafayette, Indiana, en 1934, su primera formación había sido como intérprete, estudiando con Sanford Meisner (el legendario creador de un método interpretativo) y trabajando luego como su asistente en los ’50. Serían John Frankenheimer y Burt Lancaster los que, sorprendidos por su capacidad para guiar a otros actores, lo convencieron de dedicarse a la realización. Y eso hizo de manera casi exclusiva, entonces, hasta 1982, cuando Dustin Hoffman, con quien estuvo en guerra desde el inicio de rodaje de Tootsie, lo conminó a interpretar él mismo el papel del representante del protagonista. Esa perfecta, sensible e inesperada actuación de Pollack como George Fields reencendió una mecha que el director creía haber apagado para siempre, valiéndole los llamados de Robert Altman (The Player: las reglas del juego) y Woody Allen (Maridos y esposas).
De los muchos críticos de cine que valoraron al Pollack actor, Michael Sragow es uno de quienes mejor lograron definirlo. En un artículo publicado poco después del estreno de Ojos bien cerrados, escribió: “Era evidente que Kubrick se había encontrado con que delante de cámara, Pollack proyectaba una presencia muy firme, de fortaleza, que regocija. Ningún actor podía proveer lo que Kubrick le pidió a Pollack que hiciera en Ojos: dos secuencias en las que debía darle una espina realista a una narrativa pesadillesca, una columna a una película que se sacude como una hamaca. Pero Pollack está magistral en su primera escena, cuando les da la bienvenida a Cruise y a Kidman a su lujosa fiesta. En el medio de la fiesta, llamaba al médico interpretado por Cruise a sus cuarteles privados, donde una voluptuosa drogona se había dado una sobredosis. Cuando Cruise le aconsejaba mantenerla allí durante una hora, la bonhomía de Pollack se disolvía para revelar no angustia ni pánico, sino la concentración precisa de un hombre que tiene demasiadas cosas en su cabeza. Soplaba su labio inferior, hacía un suave sonido de frustración y asentía –y era instantáneamente creíble como un astuto broker de Manhattan–. Era un papel que Fredric Raphael, el coguionista de Kubrick, consideraba esencial: el del padre protector y castrador del personaje de Tom Cruise. Y era como si Pollack, con Tootsie, Maridos y esposas y esta película, se hubiera convertido en un especialista en humanizar a hombres cuyo proceso de trabajo los consume y los vuelve solipsistas”.
En su sentida despedida publicada esta semana, Stephanie Zacharek, la crítica de cine de Salon.com, escribe: “En los últimos años, aun en un pequeño rol e incluso en una mala película, Pollack a menudo podía ser el espíritu que guiaba el film. A veces con una sola línea de diálogo iluminaba todo aquello que nos hace humanos: tenía esa manera de hacernos reconocer pequeñas partes de nosotros en un personaje que podía –creemos– no ser para nada como nosotros. No es una contribución menor, representa aquello por lo que seguimos yendo al cine”.
La última película de Pollack como director es un documental de bajo presupuesto, una larga entrevista al arquitecto Frank Gehry, todavía inédito por acá. Su última participación del otro lado de la cámara fue en Quiero robarme a la novia, una comedia que llega esta semana precedida de críticas muy duras en su país. Se dice que tiene muy pocas escenas, con diálogos y chistes muy bobos, pero que, una vez más, ahí está la humanidad que Pollack es capaz de inyectarle a cada personaje, no importa qué tan fugaz sea (o mal escrito esté). Y que eso lo ha convertido en lo único que quedará de la película mucho después de que haya sido enteramente olvidada.
El 27 de mayo pasado, el cine perdió al director de algunas películas buenas (Tootsie, Los tres días del cóndor), otras no tanto (Havana, La intérprete) y algunas que no muchos recordarán dentro de unos años (Sabrina). Pero, sobre todo, perdió a un actor de pocos minutos por película que se las había ingeniado para convertirse en la persona imprescindible a la hora de filmar esa escena fundamental alrededor de la que una trama cobra su verdadero sentido. Por eso, este triste adiós a Sydney Pollack en su faceta menos espectacular.
Por Mariano Kairuz
La escena era más o menos así: Victor Ziegler, un hombre afable pero inquietante, llamaba a Bill en medio de la noche. Se mostraba amistoso, le ofrecía cognac. Y serio pero tranquilo, procedía a hablarle a Bill sobre algunas de esas cosas que ha visto pero que no debió haber visto, sobre alguna confianza traicionada, y sobre una muerte. Con la misma tranquilidad, le hacía saber a Bill que todo aquel asunto ya había sido arreglado, e incluso que lo había hecho seguir por uno de sus hombres, y que ya no debía hablarse más de ello. La escena, un momento difícil de olvidar de Ojos bien cerrados, era tan misteriosa pero tan sencilla en el fondo como lo era toda la última película de Stanley Kubrick. Bill era Tom Cruise y Victor Ziegler, el oscuro amo de las fiestas orgiásticas, un tipo de apariencia perfectamente común y transparente como esos a los que de alguna forma siempre consigue parecerse Sydney Pollack.
Ocho años más tarde, Pollack volvía a ocupar un lugar equivalente en Michael Clayton, el film de Tony Gilroy con George Clooney que él mismo coprodujo el año pasado. Con Marty Bach, uno de los hombres más importantes de un enorme estudio de abogados –un personaje secundario sólo en términos de tiempo en pantalla– encarnó la verdadera conciencia de la película. Detrás de un guión excesivamente bienpensante, saturado de grandes intenciones y con un final demasiado indulgente con su público (el abogado que lleva años trabajando para una corporación legal multimillonaria sufre un repentino golpe de conciencia y se decide a “hacer lo correcto”), parecía estar Bach/Pollack, y cada una de sus líneas de diálogo parecen ser el llamado del sentido común, aquello que uno querría decirle al protagonista en el momento mismo en que está a punto de quemar las naves. Bach/Pollack es el hombre que lo ve venir e intenta frenarlo a tiempo; el hombre fuerte de la firma que se anticipa y que le explica que esto que está pasando no es una grieta en el sistema, sino que es el sistema mismo. “¿Me vas a decir que esto es nuevo para vos?”, lo increpa Bach/Pollack a Clayton/Clooney. “Este caso está podrido desde el principio. Pero ¿después de quince años todavía tengo que explicarte qué es lo que hacemos para pagar las cuentas?”
Ziegler y Bach como dos personajes poderosos, los hombres capaces de ponerse por atrás de todo, que saben no cómo solucionar las cosas, sino que ya entendieron que hay cosas que no se solucionan, que conocen, aceptan y manejan las reglas del juego, y que les ofrecen a los demás sumarse (o salirse bajo su propio riesgo). No es sólo la manera en que esos diálogos y esas escenas están escritas; hay algo en Pollack, una seguridad, la convicción con la que se mete en esos personajes, que lo convierten en el actor perfecto para esas escenas. Se sabe que el personaje de Ziegler iba a hacerlo originalmente Harvey Keitel, pero es imposible imaginarlo en Ojos bien cerrados después de haberlo visto a Pollack: Keitel nunca hubiera brindado esa extraña sensación de confianza que ofrece Pollack aun en su faceta más siniestra. Hay (había) una fuerza en Pollack que vinculaba a personajes como Bach y Ziegler. Tipos enormes que no revelan demasiado sobre sí mismos pero que se muestran confidentes, diabólicamente relajados en ambientes y situaciones que para el resto del mundo podrían ser el mismísimo infierno.
Lo que está claro es que con la muerte de Sydney Pollack, el lunes pasado, de cáncer, a los 73 años, se fue un director desparejo, pero lo que el cine perdió fue por encima de todo a un gran actor. Y lo notable es que, mientras Pollack se empeñó en seguir dirigiendo –una tarea que, decía, lo desbordaba; un proceso que lo volvía loco–, consiguiendo algunas películas buenas, otras muy flojas (la remake de Sabrina, o Destinos cruzados), y alguna que tenía lo suyo pero que hacía extrañar sus mejores épocas (como La intérprete, 2005, con Sean Penn y Nicole Kidman, evocó Los tres días del cóndor, 1975), se consolidó como ese gran actor celebrado por muchos, pero sólo ocasional y hasta un poco renuente. Nacido en Lafayette, Indiana, en 1934, su primera formación había sido como intérprete, estudiando con Sanford Meisner (el legendario creador de un método interpretativo) y trabajando luego como su asistente en los ’50. Serían John Frankenheimer y Burt Lancaster los que, sorprendidos por su capacidad para guiar a otros actores, lo convencieron de dedicarse a la realización. Y eso hizo de manera casi exclusiva, entonces, hasta 1982, cuando Dustin Hoffman, con quien estuvo en guerra desde el inicio de rodaje de Tootsie, lo conminó a interpretar él mismo el papel del representante del protagonista. Esa perfecta, sensible e inesperada actuación de Pollack como George Fields reencendió una mecha que el director creía haber apagado para siempre, valiéndole los llamados de Robert Altman (The Player: las reglas del juego) y Woody Allen (Maridos y esposas).
De los muchos críticos de cine que valoraron al Pollack actor, Michael Sragow es uno de quienes mejor lograron definirlo. En un artículo publicado poco después del estreno de Ojos bien cerrados, escribió: “Era evidente que Kubrick se había encontrado con que delante de cámara, Pollack proyectaba una presencia muy firme, de fortaleza, que regocija. Ningún actor podía proveer lo que Kubrick le pidió a Pollack que hiciera en Ojos: dos secuencias en las que debía darle una espina realista a una narrativa pesadillesca, una columna a una película que se sacude como una hamaca. Pero Pollack está magistral en su primera escena, cuando les da la bienvenida a Cruise y a Kidman a su lujosa fiesta. En el medio de la fiesta, llamaba al médico interpretado por Cruise a sus cuarteles privados, donde una voluptuosa drogona se había dado una sobredosis. Cuando Cruise le aconsejaba mantenerla allí durante una hora, la bonhomía de Pollack se disolvía para revelar no angustia ni pánico, sino la concentración precisa de un hombre que tiene demasiadas cosas en su cabeza. Soplaba su labio inferior, hacía un suave sonido de frustración y asentía –y era instantáneamente creíble como un astuto broker de Manhattan–. Era un papel que Fredric Raphael, el coguionista de Kubrick, consideraba esencial: el del padre protector y castrador del personaje de Tom Cruise. Y era como si Pollack, con Tootsie, Maridos y esposas y esta película, se hubiera convertido en un especialista en humanizar a hombres cuyo proceso de trabajo los consume y los vuelve solipsistas”.
En su sentida despedida publicada esta semana, Stephanie Zacharek, la crítica de cine de Salon.com, escribe: “En los últimos años, aun en un pequeño rol e incluso en una mala película, Pollack a menudo podía ser el espíritu que guiaba el film. A veces con una sola línea de diálogo iluminaba todo aquello que nos hace humanos: tenía esa manera de hacernos reconocer pequeñas partes de nosotros en un personaje que podía –creemos– no ser para nada como nosotros. No es una contribución menor, representa aquello por lo que seguimos yendo al cine”.
La última película de Pollack como director es un documental de bajo presupuesto, una larga entrevista al arquitecto Frank Gehry, todavía inédito por acá. Su última participación del otro lado de la cámara fue en Quiero robarme a la novia, una comedia que llega esta semana precedida de críticas muy duras en su país. Se dice que tiene muy pocas escenas, con diálogos y chistes muy bobos, pero que, una vez más, ahí está la humanidad que Pollack es capaz de inyectarle a cada personaje, no importa qué tan fugaz sea (o mal escrito esté). Y que eso lo ha convertido en lo único que quedará de la película mucho después de que haya sido enteramente olvidada.
Lo que sé
Por Sydney Pollack
Cuando salí del secundario quería ser actor. Pero no creía que fuera a tener suficiente suerte como para vivir de eso. Y de hecho, nunca lo hice hasta que abandoné la actuación: ésa es la ironía de mi vida. De todos modos, fui a Nueva York y entré a una muy buena escuela de actuación, de pura suerte, no porque fuera inteligente o supiera algo al respecto.
He actuado en mis propias películas un par de veces y debo decir que en rigor de verdad, fue para ahorrar dinero.
Cuando hice Tres días del cóndor le cortamos al libro toda la trama del tráfico de heroína. Estaba mucho más interesado en tipos de la CIA que están tratando de ayudarnos y hacen algo considerado inmoral, que en unos tipos que son simplemente inmorales porque quieren ganar dinero vendiendo drogas. Eso me aburre.
Con Meryl Streep el peligro es que tiende a sonar aburrida, porque es demasiado perfecta.
Cuando hicimos Havana no conseguí el permiso del Departamento de Estado para filmar en Cuba. Redford fue a ver al vicepresidente Dan Quayle y yo al secretario de Comercio, pero nos seguían diciendo: “Es hacer negocios con el enemigo y no se los podemos permitir. No pueden gastar dinero allí”. Así que yo les dije: ¿qué tal si llevo a mi equipo en un crucero de Miami a la costa de La Habana, y vivimos en el crucero? El Estado cubano me deja filmar gratis, y no gastaría un centavo”. Me dijeron que no. Nuestro embargo a Cuba es estúpido. Castro ya se hubiera ido hace tiempo si no hubiera embargo. ¿Por qué? Porque si no es una amenaza, si la gente pudiera comerciar e ir y venir libremente, los cubanos ya se hubieran hartado de él, y terminaría pasando sin que hiciéramos nada.
Vengo del Midwest, así que siento una incomodidad biológica con todo lo que es demasiado sofisticado. Vengo de un ambiente simple y aunque amo París, Londres y Venecia, nunca me siento orgánicamente parte de ellas. Tengo esa parte de hombre del interior, que quiere poder observar a estos tipos de Hollywood pero no convertirse en uno de ellos. Aunque ya he sido parte del establishment por tanto tiempo que tal vez me haya convertido por ósmosis. Pero no lo creo.
No soy un educador. Sé que mi primer trabajo como director es no aburrirlos. Hay que hacer pensar a la gente haciéndola sentir. La emoción es una parte esencial del pensamiento; es lo que permite pensar. Si uno puede hacer que las personas sientan, no pueden sino pensar. Pero si uno empieza por la parte de pensar, se vuelve pretencioso.
Robert Redford fue desde los ’60 un alter ego perfecto para mí. Es la metáfora perfecta para Norteamérica, porque no es para nada lo que aparenta: brilla por fuera pero es complicado y oscuro por dentro. El protagonista perdido perfecto. Puede interpretar a un hombre conflictuado, que intenta mantener cierta individualidad a un altísimo costo personal, ya sea cuando abandona la civilización en Jeremiah Johnson o en su relación en Africa mía, o terminando en una isla sin nada, como en Havana: todos personajes similares en distintas etapas de sus vidas.
No hago muchas películas. Es tan duro dirigir. Significa al menos un año y medio de tu vida, y es cada vez más difícil encontrar algo con lo que uno quiera vivir tanto tiempo. Hay que encontrar personajes con los que a uno le gustaría salir todos los días, todo el día, cenar con ellos, irse a dormir con ellos en la cabeza.
Creo que la comedia es lo más difícil que hay, porque la tolerancia para el error es mucho menor que en el drama. Un momento dramático puede hacerse de 15 maneras distintas, pero no las hay para un momento de comedia. Si no das justo en el blanco, es terrible.
Recién cuando veo la película que acabo de hacer entiendo verdaderamente la película que debería haber hecho. Entonces puedo decir: Ahora sé qué hacer.
Con Kubrick teníamos conversaciones sobre películas que duraban horas. Tenía una enorme curiosidad por la vida; me hacía sentir bien hablar con él. Cuando me llamó y me pidió que hiciera este personaje me preocupé, porque había escuchado estos rumores acerca de cómo convierte en prisioneros a la gente que trabaja en sus películas. Después de doce o trece tomas de una escena, yo le decía: “Stanley, no soy un actor profesional, esto es todo lo que hay”. Con Tom hacíamos como sesenta tomas; yo no podía creerlo, ni tolerarlo. Pero tenía un método por el cual uno queda tan fatigado que entonces, después de un tiempo, empieza a pasar algo más, algo distinto. A mí me prometió que serían dos semanas. Por supuesto que no fueron dos semanas, sino dos meses. Pero lo disfruté.
No puedo valorar una película que disfruté hacer. Si es buena, es que ha sido un trabajo infernal.
El interprete
4 grandes papeles de Sydney Pollack
Tootsie
(Pollack, 1982)
Su retrato de George Fields, el agente del actor que se convierte en una actriz exitosísima, no es grotesco como se suele mostrar a los representantes en Hollywood, sino un hombre animado, inteligente y enérgico que trata de igual a igual a su cliente. Los encendidos cruces verbales entre ambos terminaron convirtiéndose en las escenas más disfrutables de la película.
Maridos y esposas
(Husbands and Wives, Woody Allen, 1992)
Jack (Pollack) deja a su muy intelectual esposa (Judy Davis) por una instructora de aerobic joven y descerebrada (Lysette Anthony). Pero Pollack no convierte a Jack en un cretino, sino que lo enviste de una humanidad y una vitalidad que lo convierten en el personaje más real de la película. Un tipo, escribió un crítico, que ama y aprecia “la vida cultural que tiene con su mujer y sus amigos neoyorquinos, pero que se encuentra en un momento de su vida en que lo que más quiere es relajarse”.
Ojos bien cerrados
(Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick, 1999)
El amo de las orgías, el hombre que lo controla, todo. Sus escenas en la película son pocas pero cada una de ellas es una clave de entrada.
Michael Clayton
(Tony Gilroy, 2007)
Su personaje es uno de los hombres fuertes de la compañía, que, en medio de la crisis personal, profesional y de conciencia de Michael Clayton, le hace la pregunta más sensata de todas: Vamos, ¿recién ahora te das cuenta de que estabas trabajando para el Diablo?
Fuente: Suplemento "Radar", Diario "PáginaI12", 01.06.2008
http://www.pagina12.com.ar/
4 grandes papeles de Sydney Pollack
Tootsie
(Pollack, 1982)
Su retrato de George Fields, el agente del actor que se convierte en una actriz exitosísima, no es grotesco como se suele mostrar a los representantes en Hollywood, sino un hombre animado, inteligente y enérgico que trata de igual a igual a su cliente. Los encendidos cruces verbales entre ambos terminaron convirtiéndose en las escenas más disfrutables de la película.
Maridos y esposas
(Husbands and Wives, Woody Allen, 1992)
Jack (Pollack) deja a su muy intelectual esposa (Judy Davis) por una instructora de aerobic joven y descerebrada (Lysette Anthony). Pero Pollack no convierte a Jack en un cretino, sino que lo enviste de una humanidad y una vitalidad que lo convierten en el personaje más real de la película. Un tipo, escribió un crítico, que ama y aprecia “la vida cultural que tiene con su mujer y sus amigos neoyorquinos, pero que se encuentra en un momento de su vida en que lo que más quiere es relajarse”.
Ojos bien cerrados
(Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick, 1999)
El amo de las orgías, el hombre que lo controla, todo. Sus escenas en la película son pocas pero cada una de ellas es una clave de entrada.
Michael Clayton
(Tony Gilroy, 2007)
Su personaje es uno de los hombres fuertes de la compañía, que, en medio de la crisis personal, profesional y de conciencia de Michael Clayton, le hace la pregunta más sensata de todas: Vamos, ¿recién ahora te das cuenta de que estabas trabajando para el Diablo?
Fuente: Suplemento "Radar", Diario "PáginaI12", 01.06.2008
http://www.pagina12.com.ar/
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