Basada libremente en la obra de Steven Millhauser “Eisenheim, el ilusionista”, «El Ilusionista» (The Illusionist, 2006) nos traslada a la Viena de comienzos del siglo XX.
Eisenheim, nuestro joven protagonista e hijo del fabricante de muebles de la realeza de la época- conoce un buen día a un mago, el cual ejecuta algunos trucos que literalmente le dejan hechizado y que hacen que él mismo quiera convertirse en lo mismo.
Casi al mismo tiempo se enamora de Sophie, la hija de uno de los nobles para el cual su padre trabaja. Aunque la familia de ella prohíbe que se vean, nuestros héroes consiguen verse en secreto en una guarida camuflada en medio de un bosque cercano a la ciudad. Es allí donde planean juntos un viaje a China donde Eisenheim quiere formarse en el arte de la magia.
Separados finalmente por la familia de Sophie, Eisenheim viaja por todo el mundo perfeccionando sus trucos y habilidades para regresar, al cabo de los años, de nuevo a Viena como maestro ilusionista.
Una vez asentado en Viena, y en el transcurso de una de sus actuaciones, vuelve a encontrarse con Sophie, quien está ahora prometida, muy a su pesar, al cruel príncipe heredero del Imperio Austrohúngaro. Es a partir de ese momento cuando planean, por medio de unos trucos y artificios mágicos que no desvelaremos aquí, librarse del prometido de ella y así estar juntos para siempre…
Aunque la historia tiene lugar en Viena, la película se rodó integramente en la República Checa. La ciudad de Viena está representada por las ciudades de Tábor y Praga.
Las escenas donde transcurre la infancia de Eisenheim fueron rodadas en la preciosa ciudad de Český Krumlov, y el castillo del prometido de Sophie es en realidad la histórica fortaleza de Konopiště.
‘’El Ilusionista” es una película que, al verla, cogió completamente por sorpresa a la que suscribe este blog. Es una maravilla en su conjunto, desde la historia en sí, pasando por la dirección de fotografía, la cual nos introduce en el mundo mágico-ilusorio de nuestro protagonista, pasando por el reparto –Edward Norton, Paul Giamatti y Jessica Biel magníficos- y la banda sonora a cargo del inefable Philip Glass.
No os perdáis esta película si tenéis oportunidad de verla y disfrutadla!
De Caligari a Hitler, una historia psicológica del cine alemán
Por Siegfried Kracauer
Siegfried Kracauer. De Caligari a Hitler. este nombre y este título han sido durante mucho tiempo punto de referencia obligado para todos aquellos que se dedican a estudiar el cine como un arte del siglo XX. En un libro, Kracauer aborda el periodo más rico y espectacular del cine alemán y, por extencion, uno de los más importantes del cine mundial: el que va de 1919, año de la aparición de "El gabinete del Dr. Caligari" a 1933, año de la subida al poder de Adolf Hitler. Es el periodo del expresionismo, de la formación de un lenguaje, de la consolidación de un arte que Kracauer analiza desde un punto de vista nuevo: el que le ofrecen los útiles teóricos del marxismo y el psicoanálisis.
Historiador, teórico y filosofo, Kracauer fue crítico de cine durante los años 1919-1933, lo que le permitió vivir directamente del desarrollo del arte cinematográfico en relación a la evolucion de una cultura y una sociedad especificas, las de la Alemania de la Republica de Weimar. Sus trabajos sobre la propaganda nazi en el cine alemán, realizados en Estados Unidos, donde encontró refugio al consolidarse el poder hitleriano, le condujeron a buscar los antecedentes filmicos del nazismo en los films realizados durante los años veinte. De ahí surgió el impresionante trabajo que se presenta.
"From Caligari to Hitler. A Psychological History of the German Film" fue publicado por primera vez por Princeton University en 1947. Desde entonces se ha traducido a todos los idiomas y se ha convertido en un clásico que mantiene su vigencia de análisis y de perspectiva más allá del puro interés cinematográfico: De Caligari a Hitler es un libro clave para entender la cultura y la sociedad alemana del primer tercio del siglo XX.
El éxito de la mujer sigue viéndose todavía, bien entrados en el siglo XXI, como una amenaza a los códigos patriarcales que no sólo daña la egolatría del ciudadano masculino asentado en los puestos dominantes del jerárquico escalafón, sino que también divide a la población femenina entre la sección machista, que todavía no confía en su propio sexo como alternativa competente a las tareas destinadas tradicionalmente al hombre, y aquellas que sí aceptan el cambio lógico e igualitario pero que, debido a la presión popular, se atacan sin piedad a consecuencia de una competitividad voraz por la que nunca antes tuvieron que preocuparse a consecuencia de su falta de oportunidades. “—Tú eres la víctima ahora. —Yo también fui la víctima antes”. Michèle, la protagonista de Elle, la última película del controvertido director Paul Verhoeven, se ha visto obligada a desarrollar una extremada frialdad y distanciamiento emocional con el mundo, debido a la intransigencia e incomprensión que suscita su elevada posición social. Para hacernos comprender esto sin dilación alguna, el director enfrenta a su protagonista a un hecho espantoso desde el primer fotograma de metraje. La respuesta de la mujer a dicho suceso no revelará la conmoción esperada, sino que quedará saldada con una mezcla de resignación abúlica y una fortaleza inconcebible. El realizador no dirige la trama desde una posición de desconocimiento hacia la diégesis de su personaje por medio de un hecho concreto, sino que procede a la inversa, construyendo el argumento a partir y en torno a ese episodio violento que nos aporta muchas pistas sobre una mujer, despojada de su anonimato —y su voluntad— desde el principio, no ya gracias a una conversación esclarecedora de su carácter, sino debido a la ausencia de la misma. Como consecuencia de que Michèle no realiza la presumible llamada a la policía en la escena posterior a ese incidente inicial, somos plenamente conscientes de su aplomo y su imposibilidad de mostrar debilidad en este juego del depredador y la presa, en el que no está permitido tropezar.
Verhoeven se adentra en un terreno muy peligroso al frivolizar acerca de un acto tan deleznable como es una violación. Su planteamiento es controvertido, arriesgado, pero, sobre todo, muy cuidadoso y dotado de un constante respeto por los principios feministas, pues otorga al protagonista masculino todo el peso de la brutalidad procedimental y la hedionda enajenación que nos lleva a pensar en el hombre como un ser no evolucionado que sigue respondiendo a impulsos animales desproporcionados. El realizador se pasea por la cuerda floja de la futilidad mientras trivializa sin censura las agresiones sexuales fruto del abuso de la fuerza bruta, superando, no obstante, con gran acierto el trascendente dibujo de la mujer que, pese a haber sido sometida al ultraje de su cuerpo y su libertad, evita adoptar una posición victimista frente a la inevitabilidad del intervalo pasado.
Lejos de parapetarse en un hermetismo de vergüenza y soledad con la única compañía de un paquete de clínex, Michèle decide seguir con su vida sin recurrir al amparo de una figura varonil y protectora que la ayude a superar un hipotético estado de debilidad, desamparo o vulnerabilidad; ¿Dónde diablos estaba esa figura viril cuando realmente se la necesitaba? Las únicas representaciones que el realizador nos ofrece del modelo de masculinidad aparecen dibujadas mediante los estereotipos del hombre violento y cobarde que abusa del más débil haciendo uso de un abyecto anonimato, y el intelectualmente deficiente que se muestra incapaz de comprender la complejidad de las acciones que escapan de su rutina lúdico-deportiva habitual. Para mantener una constante aura de misterio y de intimidad en torno a sus personajes, el director ofrece una perspectiva muy estudiada con la que logra aportar una alta dosis de intriga sin romper con la ambigua verosimilitud de su relato.
«Aceptamos a la heroína y, lo más importante, aceptamos todas sus decisiones en cuanto tomamos conciencia de que su mundo está rodeado de monstruos».
Isabelle Huppert, en otro de sus ya habituales paroxismos interpretativos, logra que la mujer se desprenda, por fin, de la ignominia que la ha perseguido en todas las representaciones de la violación en la gran pantalla: el sentimiento de culpa. Porque Michèle no alberga culpa o responsabilidad alguna por lo ocurrido, puede que sí algo de odio transformado en un prematuro deseo homicida y derivado en un postrero síndrome de Estocolmo, fruto de la inevitable curiosidad del ser humano y la necesidad de no dejar cabos sueltos, inherente al carácter de todos aquellos que disfrutan de una elevada posición laboral al mando de un número determinado de personas. Entonces llegan las primeras amenazas telefónicas; el director introduce uno de los trucos más astutos de concesión que hemos visto en el cine moderno al obligarnos a conferir inconscientemente a la protagonista una mirada de censura, a consecuencia de esa llamada anónima difamatoria que Michèle asume con naturalidad. Pronto entenderemos que ese desprecio no se fundamenta en la propia actuación del personaje, sino que le viene impuesto por una herencia criminal; su padre fue un notorio asesino en serie de niños y, por lo tanto, la hija es la que tendrá que cargar con el peso del odio irracional y la responsabilidad de enfrentarse a diario a la mediocridad de la opinión pública. El sutil rumor de que la protagonista pudo estar involucrada en los asesinatos cometidos por su padre, siendo una niña, sirve para acercarnos al entendimiento de sus acciones y, al mismo tiempo, para aborrecer un poco más la actitud miserable del ciudadano prejuicioso y tan hastiado de su propia vida que busca el medio de perjudicar la de los demás. Comienza entonces el proceso de empatía que, en un principio, parecía tan remoto. Aceptamos a la heroína y, lo más importante, aceptamos todas sus decisiones en cuanto tomamos conciencia de que su mundo está rodeado de monstruos: una figura paterna perversa y desalmada, un exmarido con doble fachada que, pese a mostrar una actitud encantadora y comprensiva, la agredió estando casados, un hijo pusilánime hacia quien no siente ningún vínculo afectivo, que además está relacionado con una cazafortunas sin escrúpulos a la que desprecia y, por si todo esto fuera poco, el asaltante entra en escena para completar su angustiosa existencia.
«Mediante un astuto y atractivo ejercicio estético de percepciones y dobles intenciones, la película nos ofrece una visión muy personal de la polisemia léxica de la depredación y la violación, dos conceptos que se yuxtaponen y aplican a numerosas facetas del ciudadano acomodado de clase alta y con acceso a recursos de intrusión y exploración sin consentimiento en la vida de otras personas».
Pese a este espeluznante escenario, Michèle, hacia quien nos sentimos más atraídos con cada fotograma, ha conseguido levantarse de todos y cada uno de sus infortunios para seguir escalando posiciones y llegar a la directiva de una empresa de videojuegos donde, por supuesto, encontrará a más de un enemigo dispuesto a dificultarle la tarea en un mundo tan machista y desdeñoso con la mujer como es el encargado del entretenimiento virtual. Pese a esta potente carga ideológica, es de destacar la equidad procedimental de la que hace uso el cineasta neerlandés al aplicar constantemente la ambigüedad funcional en sus directrices. Por momentos apreciamos en la película un aire queer muy oportuno con el que Verhoeven logra que el espectador deje de plantearse un discurso machista o feminista, y comience a prestar atención directamente a la androginia argumental del ser humano enfrentado a sus deseos más primarios. Con todo, parece como si el director se hubiera atrevido a adaptar un filme de Haneke y añadirle un registro cómico tan insólito como nigérrimo, cuya inmediatez y perseverancia proporcionan la principal baza para lograr el inquietante efecto deseado. Mediante un astuto y atractivo ejercicio estético de percepciones y dobles intenciones, la película nos ofrece una visión muy personal de la polisemia léxica de la depredación y la violación, dos conceptos que se yuxtaponen y aplican a numerosas facetas del ciudadano acomodado de clase alta y con acceso a recursos de intrusión y exploración sin consentimiento en la vida —política, laboral, sentimental o física— de otras personas. Elle devuelve a Verhoeven su merecido reconocimiento y lo saca del ostracismo artístico al que se le recluyó por su irónica visión del capitalismo, y lo hace gracias a un montaje impetuoso y muy efectivo capaz de mantener al espectador aguardando en vilo el siguiente giro de guion, incapaz de borrar en ningún instante la imperturbable sonrisa nerviosa que se dibujó en su cara al comienzo del filme.
5 películas para entender la crítica de la arquitectura moderna.
por Romullo Baratto
Traducido por Mónica Arellano
Playtime (Jasques Tati, 1967). Via screenshot do filme
Si existe entre las artes una disciplina capaz de acercarse a la arquitectura, es el cine. La habilidad de representar espacios en movimiento a lo largo del tiempo acerca al cine de la arquitectura de un modo que huye de los límites de la pintura, de la escultura, de la música –considerada por mucho tiempo el arte más cercano a nuestra disciplina– e incluso de la danza. La cuestión del espacio es central tanto en el cine como en la arquitectura y aunque se ocupan de él de maneras diferentes, se aproximan al proporcionar una experiencia corporal –y no sólo visual– del entorno construido.
Uno de los muchos puntos de contacto entre estos dos campos puede ser encontrado en la crítica del espacio hecha por el cine. Es decir, la crítica de la arquitectura. Una variedad de producciones, lanzadas desde los Lumière, tratan con la representación de la ciudad y la arquitectura a través de la pantalla, y de éstas, buena parte se dedica a hacerlo de un modo crítico, lanzando una mirada desacreditada o provocativa sobre la producción arquitectónica corriente.
El hecho de que el cine haya surgido contemporáneamente a la arquitectura moderna tal vez le haya atribuido el papel de instrumento de crítica. El hecho es que diversas producciones cinematográficas acabaron convirtiéndose (incluso sin la intención del ser) en ejemplos memorables de crítica de la arquitectura y sociedades modernas. Veamos algunas a continuación:
Crítica del hábitat moderno: Mi tío (Jacques Tati, 1958)
En visita a la familia de su hermana, Monsieur Hulot es recibido en una casa muy lujosa, lista para las necesidades de la vida moderna. Espacios racionales, automatización, una variedad de utensilios y dispositivos tecnológicos forman parte de este nuevo contexto. La irónica figura de Hulot intenta en vano adaptarse a la nueva realidad que promete facilidad y confort, pero que presenta sólo obstáculos y resistencia.
Crítica a la política de vivienda: El mito Pruitt Igoe (Chad Freidrichs, 2011)
Documental sobre el conjunto habitacional Pruitt Igoe, proyectado por Minoru Yamasaki y construido en los alrededores de la ciudad estadounidense de St. Louis. La película presenta las motivaciones que llevaron a la construcción del enorme complejo habitacional y las contradicciones que llevaron a su implosión en 1972, momento histórico en que algunos críticos (emblemáticamente) definen como el fin de la arquitectura moderna.
Crítica a la ciudad moderna: Playtime - Tiempo de diversión (Jacques Tati, 1967)
La austeridad de la vida en la ciudad moderna es retratada una vez más por el contraste con la figura nostálgica de Monsieur Hulot. A través del cómico desplazamiento del personaje principal, la película trata de la cuestión de la identidad del individuo frente a una realidad cada vez más mecanizada ofrecida por la ciudad moderna, la cual fue retratada en la película a partir de un gigantesco escenario que contaba literalmente con edificios construidos sobre ruedas.
Crítica al consumo: Dos o tres cosas que sé de ella (Jean-Luc Godard, 1967)
Godard usa imágenes de las transformaciones urbanas ocurridas en las periferias de París en la década de 1960 como metáforas para la vida de los personajes. El cotidiano de las mujeres retratadas en la película es narrado a partir del cotidiano del urbe - consumismo, capitalismo y globalización aparecen como temas centrales de la historia, sea en relación a la ciudad o de las mujeres.
La crítica al control: Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965)
Alphaville es una ciudad hostil, sombría y deshumanizada ubicada en un futuro impreciso. En ella, todas las acciones sociales son controladas por un sistema central, un ordenador que recibe el nombre de Alpha 60 que calcula y dirige el destino de todos sus habitantes. Esta sociedad distópica, dominada por la tecnología, parece tener más que ver con nuestra realidad de lo que nos gustaría - y las consonancias aumentan cuando recordamos los emprendimientos Alphaville que surgieron años después, promoviendo un modelo al menos cuestionable de urbanidad.